Trapicheo de caviar y agentes desnortados: la Nochebuena en la que cay¨® el comunismo en Rumania
El 24 de diciembre de 1989 en Bucarest, cuando cay¨® Ceausescu, en el Intercontinental se mezclaban periodistas con hambre de noticias, botones que trapicheaban caviar y agentes comunistas desnortados por el derrumbe de su r¨¦gimen.
LA NOCHE del 24 de diciembre, mientras mi madre pon¨ªa una vela en la cena familiar de Nochebuena angustiada por mi ausencia, varios periodistas sal¨ªamos del hotel Intercontinental de Bucarest, en el que nos guarec¨ªamos de los tiros, decididos a encontrar una misa de gallo en la que hacer un reportaje. Entrevistar a fervientes cristianos rumanos orando en plena Navidad revolucionaria nos parec¨ªa una idea espl¨¦ndida para llenar una p¨¢gina de peri¨®dico, que era el fin ¨²ltimo de nuestra existencia, y por eso deambulamos por las calles oscuras de Bucarest durante largo rato, sin dejar de escuchar disparos aislados, para regresar al hotel con las manos vac¨ªas y una enorme frustraci¨®n.
No hab¨ªa misas de gallo en la noche del 24 de diciembre de 1989 en Bucarest porque, adem¨¢s del confuso enfrentamiento armado que se desat¨® en la revoluci¨®n contra Nicolae Ceausescu, la misa de gallo es un rito cat¨®lico de medianoche y est¨¢bamos en un pa¨ªs cristiano ortodoxo. Nuestra dosis de ignorancia era grande, pero mayor a¨²n la euforia que nos lanzaba a las calles con esa inconsciencia del reportero de guerra, o del reportero en guerra que se va contagiando de insensatez, se va haciendo adicto al titular, a la palabra, a la noticia, mientras se le dispara la adrenalina sin importarle demasiado de qu¨¦ azotea vienen los tiros.
Los valientes ignorantes regresamos, pues, al hotel, donde los empleados hab¨ªan barrido y retirado ya los cristales rotos de la fachada para que aquello pareciera el refugio de cuatro estrellas que deb¨ªa ser. Logramos cenar, incluso. No pavo, ni langostinos, sino probablemente alg¨²n pedazo de esturi¨®n duro con guarniciones m¨¢s oscuras que el Danubio del que hab¨ªa salido el pez. El caviar corr¨ªa por otros cauces, de la mano de ma?tres, camareros o botones que no tardaban mucho en ense?arte los frascos de huevas que guardaban en los bolsillos interiores del traje junto a los fajos de billetes que estaban deseando cambiarte por d¨®lares.
Radu era el botones m¨¢s polivalente, una sonrisa joven y fresca en medio del caos. En esos d¨ªas de confusi¨®n, en cuanto entr¨¢bamos en tromba y nos tir¨¢bamos por los suelos de la recepci¨®n para dejar los trastos, se convirti¨® en el mejor aliado. Consegu¨ªa todo lo que se puede necesitar en una revoluci¨®n: coches disponibles, cambio urgente, comida, fuentes asequibles de informaci¨®n y sobre todo, sobre todo, me colaba en una sala de taqu¨ªgrafas escondida en la primera planta, muy lejos del supuesto centro de prensa donde la posibilidad de lograr una llamada internacional era un sue?o en el que se entreten¨ªan los ingenuos. Desde all¨ª transmit¨ªa secretamente mis cr¨®nicas por t¨¦lex. S¨ª, t¨¦lex: sistema telegr¨¢fico de comunicaci¨®n, alg¨²n d¨ªa existi¨®. No solo no hab¨ªa m¨®viles en esa prehistoria del periodismo, obviamente, sino tampoco tel¨¦fonos fijos con l¨ªnea disponible. Eran las postrimer¨ªas de un r¨¦gimen comunista en que lo ¨²nico garantizado si uno levantaba el aparato de la habitaci¨®n o cualquier otro era el sonido rijoso de interferencias debidas a la precariedad tecnol¨®gica o, a¨²n m¨¢s probable, a los hombres de gabardina que nos escuchaban.
Pero todo se coc¨ªa en la recepci¨®n. Hab¨ªamos llegado a ella a oscuras, entre tiroteos, despu¨¦s de alquilar un coche en Budapest, de atravesar la frontera en cuanto el Ej¨¦rcito rumano nos franque¨® el paso tras dar la espalda a Ceausescu y de recorrer cientos de kil¨®metros a veces patinando sobre hielo. Atravesamos lugares de nombres ¨¦picos como Timisoara, Sibiu o Transilvania, donde no nos encontramos con Dr¨¢cula, precisamente, sino con capas de hielo que nos hicieron estrellarnos varias veces con los bidones de gasolina que hab¨ªamos cargado ante los rumores de que no hab¨ªa combustible en Rumania. Tuvimos suerte. A todas las zanjas a las que ca¨ªmos lleg¨® siempre alg¨²n grupo de rumanos que nos ayud¨® a rescatar el coche para seguir rumbo a Bucarest, a donde llegamos congelados por el aire g¨¦lido que entraba por el chasis agujereado. No hab¨ªa miedo en aquella Navidad de revoluci¨®n. No hab¨ªa fr¨ªo suficiente para hacernos dar la vuelta. No hab¨ªa m¨¢s que ansiedad, hambre de periodismo. Estaba cayendo el comunismo ante nuestros ojos y quer¨ªamos un puesto en primera fila.
Una vez all¨ª, en aquella recepci¨®n oscura que m¨¢s parec¨ªa un campamento, fuimos poco a poco consiguiendo habitaciones y, si no hab¨ªa suficientes, las compartimos en manada. Hubo muchas noches de ronquido grupal, de dormir no a pierna suelta, sino m¨¢s bien amontonada.
Pero la tribu se agrupaba abajo, entre las miradas de los Radus y otros botones, de los hombres de gabardina de la Securitate que no sab¨ªan si unirse de una vez a la revoluci¨®n que ya estaba a punto de triunfar o seguir informando a sus superiores, seguramente a¨²n m¨¢s dudosos que ellos. Cada uno se buscaba la vida y todos compet¨ªamos a la vez que nos ayud¨¢bamos. Ceausescu hab¨ªa huido en helic¨®ptero de sus rid¨ªculos palacios con su esposa, Elena, pero el Ej¨¦rcito no tard¨® en darle captura y someterle a un juicio sumar¨ªsimo que acab¨® en sendas ejecuciones con sus abrigos de astrac¨¢n. Es una historia sabida.
Menos sabido es c¨®mo una manada de periodistas, algunos veteranos y famosos, otros casi becarios como yo ante su primera oportunidad, logr¨¢bamos construir historias, transmitirlas y adem¨¢s ocuparnos de ese peque?o detalle que era sobrevivir. Ceausescu no lo consigui¨®. Nosotros s¨ª lo logramos y hoy me gustar¨ªa imaginar que Radu, el fiel botones que se hizo imprescindible en el hotel Intercontinental, disfrute a fondo de un pa¨ªs en libertad. Tambi¨¦n ¨¦l, a su manera, luch¨® por la revoluci¨®n.?
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