Prender la luz para escuchar
El campo de cad¨¢veres est¨¢ ah¨ª fuera: no pasa una semana sin que se descubra una nueva fosa com¨²n, tanto como est¨¢ dentro de cada uno de nosotros
Hace algunos meses, al final de una serie de entrevistas con familiares de desaparecidos, me encontr¨¦ atrapado en una frase que la due?a de la casa en la que estaba solt¨® hacia el final de mi visita.
Aquella frase de la se?ora, sin embargo, fue la ¨²nica que no refiri¨® de manera directa el dolor, la impotencia, la desesperaci¨®n o la tristeza que se adue?¨® de ella, de su familia y de su casa, ubicada en el centro de una ciudad especialmente castigada por la violencia que desat¨® la guerra contra el narcotr¨¢fico.
Un par de horas antes de llegar a aquella morada, la hija de la se?ora ¡ªa quien hab¨ªa contactado originalmente y quien me abri¨® no solo la puerta de su hogar sino la de varios otros hogares que sufr¨ªan tanto como el suyo¡ª me advirti¨® que su madre hab¨ªa perdido la audici¨®n, aunque no le gustaba aceptarlo "por coqueter¨ªa pero tambi¨¦n por orgullosa", por lo que deber¨ªa hablarle lento, pues hab¨ªa aprendido, en secreto, a leer los labios.
Fue as¨ª, hablando muy lento y escuchando, sobre todo, igual de lento aquel hablar cuya pronunciaci¨®n era la pronunciaci¨®n inequ¨ªvoca de los sordos, una pronunciaci¨®n que enfatiza las vocales y que vuelve la voz del hablante un poco m¨¢s gutural de lo normal, como escuch¨¦ la frase que se?al¨¦ al comienzo de este art¨ªculo y como escuch¨¦, adem¨¢s y fundamentalmente, la historia de aquella familia, una historia que, por desgracia, no constituye una excepci¨®n.
Y es que, de los seis familiares que hasta hace una d¨¦cada dorm¨ªan en las habitaciones de aquella casa ¡ªuna casa que la abuela, primero, sac¨® adelante sola, tras la marcha de su marido, y que, despu¨¦s, sac¨® adelante con ayuda de su hija mayor, quien volvi¨® al territorio de su infancia, con todo e hijos, tras ser tambi¨¦n ella abandonada¡ª, de los seis familiares que hasta hace poco menos de una d¨¦cada, dec¨ªa, dorm¨ªan en las habitaciones de aquella casa y se sentaban a platicar en su sala, hoy solamente quedan tres: la abuela, su hija mayor y la menor de sus nietas.
No: por incre¨ªble que parezca, en nuestro pa¨ªs y en pleno siglo XXI, no es una excepci¨®n escuchar la historia de un grupo de mujeres emparentadas ¡ªen este caso, de poco menos de setenta, la primera, de cuarenta y dos, la segunda, y de diecinueve a?os, la tercera¡ª que hayan sufrido, apoy¨¢ndose unas en otras pero tambi¨¦n cada una por su lado, la disoluci¨®n de sus familias, su mundo y su universo. Quiz¨¢ lo ¨²nico que cambie, en realidad, sea el orden de la p¨¦rdida, es decir, de la disoluci¨®n, que para la familia de la que hablo fue el siguiente: primero, se tuvo que ir el hijo menor de la abuela, despu¨¦s, muri¨® el primero de sus nietos y, finalmente, desapareci¨® la segunda de sus nietas.
Pero d¨¦jenme ser un poco m¨¢s claro, porque en los hechos, es decir, en la forma, aquellas tres mujeres, como hacen casi siempre los familiares de personas asesinadas o desaparecidas, insistieron una y otra vez, hablando lento ¡ªla abuela¡ª, con palabras quebradas ¡ªla hija¡ª o con la voz llena de rabia ¡ªla nieta¡ª: el hijo, hermano y t¨ªo se vio obligado a marcharse a los Estados Unidos, despu¨¦s de que el c¨¢rtel local le arrebatara su negocio y amenazara con matarlo si volv¨ªan a verlo; el nieto, hijo y hermano fue asesinado en el ba?o de un bar, la noche que celebraban el cumplea?os de su pareja, y la nieta, hija y hermana desapareci¨®, cerca de las seis de la tarde, en el camino que deb¨ªa llevarla desde su trabajo hasta su casa.
Como si el horror nunca tuviera suficiente, esto ¨²ltimo: la desaparici¨®n de la nieta, hija y hermana, es el motivo por el cual las tres mujeres que me abrieron su casa han preferido que sus nombres no sean revelados, pues apenas denunciaron lo sucedido, comenzaron a recibir llamadas intimidatorias y amenazantes. Las amenazas, por supuesto, var¨ªan seg¨²n qui¨¦n sea la que conteste: a la abuela le dicen que, si sigue chingando, desaparecer¨¢n su hija y su otra nieta; a la madre le aseguran que, si contin¨²a buscando a las autoridades, se va a quedar sin la hija que le queda, y a la veintea?era la amenazan con violarla, matarla, descuartizarla y aventarla a una fosa.
Ahora bien, esta historia de indefensi¨®n absoluta, como ya dije, no es excepcional. Y es esto, su falta de excepcionalidad, lo que hace que lo peor ¡ªme atrevo a escribirlo porque as¨ª tambi¨¦n lo hablaron las tres mujeres con las que platiqu¨¦ aquella tarde¡ª no sean las amenazas que recibe una mujer ni la muerte o desaparici¨®n de sus familiares ni el hecho aterrador de que ella se vea obligada a contar su historia eliminando de ¨¦sta su nombre propio, por temor a que el necrocapitalismo no haya terminado con su estirpe, es decir, por temor a que los criminales o las autoridades cumplan sus promesas.
Y es que lo peor del presente en el que estamos atrapados es que, por aferrarnos a lo que W. G. Sebald denomina "el error del sano juicio", es decir, por aferrarnos a las rutinas que nos ciegan y nos escinden de una realidad marcada por el hecho catastr¨®fico, hemos dinamitado la singularidad del horror, dando pie a que ¨¦ste sea el plural de nuestro tiempo. Preocupados de que funcionen los sem¨¢foros, de que no falten pasteles y de que empiece el pr¨®ximo concierto, no vemos el campo de cad¨¢veres por el que estamos caminando.
Pero el campo de cad¨¢veres est¨¢ ah¨ª afuera: no pasa una semana sin que se descubre una nueva fosa com¨²n, tanto como est¨¢ dentro de cada uno de nosotros: bajo la capa de grasa que cubre nuestra sensibilidad moral y nuestra conciencia, volvi¨¦ndonos inhumanos. Una capa de grasa que no es otra cosa que la necesidad de autocegarnos ante aquello que no queremos saber y que, otra vez, en palabras de Sebald, despierta "la capacidad del ser humano para no ver lo que tiene delante".
Es por esto por lo que empec¨¦ hablando de la frase que, hacia el final de nuestra entrevista, pronunci¨® la abuela de aquella casa en la que me recibieron. Y es que esa frase, en la que me qued¨¦ atrapado varios d¨ªas y cuyo sentido mayor no se me revel¨® hasta que no empec¨¦ a escribir este art¨ªculo, es el mejor punto de partida que podr¨ªamos encontrar para desengrasarnos y devolverle al horror su singularidad.
"Mija, por favor enciende la luz, que ya no estoy oyendo nada", asever¨® la abuela de aquella casa, cuando la tarde empez¨® a convertirse en noche. Por supuesto, ella se refer¨ªa a que necesitaba de la luz para poder leer nuestros labios. Sin embargo, sin desearlo, tambi¨¦n se refiri¨® a la necesidad de relacionarnos de otro modo con nuestros sentidos.
Y es que, tal vez, solo si empezamos a hacer esto, a relacionarnos de otro modo con nuestros sentidos, a escuchar, por ejemplo, con los ojos, seremos capaces de volver a mirar y de releer la forma en que la realidad nos est¨¢ mostrando sus horrores.
Y quiz¨¢, entonces, en lugar de aferrarnos a la vida individual como mero fen¨®meno natural, podamos convertir esa misma vida en un fen¨®meno social, compartido y justo.
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