Parlamentarismo y principio de transparencia
La cuesti¨®n clave es en manos de qui¨¦n est¨¢ constitucionalmente situada la administraci¨®n de los tiempos por los que debe regirse la mec¨¢nica de encargar Gobierno y obtener la confianza del Congreso
¡°Las instituciones no son s¨®lo lo que ellas hacen, sino tambi¨¦n lo que con ellas se hace¡±Francisco Tom¨¢s y Valiente
Estas sabias palabras, referidas en su d¨ªa al Tribunal Constitucional, vienen espont¨¢neamente a la memoria en una situaci¨®n en la que nuestro sistema parlamentario de gobierno corre un riesgo no despreciable de griparse. Las instituciones esta vez aludidas son las que protagonizan la fase final del complejo proceso de legitimaci¨®n democr¨¢tica caracter¨ªstico de esta forma de gobierno: los partidos pol¨ªticos con representaci¨®n parlamentaria, en tanto que instituciones que han sido aupadas por la Constituci¨®n a su art¨ªculo 6; el Congreso de los Diputados como C¨¢mara clave en la articulaci¨®n de dicho proceso; la presidencia de esa misma C¨¢mara, por lo que se dir¨¢, y el Rey, por fin, como jefe de un Estado definido constitucionalmente como monarqu¨ªa parlamentaria. Este ser¨ªa el dramatis personae, con solo a?adirle un cuarto sujeto, el de la persona o eventualmente las personas a las que, sucesivamente si es preciso, el Rey encargue obtener la confianza de la C¨¢mara. Lo que se haga con estas instituciones, desde fuera y desde dentro, tiene repercusi¨®n directa en la suerte de nuestro parlamentarismo.
Otros art¨ªculos del autor
La Constituci¨®n de 1978 marca las pautas b¨¢sicas con arreglo a las cuales debe representarse el drama. Su art¨ªculo 99 es el pivote sobre el que esta representaci¨®n gira. Las suyas son previsiones dirigidas a racionalizar lo que durante un largo periodo hist¨®rico qued¨® confiado a los usos parlamentarios. Y lo hace mediante una combinaci¨®n de reglas y de principios. Esto supone que hay en ¨¦l, por un lado, un n¨²mero de prescripciones claras, las reglas, y al mismo tiempo una serie de valores entendidos, los principios, que vienen a ser como su programa operativo, el que permite que esas reglas se carguen de utilidad y de sentido. Lo que sigue puede ilustrar esta combinaci¨®n de reglas y principios al hilo de un aspecto concreto, pero que tiene m¨¢s trascendencia que la que se le viene atribuyendo.
Las reglas del art¨ªculo 99 se ocupan, entre otras cosas, de los tiempos, es decir, del plazo en el que debe culminarse todo el proceso de legitimaci¨®n democr¨¢tica desde la disoluci¨®n del anterior Parlamento. No lo hace, sin embargo, de forma exhaustiva, lo cual no es grave si esas reglas se interpretan con el auxilio de los referidos principios. Con su ayuda, por ejemplo, hay que dar respuesta a cuestiones tales como la de en manos de qui¨¦n est¨¢ constitucionalmente situada esta administraci¨®n de los tiempos en los extremos no tasados. En otras palabras, la cuesti¨®n de qui¨¦n, y en qu¨¦ momento, debe hacer sonar el silbato para que el partido comience, es decir, para que el Rey proceda en los t¨¦rminos del art¨ªculo 99.1 CE, concluyendo con un encargo dirigido a la obtenci¨®n de la confianza de la C¨¢mara. Y, supuesto que ese primer encargo no prospere, la de qui¨¦n y en qu¨¦ momento debe de nuevo hacer sonar ese silbato para intentarlo de nuevo. Todo ello suponiendo que alguien deba hacerlo, porque esa ser¨ªa la primera cuesti¨®n, aunque parece que s¨ª (art¨ªculo 99.4 CE). El art¨ªculo no es m¨¢s preciso, aunque por dos veces menciona a la presidencia de la C¨¢mara. ?Ser¨ªa entonces ella, y por propia y personal iniciativa? ?Y con qu¨¦ grado de transparencia? De quien no habla el art¨ªculo es de la presidencia del Gobierno en funciones. Esta dimensi¨®n del problema es todo menos secundaria porque, m¨¢s all¨¢ de tocar a la posici¨®n del Rey, a nadie se le oculta que esta administraci¨®n de los tiempos, seg¨²n como se lleve a cabo, puede ser decisiva en el desarrollo del drama. Convendr¨ªa someter a escrutinio esta dimensi¨®n de nuestro ¨²ltimo episodio parlamentario.
El art¨ªculo 99 se ocupa del plazo del proceso de legitimaci¨®n desde la disoluci¨®n del Parlamento
Esta cuesti¨®n conduce ya a otra m¨¢s general, que aqu¨ª solo puede quedar apuntada. Se trata del h¨¢ndicap que debe soportar el r¨¦gimen parlamentario cuando se combina con una jefatura del Estado mon¨¢rquica por contraste con lo que ocurre cuando el actor correspondiente es un presidente de rep¨²blica, igualmente parlamentaria. A diferencia de lo que en este ¨²ltimo caso ocurre, en la monarqu¨ªa parlamentaria, si preciso fuera, no hay plan B. Aqu¨ª no caben intervenciones presidenciales que est¨¢n en la mente de todos, como las que recientemente se han visto en Austria o Italia. Pero, sin necesidad de imaginar situaciones extraordinarias, tampoco parece imaginable entre nosotros una actuaci¨®n proactiva del monarca dirigida a hacer avanzar el proceso, como se da por descontado ser parte de la tarea del presidente de la rep¨²blica.
Sin salir de la Uni¨®n Europea, este h¨¢ndicap ha sido y es compensado en sus otras monarqu¨ªas parlamentarias mediante diversos mecanismos institucionales y sobre todo mediante pr¨¢cticas correspondientes a una cultura parlamentaria asentada, que no es el momento de detallar. El caso es que nuestra monarqu¨ªa parlamentaria no ha sido hasta ahora capaz de compensar ese h¨¢ndicap. Siendo ben¨¦volos, acaso porque hasta ahora no ha sido necesario. El bipartidismo imperfecto imperante durante la mayor parte de la vigencia de la Constituci¨®n ha permitido mantener esta cuesti¨®n relegada a un segundo plano. Pero ahora que ese bipartidismo pertenece al pasado hay urgencia en atender a esta innata carencia propia de la combinaci¨®n de monarqu¨ªa y parlamentarismo. La tarea es amplia y el contexto no es favorable, pero por alg¨²n lado hay que empezar.
Ser¨ªa deseable que el Rey tuviera a su lado una instancia dotada de ¡®auctoritas' para prestarle consejo
La cuesti¨®n antes evocada de la administraci¨®n de los tiempos por los que debe regirse la mec¨¢nica del art¨ªculo 99 puede ser un comienzo. Es urgente introducir aqu¨ª una clarificaci¨®n de las responsabilidades, lo que es tanto como decir que hay que hacer jugar el principio de transparencia. Al Rey lo que es del Rey, pero lo que no sea del Rey hay urgencia en saber de qui¨¦n es, precisamente. No est¨¢n los tiempos para dejar estos extremos en la nebulosa de la prerrogativa regia. Aqu¨ª viene en particular a cuento la cuesti¨®n de lo que se hace con las instituciones.
Situados en este punto resulta inevitable volver la mirada a la presidencia del Congreso de los Diputados. Si lo que parece que se necesita es una instancia enteramente independiente que, como m¨ªnimo, administre de forma transparente esos tiempos a los que se viene haciendo referencia e incluso, en la medida de lo posible, impulse el proceso, entonces no aparece en el horizonte otra alternativa. En definitiva, se trata de contar con alguien con autoridad para facilitar y extraer todas las posibilidades de las escasas atribuciones reales en esta materia.
Ser¨ªa seguramente mucho decir alguien que, adem¨¢s, medie en nombre del Rey, lo que posiblemente requiera cambiar la Constituci¨®n. En t¨¦rminos ideales, en la actual coyuntura ser¨ªa muy deseable que el Rey tuviera a su lado una instancia dotada de la auctoritas precisa para prestarle consejo, todo ello con el objetivo de evitar en todo lo posible comprometer su alta posici¨®n a la hora de la adopci¨®n de decisiones casi inevitablemente opinables. ?Ser¨ªa el Congreso de los Diputados de la pr¨®xima legislatura capaz de asumir en su sesi¨®n constitutiva el reto de ponerse de acuerdo en una personalidad de estas caracter¨ªsticas? Parece pedirle mucho y, sin embargo, nuestros futuros diputados al Congreso debieran no olvidar que puede estar en juego el futuro de nuestro sistema parlamentario de gobierno y en ¨²ltimo t¨¦rmino el de nuestra democracia tal como hoy la conocemos.
Pedro Cruz Villal¨®n fue presidente del Tribunal Constitucional y abogado general del Tribunal de Justicia Europeo.
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