Los universos paralelos
Las sociedades libres deben aceptar todas las opiniones, incluyendo las contrarias a la libertad
Casi nadie recuerda ya a Jean-Louis Tixier-Vignancour (1907-1989), ni siquiera en Francia. Fue un excelente abogado. Tambi¨¦n fue, antes de la II Guerra Mundial, el l¨ªder pol¨ªtico de los mon¨¢rquicos. Tras la invasi¨®n alemana se sum¨® al Gobierno colaboracionista de Vichy, pero su nacionalismo fue m¨¢s fuerte que su ultraderechismo y en 1941 huy¨® a T¨²nez, donde fue detenido por los nazis. Despu¨¦s de la guerra sufri¨® 10 a?os de inhabilitaci¨®n por ¡°indignidad nacional¡± y en 1956 volvi¨® a ser dipu?tado por el partido que acababa de fundar, el Rassemblement National. En 1958 vot¨® a favor de la concesi¨®n de plenos poderes a Charles de Gaulle, al que odiaba. En 1965, siempre mon¨¢rquico, siempre en la extrema derecha, concurri¨® a las elecciones presidenciales con Jean-Marie Le Pen como jefe de campa?a. En 1968, espantado por la revuelta, volvi¨® a respaldar a su odiado De Gaulle. Le Pen fund¨® en 1972 el Front National y asumi¨® la jefatura de la Francia contrarrevolucionaria y filonazi; ese partido es dirigido ahora por su hija, Marine Le Pen, y ha recuperado el nombre de Rassemblement National. Casi como posdata, digamos que Tixier-Vignancour acab¨® pidiendo el voto para el socialista Mitterrand: al fin y al cabo, ambos hab¨ªan militado en la ultraderecha tradicionalista en los a?os treinta.
La peripecia de Tixier-Vignancour sirve para recordar que 230 a?os despu¨¦s de la Revoluci¨®n no existe en Francia unanimidad sobre ella: para una parte de la sociedad fue un c¨²mulo de errores y horrores cuyas consecuencias a¨²n se pagan. Y solo en 1995 un presidente franc¨¦s, Jacques Chirac, os¨® reconocer que Francia cooper¨® con los nazis en la deportaci¨®n de jud¨ªos. Tampoco se ha digerido a¨²n en Estados Unidos la guerra civil (1861-1865) que gan¨® el norte unitarista e industrialista: sobrevive la tradici¨®n caballeresca del sur y sobrevive, sobre todo, la cuesti¨®n racial. Los brit¨¢nicos discuten sobre su lugar en el mundo, un n¨²mero elevado de italianos a?ora a Mussolini, en Argentina a¨²n se discut¨ªa entre unitarios y federalistas cuando el pa¨ªs se dividi¨®, hasta hoy, en peronchos y gorilas, y dejemos ya la enumeraci¨®n porque no acabar¨ªamos nunca.
No deber¨ªa causar extra?eza el hecho de que en Espa?a haya franquistas. Los hubo siempre y seguir¨¢ habi¨¦ndolos
No deber¨ªa causar extra?eza el hecho de que en Espa?a haya franquistas. Los hubo siempre y seguir¨¢ habi¨¦ndolos. Muchos. Igual que numerosos espa?oles idealizan la segunda experiencia republicana, o hacen alardes de manique¨ªsmo para convertir la ¨²ltima guerra civil en una lucha entre buen¨ªsimos y mal¨ªsimos. La historia no es una ciencia exacta; si a eso se le a?ade la distorsi¨®n que le aplican las naciones (el Estado-naci¨®n puede describirse como el fruto de la ficci¨®n hist¨®rica) y el sesgo ideol¨®gico que le aplica cada ciudadano, obtenemos una multitud de universos paralelos aparentemente incompatibles.
Pero la convivencia obliga a compatibilizar. Y a mantener eternamente la pelea cultural sobre el campo de batalla de la historia. Las sociedades libres deben aceptar todas las opiniones, incluyendo las contrarias a la libertad, y por eso se convierten en un l¨ªo desagradable, un cambalache en el que la verdad y la mentira se venden al mismo precio. Cabe recordar que la alternativa al cambalache es la tiran¨ªa, que impone una sola verdad. Siempre falsa.
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