Silenciar a voces
Hay temas sobre los que pronunciarse equivale a pisar un terreno minado. Pero la realidad maniatada que proyecta un exceso de correcci¨®n pol¨ªtica puede ser pasto de lo contrario: de un festival de bulos y palabras gruesas. De un populismo sin freno
Ofendidos. El mundo se ha convertido en una interminable legi¨®n de seres agraviados y airados por el simple uso de la palabra. Por ofensas religiosas ¡ªblasfemias, un delito que persiste incluso en legislaciones europeas¡ª o por ofensas laicas contra la imperante correcci¨®n pol¨ªtica y la acr¨ªtica parcela de ortodoxia debida en cada clan. Dos ejemplos recientes, a un lado y otro del espectro ideol¨®gico, demuestran que los extremos a veces se tocan: la condena a muerte por blasfemia de un profesor universitario en Pakist¨¢n y, en Occidente, el boicot a conferencias o seminarios en lugares tan obligatoriamente abiertos como la universidad s¨®lo porque el ponente expresa una opini¨®n discrepante del argumentario propio, convertido en panoplia en el sentido etimol¨®gico del t¨¦rmino.
Cierto que ambos hechos no son parangonables, que una cosa es la pena capital y otra el berreo de activistas que pretenden impedir otros puntos de vista convirti¨¦ndolos en agravantes del debate. Pero la realidad inefable que vivimos est¨¢ haciendo del mundo y sus representaciones un lugar tab¨², es decir, que no es l¨ªcito censurar o mencionar por temor a suspicacias o reacciones a¨²n peores. ?Tiempos inquisitoriales? Tal vez no tanto. Pero s¨ª pardos, grises, del color del fango.
Desde 1990 no menos de 75 personas han muerto en Pakist¨¢n (¡°el pa¨ªs de los puros¡±, eso significa su nombre) por acusaciones de blasfemia: reos, absueltos, abogados o jueces relacionados con los procesos. No es el ¨²nico pa¨ªs donde se castiga: hasta hace poco, tambi¨¦n Grecia o Irlanda inclu¨ªan el pecado en su c¨®digo penal (y Polonia y Espa?a, como delito de ofensas a los sentimientos religiosos). La persecuci¨®n del verbo reviste extremos kafkianos en Hungr¨ªa, cuyo Parlamento acaba de aprobar la denominada Ley de la Cultura para, entre otros fines, cercenar la independencia ¡ªy aumentar el control gubernamental¡ª de ese templo de la palabra que son los teatros.
Como en la estupenda novela de Jonathan Coe, El coraz¨®n de Inglaterra, a uno de cuyos personajes, una profesora universitaria, le cae un expediente por un comentario inocente a una estudiante transg¨¦nero, as¨ª tambi¨¦n, suponemos, deben de verse algunos docentes, fermento esencial de opini¨®n, entre el riesgo a ser empapelados o cuando menos silenciados ¡ªa voces¡ª y el pecado nefando de la autocensura.
Para evitar ultrajes o injurias, como es debido, es deseable un ejercicio de contenci¨®n y respeto, pero de ah¨ª a la censura autoimpuesta puede haber solo un paso. ?tem m¨¢s, sobre esta realidad a veces maniatada y transida de cautelas los bulos, las medias verdades y las palabras gruesas que se profieren sin argumentar, las soluciones f¨¢ciles y ruidosas como fuegos artificiales, caen como una piedra en un pozo. As¨ª calan en las urnas, como un Trump o un Bolsonaro, o tantos otros.
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