Gald¨®s
La novela espa?ola vive el retorno de un realismo did¨¢ctico, moralista y edificante, que yo no creo que lleve muy lejos
Buscaba yo la forma de razonar en esta columna por qu¨¦ me gusta menos Benito P¨¦rez Gald¨®s que a muchos de mis colegas espa?oles ¡ªa pesar de haberme pasado media vida tratando de explicar en la universidad su enorme importancia hist¨®rica y sus m¨¦ritos literarios¡ª cuando vino en mi ayuda un art¨ªculo providencial de Almudena Grandes.
Se titula Gald¨®s para entender la Espa?a de hoy (EL PA?S, 5-1-2020) y dice en lo esencial dos cosas. La primera es que Gald¨®s ¡°nunca fue neutral¡±. Es verdad, y ah¨ª es donde empiezan mis problemas. El 9 de diciembre de 1852, Gustave Flaubert escribe en una carta c¨¦lebre: ¡°El autor debe estar en su obra como Dios en el universo: presente en todas partes, pero sin que se le vea en ninguna¡±. M¨¢s de medio siglo despu¨¦s, James Joyce, uno de los dos mejores disc¨ªpulos de Flaubert ¡ªel otro fue Franz Kafka¡ª, recordaba quiz¨¢ esas palabras cuando escribi¨®: ¡°El artista, como el Dios de la creaci¨®n, permanece dentro o detr¨¢s o m¨¢s all¨¢ o por encima de su obra, invisible, refinado de la existencia, indiferente, lim¨¢ndose las u?as¡±. Esta objetividad, esta imparcialidad ¡ª esta neutralidad¡ª constituye uno de los pilares de la novela moderna: para sus m¨¢s destacados representantes, ella es la garant¨ªa de la creaci¨®n de un mundo verbal aut¨®nomo, surgido de la realidad pero emancipado de ella, cuyos moradores fingen existencias tan ricas, intensas y complejas como las nuestras (o m¨¢s). Gald¨®s, en efecto, se halla en las ant¨ªpodas de eso. En sus novelas toma casi siempre partido y, preocupado por difundir las causas en las que cree (todas ellas muy encomiables, por cierto), le dice al lector lo que debe pensar, en vez de dejar que sea el lector por s¨ª mismo quien piense; este paternalismo es literariamente letal (y en sus peores momentos degenera en el mayor defecto de la literatura espa?ola desde Quevedo: el se?oritismo). No creo en la banalidad posmoderna seg¨²n la cual la literatura no es ¨²til; por supuesto que lo es, pero s¨®lo si no pretende serlo: en cuanto lo pretende, se convierte en propaganda o pedagog¨ªa, y deja de ser literatura (al menos, gran literatura). Llegamos as¨ª al segundo punto de Grandes. ?sta afirma que ¡°los lectores de Gald¨®s tenemos una perspectiva m¨¢s amplia de lo que estamos viviendo que los espa?oles que nunca lo han le¨ªdo¡±, y a continuaci¨®n enumera algunas lecciones que, leyendo a Gald¨®s, es posible aprender sobre la historia de Espa?a. Grandes tiene tambi¨¦n raz¨®n en esto, s¨®lo que todas y cada una de las lecciones que menciona pueden asimismo aprenderse leyendo libros de historia (a veces, incluso, un buen manual). ?se es el segundo problema: que, precisamente a causa de su af¨¢n pedag¨®gico, las novelas de Gald¨®s tienden a menudo a ser redundantes; lo que ellas ense?an ya lo ense?an los libros de historia, mientras que lo que ense?an las grandes novelas (el Quijote, Madame Bovary, El proceso) no puede aprenderse m¨¢s que ley¨¦ndolas: no es una verdad hist¨®rica, concreta, factual, sino una verdad moral, universal, esa verdad elusiva, huidiza, parad¨®jica, contradictoria y esencialmente ir¨®nica que s¨®lo las novelas contienen, y que s¨®lo cabe llamar verdad literaria.
Esta doble inclinaci¨®n que lastra tantas novelas de Gald¨®s ¡ªla tendencia a la pedagog¨ªa y a la redundancia¡ª explica en cierta medida la incomodidad que produce su lectura. No a todo el mundo, ya digo: de un tiempo a esta parte la novela espa?ola vive el retorno de un realismo did¨¢ctico, moralista y edificante, que yo no creo que lleve muy lejos, pero que quiz¨¢ es una de las razones del fervor renovado por Gald¨®s. El cual, casi sobra decirlo, puede ser muy bueno: Fortunata y Jacinta es tal vez, junto con La Regenta, la mejor novela espa?ola del siglo XIX. El problema es que el siglo XIX espa?ol no es el ingl¨¦s ni el franc¨¦s, ni tampoco el ruso. O dicho de otro modo: no le hacemos ning¨²n favor a la literatura ¡ªni siquiera a Gald¨®s¡ª cuando, llevados por el celo patriotero o por el leg¨ªtimo entusiasmo, lo elevamos a la altura de Dickens o Flaubert, de Tolst¨®i o Conrad o Dostoievski; es decir, a la de los mejores de sus contempor¨¢neos. Sencillamente porque ¨¦se no es su lugar.
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