La pel¨ªcula de nuestras vidas
El coronavirus es una superproducci¨®n colosal que presenciamos desde nuestras pantallas, y de la que somos a la vez los actores, desplegados en un escenario global
Hay un cine de vaqueros del lejano oeste, as¨ª como hay un cine negro y criminal, y otro de musicales en escenarios de fantas¨ªa. Y hay tambi¨¦n el gusto de Hollywood por las cat¨¢strofes, que ha dado un cine de las explosiones termonucleares que borran la vida en la tierra, los tsunamis gigantescos que ahogan a centenares de miles, los terremotos que hunden ciudades enteras, y c¨®mo no, el avance letal de los virus que, siendo invisibles, demuestran su naturaleza traicionera atacando a mansalva.
A veces los virus los traen los extraterrestres; a veces son el fruto de descuidos fatales en los laboratorios; o vienen a ser fabricados por mano de cient¨ªficos criminales que pretenden dominar el mundo.
Son pel¨ªculas para que nos divirtamos con nuestro propio miedo. Un antecedente cl¨¢sico es P¨¢nico en las calles, de Elia Kazan, estrenada en 1950, donde la polic¨ªa debe hallar a unos matones que han asesinado a un extranjero enfermo de peste negra, porque son portadores del mal. Nadie debe enterarse la operaci¨®n secreta para evitar el p¨¢nico.
Es precisamente el p¨¢nico lo que atrae a los espectadores del cine de cat¨¢strofe. Y tiene cualidades prof¨¦ticas. En Contagio, la pel¨ªcula de 2011 de Steven Soderbergh, la pandemia se origina en China (aunque no en Wuhan, sino en Hong Kong), provocada por un virus que, sigamos con las coincidencias, es transmitido a los humanos por los murci¨¦lagos, y los cerdos, y luego se extiende por el mundo con efectos devastadores: la cifra de muertos llega a ser de 26 millones.
Ahora estamos dentro de la pel¨ªcula. La pel¨ªcula de nuestras vidas.
El coronavirus es una superproducci¨®n colosal que presenciamos desde nuestras pantallas, y de la que somos a la vez los actores, desplegados en un escenario global. Filmamos, y nos est¨¢n filmando. P¨¢nico financiero, aeropuertos sin un alma, ciudades vac¨ªas y silenciosas, catedrales e iglesias bajo cerrojo, estadios, museos y teatros clausurados, supermercados arrasados, carreteras sin tr¨¢fico, pa¨ªses que decretan el aislamiento y cierran sus fronteras porque se trata, otra vez, de la peste recurrente que cabalga a trav¨¦s de los siglos con la guada?a enhiesta.
Vivimos dentro de la pel¨ªcula, y tambi¨¦n dentro de la distopia. El futuro que no se parece al presente, y que en la ficci¨®n nos parece tan extra?o, est¨¢ ocurriendo ahora mismo. Cambian las formas de saludo, o no saludamos del todo. Tenemos miedo del pr¨®jimo, portador de la enfermedad y de la muerte.
Por fin la soledad perfecta. El encierro, mientras el bar de la esquina queda entre las sombras, y la marquesina del cine ha sido apagada. Se canta y se aplaude desde los balcones de los edificios multifamiliares, fiestas distantes entre vecinos demasiado lejanos. Se?ales de humo. Estamos vivos.
Y el miedo se va transformando en paranoia, a veces bufa, como la de acaparar papel higi¨¦nico. Lavarse las manos continuamente, o esconderlas para evitar el saludo, sospechar de quien tenemos al lado, tambi¨¦n se volver¨¢ una paranoia.
En los graves discursos de Estado en que se anuncian las medidas frente a la pandemia, se esconde no pocas veces la demagogia. Otras, la demagogia sale en cueros a la calle, como en Nicaragua, donde el Gobierno convoca a sus partidarios y a los indefensos empleados p¨²blicos a una "Caminata Amor en tiempos de Covid-19", ?Somos hermanos, cari?o, paz y vida! La consigna delirante es celebrar al virus.
Uno de los libros claves para aprender las reglas de elaboraci¨®n de la imaginaci¨®n con apariencia de verdad, es Diario del a?o de la peste, de Daniel Defoe, donde el autor reconstruye, con datos absolutamente falsos que parecen absolutamente cre¨ªbles, el avance y desarrollo de la Gran Plaga, causada por la peste bub¨®nica, que entre 1665 y 1666 mat¨® a la cuarta parte de los habitantes de Londres.
El narrador en primera persona comienza diciendo que ¡°en aquellos d¨ªas carec¨ªamos de peri¨®dicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginaci¨®n humana¡±. Las informaciones sobre la peste, que avanzaba de pa¨ªs en pa¨ªs, solo llegaban a Inglaterra por medio de las noticias fragmentadas de los marineros, y pasaban de boca en boca.
Hoy, el formidable aparato de informaci¨®n del que todos somos part¨ªcipes a trav¨¦s de la red, hace que la paranoia se desborde porque sabemos demasiado, o creemos saber demasiado. Cient¨ªficos y expertos anuncian que cualquier esfuerzo de contenci¨®n es in¨²til, nada detendr¨¢ al virus. Los hospitales, a¨²n en los pa¨ªses ricos, ser¨¢n desbordados, no habr¨¢ camas suficientes, ni ventiladores mec¨¢nicos, ni fuentes de ox¨ªgeno. Igual que los santones y los frailes que en la antig¨¹edad gritaban por las calles que hab¨ªa llegado la hora de arrepentirse.
Estamos dentro de la pel¨ªcula, y esta es una pel¨ªcula de cat¨¢strofe, no lo olvidemos. Y tampoco olvidemos que el miedo a la muerte, por mucho que vivamos en este siglo de las luces tecnol¨®gicas, sigue siendo ese oscuro y peque?o animal de presa que llevamos escondido, dispuesto a saltar a la menor incitaci¨®n. El mismo que en la Edad Media hac¨ªa que las iglesias se llenaran de creyentes desesperados, y que ahora hace que la gente vac¨ªe los supermercados y se lleve el papel higi¨¦nico a carretadas.
Sergio Ram¨ªrezes escritor y premio Cervantes 2017.
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