La esposa holandesa
Las series de verano de El Pa¨ªs Semanal se despiden este a?o con la ¨²ltima entrega de los relatos que han dado forma a siete cap¨ªtulos sobre otros tantos pecados capitales. La cineasta Isabel Coixet pone la guinda con una evocaci¨®n a la sensualidad a trav¨¦s de la incre¨ªble historia del se?or Hondo.
1
El se?or Hondo hab¨ªa instalado su negocio en un edificio que hab¨ªa quedado vacante despu¨¦s de que la agencia de viajes que lo ocupaba se hubiera trasladado a otro lugar m¨¢s c¨¦ntrico. No hizo la menor reforma ni se molest¨® en quitar los carteles de lugares ex¨®ticos que cubr¨ªan las paredes. Ni siquiera tir¨® a la basura los desplegables de cart¨®n que representaban a mujeres hawaianas a tama?o natural ofreciendo collares de flores de colores desva¨ªdos a los posibles viajeros. El se?or Hondo traslad¨® todas sus herramientas desde su antiguo taller, del que tuvo que mudarse por unas humedades persistentes que hab¨ªan agravado el dolor de sus articulaciones, al edificio Fukuda en un cami¨®n alquilado para la ocasi¨®n con el que se perdi¨® varias veces en la zona, desconocida para ¨¦l, hasta encontrar la direcci¨®n correcta. Cuando todo lo que le hac¨ªa falta para continuar su trabajo estuvo colocado en su sitio, record¨® que no hab¨ªa comido desde el desayuno y sali¨® en busca del primer lugar abierto donde tomar algo sencillo. Pens¨® en onigiris, en anguila, en pizza: sus comidas favoritas. Hab¨ªa llovido y el cielo era de color violeta. Se sorprendi¨® a s¨ª mismo musitando por lo bajo esas palabras: ¡°Ha llovido y el cielo es violeta¡±. No era la primera vez que le ocurr¨ªa ¨²ltimamente. Pens¨® que quiz¨¢s hab¨ªa pasado demasiado tiempo desde que mantuviera una conversaci¨®n con alguien. El se?or Tanabe, el hombre que le llevaba las cuentas, con el que hab¨ªa trabajado en los ¨²ltimos 20 a?os, y pr¨¢cticamente su ¨²nico conocido, acababa de jubilarse y se hab¨ªa ido a vivir con su hija mayor a la prefectura de Yamagata. El d¨ªa antes de su jubilaci¨®n, mientras tomaban un caf¨¦ en el patio de su antiguo local, le hab¨ªa entregado una tarjeta con el nombre de su posible sustituto. ¡°Vas a necesitar a alguien, no solo para que te lleve las cuentas¡±. ¡°?No solo? ?Qu¨¦ quieres decir?¡±. ¡°Alguien que te recuerde que tienes una voz, una voz real, no solo en tu cabeza¡±.
Mientras apartaba la cortina que daba paso a un modesto izakaya que ol¨ªa a cerveza y a anguila asada, el ¨²nico lugar cercano a su nuevo local de trabajo, record¨® las palabras del se?or Tanabe y se pregunt¨® d¨®nde diablos habr¨ªa metido la tarjeta.
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La mujer que esperaba a la puerta de su taller vest¨ªa con prendas que no dejaban ver la forma exacta de su cuerpo
El se?or Hondo hab¨ªa empezado estudiando Arquitectura en la Universidad de Kioto, pero pronto hab¨ªa cambiado a la Facultad de Bellas Artes. Sab¨ªa que no era un artista, pero tambi¨¦n era consciente de sus habilidades como dibujante e iluminador. Sus compa?eros admiraban su capacidad de, en un par de trazos, reflejar la personalidad de aquellos a los que retrataba, pero por alguna raz¨®n que se le escapaba, ninguno de ellos se convirti¨® en su amigo y raramente le invitaban a las salidas de grupo. Hondo era considerado como un solitario, y ¨¦l mismo empez¨® a considerarse as¨ª, aunque a veces se preguntaba si lo era realmente. Con el tiempo, dej¨® de pregunt¨¢rselo y asumi¨® su soledad, como quien asume una leve cojera o una tendencia natural al ceceo. No tuvo relaciones sentimentales ni f¨ªsicas con nadie en su juventud y, a medida que avanzaba en la vida, fue olvidando que alguna vez dese¨® tenerlas. Asumi¨® sin amargura que ¨¦l no estaba hecho para esas cosas, que le estaban vedadas igual que le estaban vedados los superpoderes de los h¨¦roes de los manga que coleccionaba. Solo muy de tarde en tarde, en algunos momentos en los que abandonaba su mesa de trabajo para salir a la calle y estirar las piernas, la visi¨®n de una pareja que se fund¨ªa en un abrazo o un anuncio en una farmacia representando a dos ancianos que se daban la mano le causaba una extra?a emoci¨®n no exenta de enfado. Pero enseguida volv¨ªa a su calma habitual, como si esos momentos no hubieran existido. Pero al volver al taller y empezar otra vez sus tareas, se daba cuenta de que le costaba m¨¢s conseguir la perfecci¨®n que normalmente alcanzaba y esos d¨ªas dejaba de trabajar en sus encargos antes y se retiraba a dormir temprano, sin m¨¢s cena que unas bolas de arroz con s¨¦samo, compradas en la konbini m¨¢s cerca de su casa.
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?Qu¨¦ le hab¨ªa empujado a convertirse en el m¨¢s reputado artesano de su especialidad? Como tantas cosas en la vida, el se?or Hondo cre¨ªa, quiz¨¢s no de una manera expl¨ªcita pero s¨ª firmemente que el destino y la casualidad formaban una alianza que hab¨ªa marcado su camino. Al salir de la Universidad, tras unas semanas de desconcierto, hab¨ªa contestado un anuncio en el que se solicitaban los servicios de un dibujante de retratos ¡°r¨¢pido y preciso¡± para una empresa pionera en ¡°esposas holandesas¡±, t¨¦rmino desconocido para ¨¦l. Sin pens¨¢rselo demasiado, por curiosidad, hab¨ªa contestado el anuncio y, r¨¢pidamente, concertado una entrevista. El hombre que le hab¨ªa recibido en un austero despacho en pleno centro de Akihabara le hab¨ªa explicado brevemente, algo asombrado de que no conociera lo que el t¨¦rmino ¡°esposa holandesa¡± significaba, que su empresa fabricaba por encargo maniqu¨ªs de tama?o natural para hombres que hab¨ªan perdido a sus esposas o que deseaban una compa?era de silicona con los rasgos de una mujer, famosa en algunos casos, en otros simplemente de alguien con quien nunca hab¨ªan podido intimar. La empresa necesitaba alguien capaz de dar el toque art¨ªstico de realidad a las caras y a los cuerpos de las mu?ecas ¡°o mujeres de sustituci¨®n¡±, como las llamaba el empresario. El joven Hondo accedi¨® inmediatamente a hacer una prueba, no sin antes preguntar a qu¨¦ se deb¨ªa el nombre de ¡°esposa holandesa¡±, a lo que brevemente contest¨® su interlocutor: en el siglo XVII, las esposas de los marineros holandeses fabricaban reproducciones en forma de almohada de ellas mismas para que sus maridos, que pasaban largos meses en el mar, encontraran consuelo. La pr¨¢ctica lleg¨® hasta el mar de Jap¨®n y de ah¨ª que a cualquier mu?eca con fines sexuales se la llamara as¨ª, aunque a?adi¨® el directivo: ¡°Solo nosotros hacemos esposas holandesas con el acabado de una mujer real; no lo olvide, Hondo, somos, por as¨ª decirlo, el Rolls Royce de las mujeres de sustituci¨®n¡±. El se?or Hondo pas¨® con brillantez las diferentes pruebas a las que fue sometido y pocos a?os despu¨¦s, cuando el coste de las esposas holandesas en Jap¨®n se hizo prohibitivo y toda la producci¨®n se traslad¨® a China, empez¨® su propio negocio, que solo trabajaba con clientes escogidos y que gozaba de una inmensa reputaci¨®n en toda Asia por el ins¨®lito realismo de sus creaciones. Aunque llevaba m¨¢s a?os de los que pod¨ªa recordar construy¨¦ndolas, jam¨¢s se le hab¨ªa pasado por la cabeza utilizarlas. De una manera casi supersticiosa, le parec¨ªa que el uso de ellas le estaba, como tantas cosas, vedado.
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El nuevo taller era m¨¢s amplio y di¨¢fano que el anterior y ten¨ªa amplios ventanales orientados al este que, por la tarde, llenaban de luz el espacio. Con aquella luz, mientras trabajaba en las caras y los senos de las mu?ecas, a veces ten¨ªa la impresi¨®n de que estas frunc¨ªan los labios y entrecerraban los ojos para evitar el sol directo. En aquellos d¨ªas hab¨ªa recibido el encargo de elaborar un ejemplar que fuera lo m¨¢s parecido posible a la actriz Elisabeth Moss, y estaba enfrascado en conseguir la fascinante asimetr¨ªa que caracterizaba a la actriz. Llevaba varios d¨ªas sin consultar su p¨¢gina web y el tel¨¦fono no dejaba de sonar, lo que le record¨® que necesitaba con urgencia a alguien que se ocupara de todo lo que se ocupaba su antiguo colega, que ya disfrutaba de la jubilaci¨®n junto a su hija y sus nietos en Yamagata. Se dijo que, costara lo que costara, ten¨ªa que encontrar la tarjeta que le hab¨ªa entregado este antes de partir. Aquella noche, antes de cerrar el taller, removi¨® cajas, mir¨® en todos los rincones y revis¨® los cajones sin ¨¦xito. La encontr¨® en el bolsillo de una bata de trabajo sucia y llam¨® al n¨²mero que estaba impreso y que correspond¨ªa a un tal Akita Fukui. Para su alivio, sali¨® el contestador y dej¨® un recado, mencionando el nombre de su contable y citando al hombre por la ma?ana del d¨ªa siguiente para hablar del posible trabajo. Aquella noche se premi¨® con una pizza okonomiyaki rociada de mayonesa con ponzu, al estilo Hiroshima, en su restaurante favorito. Ni por un momento se le pas¨® por la cabeza la posibilidad de que el hombre al que hab¨ªa llamado no se presentara o fuera a rechazar el empleo.
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La mujer que esperaba a la puerta de su taller deb¨ªa tener probablemente su misma edad, vest¨ªa con prendas que no dejaban ver la forma exacta de su cuerpo, ten¨ªa una expresi¨®n de suave melancol¨ªa y llevaba unas gafas para la presbicia colgadas al cuello con una cadena. Se inclin¨® ligeramente y cruz¨® ante ella, creyendo que no era a ¨¦l a quien esperaba, cuando oy¨® una voz a su espalda: ¡°?Hondo san?¡±, y se gir¨® hacia la mujer. ¡°S¨ª, soy yo¡±. Lo dijo en una voz muy baja y tuvo que repetirlo, le pasaba a veces cuando llevaba tiempo sin hablar con nadie y apenas le sal¨ªa la voz. ¡°Soy la viuda de Akita Fukui, usted dej¨® ayer un mensaje en su contestador, hace tres meses que ha fallecido¡ y a¨²n no he tenido la presencia de ¨¢nimo para cortar la l¨ªnea telef¨®nica¡±. El se?or Hondo miraba a la mujer sin saber muy bien qu¨¦ decir. ¡°Yo tambi¨¦n soy contable, ayudaba a mi marido con algunos de sus clientes¡ y necesito trabajar¡±. El se?or Hondo segu¨ªa en silencio, pensando en que quiz¨¢s le iba a resultar inc¨®moda a la mujer la naturaleza de su trabajo y sobre todo que carec¨ªa de las palabras adecuadas para explic¨¢rselo. ¡°El se?or Tanabe, su antiguo contable, era amigo nuestro, siempre nos habl¨® maravillas de usted y de su dedicaci¨®n al trabajo, ser¨¢ un honor trabajar aqu¨ª¡±. Con enorme alivio, el se?or Hondo hizo pasar a la mujer al interior. Examin¨® con detenimiento el espacio, mirando con admiraci¨®n los ventanales, y se acerc¨® a la cabeza de la mu?eca destinada a parecerse a Elisabeth Moss. ¡°Es incre¨ªble el parecido¡ La actriz de El cuento de la criada y de Top of the Lake. Tiene buen gusto el que le ha hecho el encargo. D¨ªgame d¨®nde tiene el ordenador y la lista de clientes y cuentas pendientes. Cuando no entienda algo, siempre puedo llamar al se?or Tanabe para consultarle. Puedo venir todas las tardes de tres a nueve. ?Cu¨¢ndo quiere que empiece?¡±. El se?or Hondo casi esboz¨® ¨¦l mismo una sonrisa cuando le dijo a la mujer: ¡°Ahora mismo, si quiere, se?ora¡ ?Me ha dicho su nombre?¡±. ¡°Hiromi, Hiromi Fukui¡±. Y as¨ª la se?ora Fukui empez¨® a trabajar en el taller del se?or Hondo, ocup¨¢ndose con la misma diligencia del se?or Tanabe de las cuentas del negocio, hablando con los clientes y proveedores y dej¨¢ndole a ¨¦l libre para crear cada vez con mayor precisi¨®n los rostros y los cuerpos de las mujeres que hac¨ªan so?ar a sus clientes. Al igual que con su antiguo contable, empez¨® a tomar cada tarde, a eso de las cinco, un caf¨¦ con la se?ora Fukui, momento que esta aprovechaba para comentarle los nuevos encargos y los plazos en los que se compromet¨ªan a entregarlos. La expresi¨®n de melancol¨ªa de la se?ora Fukui nunca abandonaba su rostro. El se?or Hondo se preguntaba si tendr¨ªa que ver con su reciente viudedad, pero nunca se atrevi¨® a pregunt¨¢rselo. Pasaron los meses y la armon¨ªa entre ambos no hac¨ªa m¨¢s que crecer. De cuando en cuando, ¨¦l le consultaba detalles de alg¨²n rostro que le planteaba dificultades y ella le daba indicaciones precisas que siempre eran de gran ayuda. Pensaba a veces en llamar al se?or Tanabe para darle las gracias por la recomendaci¨®n. Pero como tantas otras cosas que postergaba, nunca lo hizo.
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Una tarde, la se?ora Fukui no se present¨® a trabajar. El se?or Hondo se dio cuenta, sobre las cinco de la tarde, de que no ten¨ªa el tel¨¦fono de la mujer y se pregunt¨® si le habr¨ªa ocurrido alg¨²n accidente. Record¨® que ten¨ªa todav¨ªa el n¨²mero de tel¨¦fono de su difunto marido, as¨ª que dej¨® un mensaje all¨ª al comprobar que la l¨ªnea segu¨ªa funcionando.
Al d¨ªa siguiente, la mujer lleg¨® por la ma?ana, con su habitual aire de melancol¨ªa a¨²n m¨¢s acentuada, pidiendo toda clase de disculpas: hac¨ªa un a?o justo que su marido hab¨ªa muerto y se hab¨ªa celebrado una ceremonia conmemorativa. Iba a recuperar las tareas del d¨ªa anterior trabajando toda la jornada. Y se puso inmediatamente a ello.
Las im¨¢genes grabadas aquella ma?ana de domingo le proporcionaron el dibujo exacto del brillo de la lujuria
Cuando tomaron el caf¨¦ a las cinco de la tarde, el se?or Hondo se atrevi¨® a preguntarle, como si las palabras brotaran de ¨¦l sin que pudiera controlarlas, si echaba de menos a su marido tanto como en el momento de su muerte. La se?ora Fukui sonri¨® con amargura y estuvo callada unos instantes antes de contestar. ¡°Mi marido era un ser profundamente¡ ordinario, no especialmente listo, ni guapo ni atento. Nuestras conversaciones se reduc¨ªan al ¨¢mbito dom¨¦stico. ¡®Compra leche semidesnatada, no desnatada¡¯. ¡®No te olvides de pagar el recibo del Ayuntamiento¡¯. ¡®Llama a tu madre¡¯. No le gustaba la m¨²sica que a m¨ª me gustaba, ni los libros que a m¨ª me gustaban, ni el arte ni casi nada. No ten¨ªa ning¨²n inter¨¦s fuera del trabajo y la pol¨ªtica, y ni siquiera en eso compart¨ªamos el mismo punto de vista. Pero hab¨ªa algo en lo que mi marido sobresal¨ªa. Era un amante extraordinario e insaciable. Siempre estaba dispuesto a complacerme. Siempre. Como si todas sus carencias fueran compensadas por una habilidad sexual ¨²nica. Despu¨¦s de su muerte, he tenido otros amantes, hombres y mujeres, y me he dado cuenta de que nunca gozar¨¦ como con ¨¦l. Es una idea que me resulta insoportable. De d¨ªa no me acuerdo apenas de su existencia, pero de noche, sola en mi cama, recuerdo c¨®mo me tocaba, el tacto de su pene, recuerdo todo lo que hac¨ªamos, sin hablar apenas, y no puedo conciliar el sue?o hasta que llega el d¨ªa. Por eso he pensado en, si le parece bien, hacerle un encargo¡±. El se?or Hondo, impresionado por la vehemencia de la mujer, asinti¨® sin pensarlo: ¡°Lo que quiera, se?ora Fukui, lo que usted desee¡±.
7
El esposo de la se?ora Fukui no era mucho m¨¢s alto que ella y, como ella hab¨ªa descrito, ten¨ªa un rostro realmente anodino. En cuatro semanas, el se?or Hondo tuvo listo un mu?eco que reproduc¨ªa en cada detalle el cuerpo y la expresi¨®n, algo vacua, de Akita Fukui. Durante aquellas semanas, la mujer se hab¨ªa acercado en algunos momentos hasta el lugar de trabajo del se?or Hondo para pedirle cambios sutiles, pero, en general, las fotograf¨ªas y v¨ªdeos que esta le hab¨ªa proporcionado, incluyendo im¨¢genes de sus genitales, hab¨ªan sido suficientes para crearlo. El d¨ªa que estuvo listo, un domingo en el que la se?ora Fukui no trabajaba, el se?or Hondo llam¨® de nuevo al tel¨¦fono del difunto marido, dej¨¢ndole un mensaje. La mujer se present¨® inmediatamente en el estudio y en silencio contempl¨® la reproducci¨®n exacta en silicona de ¨²ltima generaci¨®n de su marido yaciendo en el suelo. ¡°No s¨¦ c¨®mo pagarle lo que ha hecho¡±, musit¨®. ¡°Es mi marido, es ¨¦l¡±. El se?or Hondo carraspe¨®: ¡°Hay algo que me gustar¨ªa pedirle¡±. ¡°Lo que desee, estoy en deuda con usted, siempre lo estar¨¦¡±. Como si el hombre en el suelo pudiera o¨ªrlos, el se?or Hondo susurr¨® al o¨ªdo de la se?ora Fukui su petici¨®n. La mujer mir¨® al hombre del suelo y luego volvi¨® la mirada al se?or Hondo. ¡°Por supuesto¡±.
Mientras la se?ora Fukui se desvest¨ªa, el se?or Hondo prepar¨® la c¨¢mara que utilizaba en contadas ocasiones y la mont¨® en un tr¨ªpode. Apret¨® el play y abandon¨® la habitaci¨®n.
8
Pas¨® el tiempo y el se?or Hondo y la se?ora Fukui siguieron trabajando juntos en una a¨²n m¨¢s completa armon¨ªa. Con secreto orgullo, el se?or Hondo hab¨ªa comprobado que el perenne rictus de melancol¨ªa de la mujer hab¨ªa desaparecido y ¨¦l, por su parte, se levantaba por las ma?anas con una energ¨ªa que no hab¨ªa conocido en sus a?os j¨®venes. Las im¨¢genes grabadas aquella ma?ana de domingo le hab¨ªan proporcionado el dibujo exacto de aquello que hab¨ªa echado de menos sin saberlo toda su vida: el brillo de la lujuria, el abrumador poder del deseo en su estado m¨¢s puro. La mirada salvaje, oscura y animal de la se?ora Fukui, todo rasgo de melancol¨ªa barrido de su rostro, mientras montaba a su marido hecho mu?eco le hab¨ªa bastado para comprender qu¨¦ deb¨ªa hacer.
A espaldas de ella, cre¨® una mu?eca a su imagen y semejanza, cicatrices, caderas anchas, defectos y gafas de presbicia colgadas de una cadena incluidas. Y bastaba recordar un solo gesto de la grabaci¨®n, hasta el m¨¢s insignificante, para que esa misma ola de lujuria que hab¨ªa sentido ella le traspasara. El se?or Hondo descubri¨® el placer a la misma edad que muchos hombres lo abandonan y, a veces, se preguntaba si no era esta una manera menos absurda de hacerlo.
Nunca supo si la se?ora Fukui sab¨ªa de la existencia de su doble, pero cuando ambos se jubilaron, debido a sus avanzadas edades, mientras compart¨ªan una anguila asada en el local al que sol¨ªan acudir, ella le regal¨® la cadena con sus gafas de presbicia. La hab¨ªan operado de cataratas hac¨ªa poco, dijo, y ya no las necesitaba.
Isabel Coixet es cineasta.
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