?Es posible proteger sin encerrar? Una mirada a los animales arquitectos
Hace unos meses los afortunados que tenemos casa tuvimos que encerrarnos en ella. Hoy, la amenaza de que sin civismo y colaboraci¨®n eso volver¨¢ a suceder se renueva a diario
Cuando Michael Hansell, el principal especialista en los h¨¢bitos constructores de los animales, dio una conferencia que llevaba ese t¨ªtulo, describi¨® c¨®mo las aves reducen al m¨ªnimo el trabajo y los materiales que emplean para fabricar sus moradas. Tambi¨¦n Gaston Bachelard habl¨® en La po¨¦tica del espacio de la incapacidad del hombre para levantar una casa tan adecuada para ¨¦l y sus cr¨ªas como las que logran los insectos. Hoy el finland¨¦s Juhani Pallasmaa recuerda ¨Cen Animales arquitectos (reci¨¦n traducido al castellano por Pilar V¨¢zquez para la editorial Gustavo Gili)¨C que el desarrollo del cerebro est¨¢ directamente relacionado con el desarrollo de la mano. O de la pata.
El nido es un lugar capaz de adaptarse al medio donde uno sobrevive porque queda protegido. ?Qu¨¦ casa es as¨ª, adaptada y protectora? ?Se puede proteger sin encerrar? Pallasmaa apunta que cuanto m¨¢s peque?os son los animales, m¨¢s ingeniosas son sus madrigueras ¨Chay metr¨®polis de termitas¨C y, al rev¨¦s: las construcciones de los simios son cobijos hechos de cualquier manera. Seg¨²n esa regla, es f¨¢cil adivinar d¨®nde quedar¨ªan nuestras casas: mejores que las de los elefantes ¨Cque directamente no tienen¨C y mucho peores que las de las ara?as, que son flexibles, ligeras y casi invisibles. Los animales m¨¢s inteligentes ¨Cel perro, el caballo o el propio elefante¨C no construyen nunca casas. No tienen. ?D¨®nde nos deja eso a nosotros? En estos meses, hemos tenido tiempo de aprender, de maldecir e incluso tal vez de corregir, las mayores torpezas de nuestra vivienda. No estoy segura de si son esas torpezas, que los animales no cometen, o las expectativas lo que hace que uno se sienta encerrado en casa.
Hace unos meses los afortunados porque la tenemos tuvimos que encerrarnos en casa. Hoy, la amenaza de que sin civismo y colaboraci¨®n eso volver¨¢ a suceder se renueva a diario. Lo m¨¢s parecido al confinamiento que creo haber vivido se remonta a la siesta obligatoria de los veranos cuando conviv¨ªamos en la casa que mi abuela ten¨ªa en la playa. Para los ni?os era innegociable, pero los adolescentes conseguimos que, con la condici¨®n de no hacer ruido, nos dejaran escuchar m¨²sica ¨Cdentro de un coche- o jugar a las cartas con la abuela. Es decir: pod¨ªamos no hacer siesta a cambio de hacer compa?¨ªa. La vida era as¨ª de ordenada, mon¨®tona y entretenida hasta que desembarcaba nuestro padre.
Mi padre llegaba en agosto. Llegaba blanco y se iba blanco. El ¨²nico de la familia. Tambi¨¦n era el ¨²nico que no hac¨ªa siesta: le¨ªa a la sombra de las moreras hasta que sacaba su tablero de ajedrez. Era su manera de indicarnos que estaba disponible. Nos ense?¨® a jugar a todos. Primero a mis hermanos y primos. Luego empezaron a desfilar nuestros amigos. En pocos d¨ªas ten¨ªa montada una especie de escuela silenciosa. Compet¨ªamos a ver a qui¨¦n tardaba m¨¢s en ganar hasta que lleg¨® Moncho. Era dos a?os mayor que nosotros y siempre, d¨ªa y noche, iba en ba?ador, como si pudiera irse a la playa en cualquier momento. Fue llegar Moncho y mi padre cerr¨® la escuela. Se qued¨® con ese rival. Los dem¨¢s ya solo jug¨¢bamos unos contra otros y eso hizo que fu¨¦ramos perdiendo inter¨¦s. Con el tiempo, he pensado que mi padre, que muri¨® pocos a?os despu¨¦s, lo que buscaba no era tanto entretenernos como dar con un interlocutor con el que poder pensar a gusto. Lo mismo que la abuela Mercedes. Los mayores nos gustan cuando hacen algo que a ellos mismos les gusta.
Cuando nuestros hijos atravesaron esa ¨¦poca maravillosa en la que todo les interesa ¨Cjusto antes de decidir que cualquier cosa que propongas t¨² carece del m¨¢s m¨ªnimo inter¨¦s-, mi madre les regal¨® el ajedrez de su abuelo Pablo. El ajedrez est¨¢ hoy en nuestra casa de la playa, arrinconado junto a la chimenea. Ha sido desbancado por el Stratego ¨Cque solo se usa porque all¨ª no hay wifi-. Tiene que llover mucho para que rescatemos el ajedrez. Est¨¢ claro que su funci¨®n ha dejado de ser la de un juego ¨Co deporte-. Se ha convertido en un recordatorio. Desde su rinc¨®n el tablero habla. Y m¨¢s all¨¢ de la calidad de su madera, del azar o de la pervivencia de la memoria, recuerda lo que significa la construcci¨®n de un nido. O de un hogar. Lo miro y veo en el damero todos los momentos de silencio de los veranos de mi infancia: la reclusi¨®n de la siesta, la aparici¨®n de lo inesperado (Moncho) y hasta de lo esperado (el desinter¨¦s cuando algo deja de ser una novedad). El aburrimiento se esfuma siempre de la memoria y se transforma en el tiempo detenido que construye nuestros nidos. Al final, no es solo la funci¨®n o el ingenio: lo superfluo termina por ser fundamental a la hora de construir un hogar. Lo innecesario es lo que uno echa de menos cuando consigue lo necesario.
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