Amores flem¨¢ticos
Con el paso de los a?os, seguimos encontrando en la fantas¨ªa una aliada para las relaciones aut¨¦nticas
Podemos enamorarnos de repente, por los motivos m¨¢s menudos y nimios, con insensata euforia. El acento de una voz que nos habla por tel¨¦fono, una silueta apenas vislumbrada en la ventana, la promesa de una prenda de ropa que baila al son del viento en un tendedero, el sonido de unos pasos en la noche. Nuestra ilusi¨®n se aferra a cualquier brizna de oportunidad, como la hierba tenaz que brota en las grietas del asfalto.
Lo cont¨® Clar¨ªn en un relato inolvidable titulado El d¨²o de la tos. La historia transcurre en un hotel de paso, poblado por hu¨¦spedes solitarios, en una ciudad norte?a. Un hombre fuma en la ventana. Dos balcones m¨¢s all¨¢, envuelta en oscuridad, una mujer atisba la chispa triste del cigarrillo. N¨¢ufragos en el mismo piso de la fonda an¨®nima, tuberculosos los dos, forasteros ambos, buscan aire sano para sus pechos enfermos. Ya dentro de las habitaciones, sin poder dormir, escuchan el tictac de los relojes y las toses del otro. A trav¨¦s de los tabiques, cada cual sue?a que esa otra voz carraspea para hacerle compa?¨ªa. La tos de la habitaci¨®n 36 le suena a ella en¨¦rgica, atrevida. La de la puerta 32 resulta para ¨¦l po¨¦tica y dulce. Uno y otra creen entender mensajes ocultos en los gru?idos y sofocos, sienten l¨¢stima y simpat¨ªa mutua, empiezan a toser a d¨²o. Acostados en camas distintas, sin haber visto a su c¨®mplice de flemas, ambos imaginan estar en una cita. Ella piensa: ¡°?Has llegado aqu¨ª solo? Yo tambi¨¦n. ?Te horroriza la muerte en soledad? Tambi¨¦n a m¨ª. ?Si nos conoci¨¦ramos! Somos dos piedras que caen al abismo. ?No conoces en mi forma de toser que soy buena?¡±. Pero, dice Clar¨ªn, ni siquiera los t¨ªsicos son rom¨¢nticos consecuentes, y ninguno se atreve a salir de su cuarto en la madrugada a buscar el abrazo que anhela. Al d¨ªa siguiente, ¨¦l debe dejar el hotel. Durante a?os, recordar¨¢n aquella experiencia er¨®tica de toser al un¨ªsono. Ese enamoramiento.
Curiosamente, la palabra pasi¨®n deriva del verbo latino padecer. Comparte ra¨ªz con t¨¦rminos que hablan de enfermedad y muerte, como paciente o pat¨ªbulo. Durante largos siglos se describi¨® el amor ardiente en t¨¦rminos de infecci¨®n, como un trastorno que penetraba en los cuerpos por contagio o intoxicaci¨®n. En la tr¨¢gica leyenda de Trist¨¢n e Iseo, los protagonistas no deben enamorarse, pues ella est¨¢ prometida a un familiar de ¨¦l. Sin embargo, toman por equivocaci¨®n un filtro m¨¢gico: ¡°En cuanto bebieron el precioso vino, sus corazones se transmutaron, un irrefrenable amor los encaden¨®. Trist¨¢n se acordaba de su t¨ªo y se apartaba con horror de los sentimientos que lo invad¨ªan. Pronto su pasi¨®n fue m¨¢s fuerte que sus almas y se entregaron a ella¡±. Invisible, poderoso, t¨®xico y mortal, el deseo se equiparaba a la peste.
En el m¨¢s er¨®tico de sus di¨¢logos, El banquete, Plat¨®n describe una mansi¨®n donde se celebra una gran fiesta. All¨ª se acerca la Pobreza a rogar limosna, y queda fascinada por el Ingenio, un ¡°charlat¨¢n, embelesador, cazador temible, valeroso e intr¨¦pido¡±. Embriagado de n¨¦ctar, ¨¦l se tiende en el jard¨ªn bajo las estrellas, y la mendiga se acuesta a su lado. Esa noche engendran a Eros. As¨ª, el dios del amor nace pobre, flaco, descalzo y sin hogar. De su madre hereda el hambre permanente, la avidez. De su padre, el af¨¢n de belleza y un car¨¢cter so?ador y fantasioso.
Seg¨²n el mito plat¨®nico, nuestro deseo brota de la imaginaci¨®n y la carencia; est¨¢ tejido de apetito y b¨²squeda, de indigencia y esperanza. Igual que los dos solitarios tuberculosos, todos idealizamos los primeros compases del enamoramiento, cuando hasta la tos puede sonar a piropo e incluso expectorar se convierte en una forma de cortejo. Con el paso de los a?os, seguimos encontrando en la fantas¨ªa una aliada para las relaciones aut¨¦nticas. El afecto no es una infecci¨®n: se necesita creatividad para seguir queri¨¦ndonos un martes cualquiera, menos j¨®venes cada d¨ªa, rutinarios, ojerosos y acatarrados. En esos momentos, las palabras apasionadas requieren la inspiraci¨®n y la constancia de una obra de arte. Como sab¨ªa la mendiga, el amor verdadero hay que estar siempre invent¨¢ndolo.
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