Como pasajeros del ¡®Titanic¡¯
Se han desacostumbrado al peligro de tal forma que ni siquiera lo creen posible. Son incr¨¦dulos, se lo toman a broma
A los hombres y mujeres les ha costado siempre mucho reconocer a quienes entra?aban enorme peligro o estaban pose¨ªdos por una maldad gratuita. Y as¨ª, han aclamado y obedecido gustosamente a Hitler o Mussolini o Stalin en el siglo pasado. (El caso de Franco es distinto, porque jam¨¢s fue elegido, y en buena medida se lo vitore¨® m¨¢s por conveniencia que por entusiasmo, para medrar o salvarse, y una vez en el poder y tras haber laminado a los espa?oles adversos o ¡°tibios¡±.) El fen¨®meno contin¨²a vigente: no hace falta mirar documentales de Hitler o Mussolini: a ellos los vemos hoy con distancia y sabiendo lo que hicieron, y nos preguntamos c¨®mo seres tan bufonescos pudieron seducir y enga?ar a masas en su tiempo. Nos resulta obvio lo que eran. Tanto como dentro de unas d¨¦cadas se lo resultar¨¢n, a la gente futura, las im¨¢genes de Trump, Bolsonaro, Putin (ninguno lleva pintada como ¨¦l la crueldad en el rostro), Ch¨¢vez y Maduro, Johnson, Duterte y tantos m¨¢s. Por desgracia estamos ante una incapacidad tan antigua como la humanidad misma, la de no ver, no descifrar, no reconocer con claridad al otro. Sin ir m¨¢s lejos, hoy hay dos o tres pol¨ªticos de ese jaez en Espa?a, sin escr¨²pulos. No son demasiados los que los calan y s¨ª los que los jalean fervorosamente.
Lo que es nuevo de nuestra sociedad, sin embargo, es la exagerada torpeza para advertir otros peligros. Cualquier animal se percata en el acto de cu¨¢ndo algo o alguien lo amenaza, antes incluso de que lleguen el depredador, el hurac¨¢n o el incendio. El hombre tarda m¨¢s y a menudo se gu¨ªa por ellos: relinchos de caballos, ladridos de perros, estampidas de conejos y ciervos. Pero sol¨ªa estar alerta y, a su manera, olfateaba los riesgos. Ins¨®litamente, esto parecemos haberlo perdido, lo cual es tan grave como estupefaciente. Nada bueno augura para el porvenir de la especie.
No soy qui¨¦n para apuntar las causas de esta novedad rar¨ªsima. Pero, por intuici¨®n, tiendo a pensar lo siguiente: hemos empalmado bastantes generaciones afortunadas, o aun mimadas, si las comparamos con las del pasado, en Occidente. No hemos sufrido guerras ni tremendas hambrunas ni frecuentes plagas; tampoco a dictadores malsanos (salvo los que padecimos en parte a Franco, pero el de los a?os sesenta y setenta ¡ªrepresor y nefasto¡ª no era comparable con el de los cuarenta); ni por tanto persecuciones implacables. As¨ª que grandes porciones de nuestras poblaciones se han desacostumbrado al peligro de tal forma que ni siquiera lo creen posible. Son incr¨¦dulos, se lo toman a broma, piensan que eso es para las pel¨ªculas y que se trata de exageraciones. De lo ¨²ltimo tienen toda la culpa las televisiones, tan dadas al catastrofismo que los ciudadanos ya no atienden a sus predicciones y alertas; tan empe?adas en calificar todo de ¡°hist¨®rico¡± que, cuando la gente comprueba que lo ¡°hist¨®rico¡± de ayer ya se ha olvidado, no hace m¨¢s caso. Pedro y el lobo era el cuento.
En consecuencia, cuando sobreviene un peligro real, pocos lo huelen, o, lo que es peor, pocos lo reconocen. S¨®lo as¨ª se explica que, en medio de la tercera y virulenta ola del coronavirus, muchos todav¨ªa lo subestimen y desprecien. El primer d¨ªa que sal¨ª tras la nevada (y las calles segu¨ªan tan homicidas que mi trayecto fue muy breve) vi todo esto: un hombre fum¨¢ndose una duradera pipa mientras caminaba; una mujer vapeando; otra fumando sin apartarse de los dem¨¢s; un grupo de se?ores mayores sentados a cero grados en una terraza, jugando al domin¨®; una cincuentena de negacionistas que protestaba contra las restricciones¡ todos sin mascarilla o con ella bajada. Muchos no han renunciado a reunirse en interiores, a montar fiestas en discotecas o pisos tur¨ªsticos, a ir por las calles en nutridas manadas, a quitarse el embozo cada vez que algo les entra por el m¨®vil. Otro tanto ocurri¨® con la nevada madrile?a: saltaba a la vista que hab¨ªa peligros, y fueron advertidos: pueden caer ¨¢rboles enteros, cornisas, bloques de hielo, las aceras son pistas de patinaje (centenares de fracturas por hacer caso omiso). A demasiadas personas les dio igual: hab¨ªa que salir; no a verla, sino a fotografiarla para enviar las im¨¢genes a las amistades o a las cretinas redes de las que tantos son esclavos (recu¨¦rdense los muertos por selfies al borde de un precipicio o corriendo ante un toro o en coche a 200 por hora). Son excesivos los que han perdido lo que a veces nos salva: el instinto de conservaci¨®n, la sensaci¨®n de amenaza, la percepci¨®n de la asechanza, el reconocimiento de un enemigo del que hay que guardarse. Nada de eso se ve no ya probable, sino meramente posible. ¡°Qu¨¦ tonter¨ªa, qu¨¦ nos va a pasar si llevamos sin que nos pase nada la vida entera¡±. Es cierto, a grandes rasgos; pero no hasta el punto de descartarlo y negarlo todo cuando ya est¨¢ encima, no hasta el punto de creer que los ¡°amistosos¡± le¨®n u oso polar no nos devorar¨¢n cuando est¨¦n a dos pasos. La actitud de muchos miembros de la sociedad es suicida: tanto al votar a Trump u Orb¨¢n u Obrador como al venerar a Puigdemont, Otegi, Abascal o Iglesias. No los ven, no los desentra?an, lo mismo que a la epidemia tras haberse ¨¦sta cobrado incontables vidas ni a la lanza de hielo macizo a punto de desplomarse sobre sus cabezas. Recuerdan a aquellos pasajeros del Titanic que, cuando ya se hund¨ªa, exclamaban: ¡°Esto es falso, no est¨¢ pasando: viajamos en el barco m¨¢s seguro de la historia¡±.
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