Andr¨¦ Leon Talley, la moda feroz
Editor de ¡®Vogue Am¨¦rica¡¯, ¡®W¡¯, ¡®Interview¡¯ y ¡®The New York Times¡¯. Amigo de Karl Lagerfeld y Andy Warhol, y enemigo ¨ªntimo de Anna Wintour y Pierre Berg¨¦. El estadounidense es historia viva de la industria del lujo contempor¨¢nea. ¡®En las trincheras de la moda¡¯ (Superflua), la autobiograf¨ªa que se publica esta pr¨®xima semana, retrata sin medias tintas los gozos y las sombras de una vida de pel¨ªcula. En el cap¨ªtulo que adelantamos, recuerda c¨®mo el racismo le llev¨® a perder su trabajo cuando Par¨ªs lo apodaba Queen Kong.
En esa ¨¦poca, en el mundo de la moda hab¨ªa muy poca gente de color, si exceptuamos las pasarelas. Las modelos negras tuvieron su momento de gloria a principios de los a?os setenta, cuando la Batalla de Versalles enfrent¨® a los mejores dise?adores de Par¨ªs y Nueva York unos contra otros, y los dise?adores estadounidenses presentaron a las modelos negras de su pa¨ªs en Par¨ªs. Para cuando yo llegu¨¦ a la escena de la moda, las modelos negras eran las estrellas.
Par¨ªs se empap¨® de la cultura negra, y por supuesto tambi¨¦n copi¨® un mont¨®n de cosas de esa cultura. Formaba parte de la tradici¨®n francesa, que se remontaba hasta Josephine Baker, esa mujercita, una ni?a nacida en Saint Louis en un entorno pobre, que pas¨® de ?cantar en la ¨²ltima fila de un coro en Harlem al estrellato en Par¨ªs.
Saint Laurent fue uno de los primeros que apost¨® por la diversidad de las modelos. Hab¨ªa nacido en el norte de ?frica y los negros eran parte de su cultura. (¡) Las modelos negras reinaban en los desfiles. Su negritud era apreciada y celebrada.
Pero en el verano de 1978 Hubert de Givenchy hizo algo maravilloso: en su colecci¨®n de alta costura High Chic contrat¨® ¨²nicamente a modelos negras. El se?or Givenchy era un verdadero arist¨®crata franc¨¦s; fue ¨¦l quien cre¨® el vestido negro de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Y ahora presentaba la colecci¨®n en Par¨ªs con todas las modelos negras ?Ning¨²n dise?ador hab¨ªa hecho nunca nada parecido! ?Qu¨¦ osad¨ªa!
Imaginen mi sorpresa, sentado en primera fila y presenciando esa poderosa declaraci¨®n de Givenchy. No hab¨ªa ni una sola chica blanca. Era algo excepcional, y estaba seguro de que ser¨ªa noticia. Me dirig¨ª directamente a la oficina y mecanografi¨¦ mi cari?osa acogida de la colecci¨®n en la m¨¢quina de t¨¦lex, directamente desde lo alto de mi cabeza hasta Nueva York. ?Para qu¨¦ estaba all¨ª sino para apoyar semejante movimiento pionero en la moda? Si yo no escrib¨ªa sobre su importancia, nadie lo har¨ªa. As¨ª que escrib¨ª: ¡°Givenchy dispone de un impresionante conjunto de modelos, muchas de ellas tra¨ªdas directamente desde Estados Unidos. Sandi Bass, Carol Miles, Lynn, Sophie y Diana Washington, que se parece a la maravillosa versi¨®n en mu?eca de Lena Horne. Carol, de Los ?ngeles, desfila como si estuviera lista para rodar el remake de Stormy Weather¡±.
En su momento fue una manera de activismo silencioso, no una celebraci¨®n del hecho de ser negro. Apoy¨¦ a Givenchy no solo porque todas las modelos que utiliz¨® en el desfile fueran negras, sino porque era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que esas chicas le daban una actitud nueva a su ropa. Poner esas elegantes prendas sobre modelos negras inyectaba aire fresco al estilo formal de Givenchy. La actitud y el porte de esas chicas llevando ropa de alta costura tan cara creaban una modernidad maravillosa.
Muy pronto, tras mi ext¨¢tica rese?a sobre Givenchy para WWD, me llegaron rumores de que alguien de la casa YSL iba por ah¨ª diciendo que yo hab¨ªa robado figurines originales de Yves y se los hab¨ªa pasado a Givenchy a cambio de dinero.
No hab¨ªa nada m¨¢s lejos de la verdad. Sus colecciones ni siquiera se parec¨ªan.
¡ªEl mundo est¨¢ lleno de hip¨®critas ¡ªdijo Paloma. Me tom¨®c de la mano y la bes¨®¡ª. Sabes que se te quiere.hac¨ªan a la gente de color de forma intr¨ªnseca. Rumores a mis espaldas de alg¨²n crimen cometido. Envidia en su estado m¨¢s perverso. Me sorprendi¨®. A un hombre negro siempre se le acusa de hacer algo atroz.
Era un joven muy inocente, no ve¨ªa la conexi¨®n entre mi buena cr¨ªtica a Givenchy y las miradas maliciosas que ciertos miembros del grupo de Saint Laurent me dedicaban cuando pasaban a mi lado. Bastante malo era ya que Lagerfeld y yo fu¨¦ramos tan amigos, pero ahora, adem¨¢s, estaba alabando a uno de los competidores m¨¢s importantes de YSL en la alta costura. Pierre Berg¨¦ estaba furioso, y yo era un c¨¢ndido.
El racismo es un comportamiento sist¨¦mico que se extiende por todas partes, pero en Par¨ªs nadie hablaba de ello. El racismo permanec¨ªa subyacente, durmiendo bajo la epidermis de todo lo que yo hac¨ªa. Casi siempre estaba en estado latente, pero alzaba la cabeza cada vez con m¨¢s frecuencia. Era consciente de que mi forma de ser resultaba ofensiva para algunas personas. Que fuera negro, eso seguro, pero tambi¨¦n que fuera alto y delgado, que hablara franc¨¦s con propiedad. Ten¨ªa mis propias opiniones formadas y miraba a la gente a la cara. Nunca apartaba la vista. Puedo haberme sentido inseguro, pero nunca fui t¨ªmido. Mi conocimiento, pasi¨®n y amor por la moda y la literatura, el arte y la historia me proporcionaron seguridad. Me encontraba en Par¨ªs en calidad de periodista y editor de moda, y ten¨ªa la voluntad de hacerlo con ¨¦xito. Estaba viviendo mi momento, mi sue?o hecho realidad.
En aquel entonces no ten¨ªa tiempo para contemplar mi situaci¨®n como hombre negro que triunfaba en el mundo. Estaba demasiado ocupado haciendo que las cosas salieran adelante. Durante la mayor parte del tiempo apenas lo percib¨ª, y solo ahora, mirando hacia atr¨¢s, me doy cuenta de las veces que tuve que pasar cosas por alto para poder sobrevivir. No obstante, interioric¨¦ y ocult¨¦ el dolor en lo m¨¢s profundo de mi ser, como los hombres y mujeres negros se han visto obligados a hacer una y otra vez.
Una noche, en una fiesta, Paloma Picasso me pidi¨® que habl¨¢ramos en privado.
¡ªAndr¨¦, no s¨¦ c¨®mo decir esto, pero creo que debes saberlo. Clara Saint va por todo Par¨ªs refiri¨¦ndose a ti como Queen Kong.
Clara Saint, la relaciones p¨²blicas de YSL (¡). Qu¨¦ jarro de agua fr¨ªa. Sent¨ª c¨®mo se me desencajaba el rostro y por un momento cre¨ª que me iba a echar a llorar.
¡ªPensaba que le ca¨ªa bien a todo el mundo ¡ªme lament¨¦. Era joven e inocente. Ah¨ª estaba, movi¨¦ndome por todo Par¨ªs, pensando que ten¨ªa ¨¦xito, y resulta que la gente sofisticada y elegante del mundo de la moda me estaba comparando con un simio a mis espaldas.
¡ªEl mundo est¨¢ lleno de hip¨®critas ¡ªdijo Paloma. Me tom¨® de la mano y la bes¨®¡ª. Sabes que se te quiere.
Le di las gracias y me fui, e hice todo lo que estuvo en mi mano para fingir que nunca hab¨ªa o¨ªdo las palabras Queen Kong. Comparar a una persona negra con un simio es el peor y m¨¢s institucionalizado acto de racismo. Es una manera de deshumanizarnos, implica que somos menos que seres humanos con la intenci¨®n de socavar nuestro valor y m¨¦rito. Supone el peor tipo de da?o que se nos puede infligir.
No se lo cont¨¦ a nadie excepto a Karl, que hizo alg¨²n tipo de comentario mordaz, pero ¨¦l estaba acostumbrado al mal y la perversidad de la moda francesa, para ¨¦l era como o¨ªr llover. Karl pose¨ªa una voluntad de hierro para enfrentarse a este tipo de cosas, pero mi sensibilidad sure?a a¨²n estaba aprendiendo c¨®mo gestionar este entorno. Y aunque Clara Saint negara haber dicho eso, la conmoci¨®n de ser llamado Queen Kong me recordaba que, incluso si alguien me sonre¨ªa de cara, pod¨ªa estar conspirando contra m¨ª a mi espalda.
Aunque result¨® muy doloroso, Paloma me hizo un gran favor. Me abri¨® los ojos a una realidad que yo, torpemente, quer¨ªa negar.
En su libro Chic Savages, el se?or Fairchild escribi¨® acerca de por qu¨¦ dimit¨ª de mi puesto en W y WWD en Par¨ªs. Dec¨ªa: ¡°Talley, talludo y talentoso, alternaba con elegancia en el mundo de la moda y la sociedad a ambos lados del Atl¨¢ntico. Aun as¨ª, no congeni¨® demasiado conmigo, y un d¨ªa, sin previo aviso, se dirigi¨® a la Embajada estadounidense y dimiti¨® de su cargo en W y en Women¡¯s Wear Daily indicando, en una declaraci¨®n por escrito, que yo lo hab¨ªa tratado a ¨¦l, un hombre negro, como el due?o de una plantaci¨®n hubiera tratado a un esclavo¡±.
Eso es completamente falso.
En el oto?o de 1979 uno de mis jefes en WWD, Michael Coady, viaj¨® de Nueva York a Par¨ªs e hizo acto de presencia en una gran reuni¨®n que est¨¢bamos celebrando en la redacci¨®n.
A mitad de la reuni¨®n, Coady se puso de pie y dijo ostentosamente: ¡°Andr¨¦, se oyen rumores de que has estado entrando y saliendo de las camas de todos los dise?adores de la ciudad. Esto tiene que acabar¡±.
Respond¨ª con un fr¨ªo silencio, pero en mi cabeza pensaba: ¡°Debo estar muy ocupado, porque en Par¨ªs hay muchos dise?adores. ?Me he acostado con Karl Lagerfeld, as¨ª como con Yves Saint Laurent, Claude Montana, Thierry Mugler, Kenzo, Yohji Yamamoto, Comme des Gar?ons y Sonia Rykiel? ?Con todos estos dise?adores?¡±. A veces me quedaba a dormir en la habitaci¨®n de invitados de Karl Lagerfeld, eso seguro, pero me acostaba solo, en medio de un ¨¢ureo esplendor.
La acusaci¨®n pasmaba por su racismo y resultaba hiriente, insultante y dolorosa a muchos niveles. Michael Coady era una persona muy importante y siempre me hab¨ªa apoyado. Pero ahora estaba aqu¨ª, insinuando que yo no era m¨¢s que un gran semental negro dispuesto a satisfacer las necesidades sexuales de los dise?adores ¡ª?ya fueran hombres o mujeres¡ª, sin talento, sin un punto de vista propio ni conocimiento sobre moda. Y, lo peor de todo, arroj¨® su acusaci¨®n en frente de todo el equipo de WWD, los hombres y mujeres de los que me hab¨ªa ganado el respeto en el corto espacio de tiempo que llevaba trabajando en las oficinas de la calle Cambon.
Tal acusaci¨®n era claramente falsa. No hab¨ªa tal rumor corriendo por Par¨ªs. Me pareci¨® que Coady se lo hab¨ªa inventado para ponerme en mi sitio. Pero eso era lo peor que se me pod¨ªa decir. Me hab¨ªa criado en una casa muy digna y no ten¨ªa capacidad para manejar ese tipo de cosas. Me sent¨ªa intensamente humillado y no ten¨ªa ni idea de c¨®mo responder. En silencio, me levant¨¦ y abandon¨¦ la sala.
(¡) El lunes siguiente fui a la oficina y mecanografi¨¦ mi carta de dimisi¨®n. La dirig¨ª a John Fairchild, porque ¨¦l era el presidente del imperio period¨ªstico. Escrib¨ª con elocuencia y no recuerdo haber utilizado las palabras ¡°amo de una plantaci¨®n¡±. Mi escrito no ten¨ªa la intenci¨®n de verter ning¨²n odio hacia el se?or Fairchild, ese genio que pod¨ªa levantar o destruir una empresa o una persona con su brillante sentido del verbo.
Hice registrar la carta ante notario en la Embajada estadounidense. Para m¨ª era un asunto importante; no quer¨ªa que salieran declaraciones diciendo que hab¨ªa sido despedido por robar calderilla o algo por el estilo. No iba a dimitir sin oficializarlo. No se trataba de un juego.
(¡) Al final, Oscar de la Renta desliz¨® lo que hab¨ªa descubierto que realmente hab¨ªa sucedido en la trastienda de la infame reuni¨®n con Michael Coady. Fue el se?or Fairchild quien orquest¨® mi renuncia. Pierre Berg¨¦ le hab¨ªa dado un ultim¨¢tum: si yo continuaba en Par¨ªs, YSL retirar¨ªa toda su inversi¨®n en publicidad de W as¨ª como de WWD, lo cual hubiera significado perder muchos ingresos. El se?or Berg¨¦ no dejaba de resoplar, y el se?or Fairchild, en un intento por salvar la publicidad, envi¨® a Michael Coady a Par¨ªs con una misi¨®n: meterme en cintura.
Lagerfeld era la n¨¦mesis profesional y personal de Saint Laurent, pero pens¨¦ que pod¨ªa mantener un pie en cada casa. Estaba equivocado. En el momento en que aplaud¨ª el gesto de Givenchy de usar solo modelos negras, a la vez me estaba ganando como enemigo a Pierre Berg¨¦, que hizo todo lo que pudo para mantenerme fuera del c¨ªrculo m¨¢s ¨ªntimo de Saint Laurent, a pesar de mi amistad con Betty y Loulou. Mi excesiva publicidad en favor de Hubert de Givenchy colm¨® cada gramo del cuerpo de Berg¨¦ de una rabia abrasadora. Tuvo que tragarse entero el rumor de que yo hab¨ªa robado figurines de Yves. Y, encima, hab¨ªa escrito una rese?a bastante tibia para WWD de la obra El ¨¢guila de dos cabezas, de Jean Cocteau, que Pierre hab¨ªa producido.
Pierre consideraba que yo supon¨ªa una amenaza para la casa Saint Laurent y para su propio poder. Pero no era ninguna amenaza. Me gustaba Saint Laurent y apreciaba mi amistad con Yves, Betty y Loulou.
John Fairchild hab¨ªa levantado, literalmente, la carrera de Yves Saint Laurent en WWD y apoyaba su marca a lo grande. Yo tambi¨¦n apoyaba a la casa Saint Laurent, era un gran admirador del modista, del mismo modo que admiraba a Karl Lagerfeld y tambi¨¦n a Hubert de Givenchy. En enero Karl me pag¨® un billete de vuelta a Nueva York. No ten¨ªa ni idea de qu¨¦ era lo siguiente que iba a hacer.
En las trincheras de la moda. Andr¨¦ Leon Talley. Editorial Superflua. 360 p¨¢ginas. 29,90 euros. A la venta el 10 de marzo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.