Lublin (Polonia): Los objetos de la huida
Una joven refugiada conserva en el m¨®vil una foto del ¨²ltimo amanecer que vio en Ucrania.
Los periodistas solemos hablar sobre las personas: sus palabras, sus gestos, sus silencios. A veces, sin embargo, los objetos cuentan muchas cosas. Lo hacen los peluches a los que se aferran los ni?os para un viaje que ni entienden demasiado ni saben cu¨¢nto durar¨¢. Tambi¨¦n los carritos de beb¨¦ donados, que nos hablan de la solidaridad espont¨¢nea y se pueden ver en la estaci¨®n de autobuses de la ciudad polaca de Lublin; en un hotel que acoge refugiados en Suceava (Rumania) o frente a las tiendas de campa?a en las que se calientan los reci¨¦n llegados tras atravesar los pasos fronterizos de toda Ucrania. O las chocolatinas que una polic¨ªa de fronteras polaca reparte a los ni?os ucranios, en un gesto sincero de humanidad, sin saber a¨²n que hay un periodista delante.
Este es tambi¨¦n un ¨¦xodo de maletas. R¨ªgidas y de marcas como Samsonite o American Tourister entre las j¨®venes profesionales evacuadas de la capital Kiev por sus multinacionales en los primeros d¨ªas de la guerra; de cuero, ajadas y sin ruedas en manos de los ancianos que abandonan el castigado este ucranio sin casi dinero en el bolsillo ni amigos que los alojen en otros pa¨ªses europeos. Las maletas, a menudo acompa?adas de bolsas de la compra de pl¨¢stico o de rafia, son tambi¨¦n un s¨ªmbolo de las puertas abiertas de la Uni¨®n Europea. Aunque en ocasiones tengan que andar varios kil¨®metros con temperaturas bajo cero, los refugiados ucranios ya no necesitan los macutos y mochilas que marcaron el relato visual de la crisis de 2015 y con los que sirios, yemen¨ªes, sudaneses, centroafricanos o iraqu¨ªes se suelen preparar para una larga escapada de la guerra, el caos o la persecuci¨®n, mientras en los despachos se negocian porcentajes de reparto de acogidos o las reformas de la ley de asilo.
Tras a?os de criminalizaci¨®n de quienes dejan su pa¨ªs, se ha difuminado tanto la distinci¨®n entre quienes buscan vivir con dignidad, los migrantes, y quienes buscan ¡ªa secas¡ª vivir, los refugiados, que choca ver bolsos y abrigos de marca en la huida de la invasi¨®n rusa. Pero el desarraigo no siempre es sin¨®nimo de pobreza, aunque esta sea m¨¢s pl¨¢stica en los informativos. Es m¨¢s bien el dolor de la ropa embutida a toda prisa tras un bombardeo que son¨® demasiado cerca, de la elecci¨®n del objeto fetiche ¡ªuna camiseta a la que se tiene especial cari?o, un mantel bordado, un traje tradicional¡ª que no puede faltar en la maleta en el momento de la marcha. Cerca de la frontera rumana con Ucrania, por ejemplo, una joven refugiada conserva en el m¨®vil una imagen del ¨²ltimo atardecer que vio en su pa¨ªs. A cientos de kil¨®metros, en la sala de espera de una aduana polaca, una foto enmarcada sobresale de la bolsa de lona de una anciana ucrania. Posa seria con un hombre ¡ªaparentemente su marido¡ª har¨¢ medio siglo, ¨¦l vestido de militar sovi¨¦tico.
Aquellos que cogen estos objetos antes de partir aceptan t¨¢citamente que, a lo mejor, no volver¨¢n a su pa¨ªs en unos d¨ªas o semanas. Los palestinos de la Nakba, los cientos de miles que escaparon o fueron expulsados antes y durante la primera guerra ¨¢rabe-israel¨ª, cre¨ªan, por ejemplo, que su bando ganar¨ªa la guerra y regresar¨ªan en breve a sus hogares. Hoy, unos 75 a?os despu¨¦s, suman millones con sus descendientes, que siguen principalmente en los territorios palestinos o los pa¨ªses fronterizos y tienen como s¨ªmbolo otro objeto: las llaves oxidadas de sus casas.
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