24 horas en el metro de Nueva York
Hay que bajar al metro para encontrar los verdaderos cimientos de la identidad de Nueva York. Desde sus t¨®picos m¨¢s arraigados ¡ªel de la ciudad que nunca duerme¡ª hasta su mejor tarjeta de visita ¡ªla pac¨ªfica convivencia entre clases sociales y procedencias¡ª, pasando por ese halo de misterio e incluso de peligro que lo envuelve
Si la cara es el espejo del alma, podr¨ªa argumentarse que el metro es el espejo de Nueva York. O quiz¨¢ su cara. O tal vez su alma. El t¨®pico de que es la ciudad que nunca duerme es, en parte, gracias a que su principal transporte p¨²blico est¨¢ abierto 24 horas al d¨ªa. Era en sus vagones donde cristalizaba esa Nueva York en el que todas las clases sociales conviv¨ªan, aunque fuera de camino a trabajos de muy distinta remuneraci¨®n. Los metros atiborrados de grafitis fueron la vistosa postal de desigualdad patrocinada por el neoliberalismo de Ronald Reagan. Y gracias al metro, Nueva York es la gran ciudad estadounidense en la que sus ciudadanos caminan por la calle y se relacionan de una manera tan distinta a Miami o Los ?ngeles.
Tras la etapa m¨¢s cruda de la covid-19 (cuando el metro cerr¨® de noche por primera vez en 115 a?os, entre el 6 de mayo de 2020 y el 17 de mayo de 2021), la ciudad perfila su nueva identidad, y no es de extra?ar que la vara de medir elegida haya sido ¨¦l. El ic¨®nico, anacr¨®nico, adorado y vilipendiado metro de Nueva York. Ora en alarmistas titulares de prensa sobre violencia (¡°Pr¨®xima parada: purgatorio¡±, se le¨ªa en la portada del New York Daily News en pleno pico pand¨¦mico), ora ring para el debate pol¨ªtico entre republicanos y dem¨®cratas para las reci¨¦n votadas elecciones de medio t¨¦rmino. Ante el alarmismo y la politizaci¨®n, EL PA?S Semanal se sumerge 24 horas ininterrumpidas entre vag¨®n y vag¨®n, and¨¦n y estaci¨®n, para tomarle el pulso humano a la ciudad sobre la que siempre sobrevuela la sombra de la deshumanizaci¨®n.
El viaje empieza en una de las estaciones de metro m¨¢s altas del mundo (a 26,7 metros del suelo) a las 5.30 de un viernes. Es Smith-Ninth Streets, un mirador que ofrece una espectacular panor¨¢mica del sur de Man?hattan por solo 2,75 d¨®lares (unos 2,60 euros). Tambi¨¦n de un desguace si se mira hacia abajo. Las vistas dentro del vag¨®n tampoco desmerecen, empezando por un hombre chino de avanzada edad con una ca?a de pescar. Va a ver qu¨¦ muerde en el anzuelo en Coney Island. No habla ingl¨¦s. No quiere foto. Pone el toque surrealista frente al realismo que aporta Ky, un afroamericano nacido y crecido en Nueva York que ya lleva dos horas de transporte a sus espaldas. Casi puede ver desde su casa en Rockaway la gr¨²a en la que trabaja, pero la estructura ¡°Manhattan-centrista¡± de la red de metro le complica el trayecto. ¡°Llegar¨ªa antes nadando¡±, bromea. Se ha levantado a las tres de la madrugada y ha dejado durmiendo a tres hijos en su casa. Si el viajero de metro es la quintaesencia del neoyorquinismo, no hay nadie m¨¢s neoyorquino que ¨¦l. Pero la imagen que ¨²ltimamente acompa?a al metro tambi¨¦n est¨¢ en ese vag¨®n y no quiere salir cuando el tren llega al final del trayecto. ¡°La gente est¨¢ muy equivocada con lo que creen que es una persona sin hogar. Las consideran pr¨¢cticamente no-personas¡±, dice Olga, de 45 a?os, que trabaja para el Departamento de Servicios para Gente sin Hogar. ¡°A veces los veo m¨¢s de una vez y les saludo, y se sorprenden de que alguien los vea y los reconozca¡±, a?ade. La ciudad, a principios de noviembre, registr¨® un total de 63.451 homeless en los centros de acogida. Quedan otros 3.439 sin albergue, de los cuales m¨¢s de 2.200 han decidido instalarse en el metro. El alcalde de la ciudad, Eric Adams, prometi¨®, no sin controversia, ¡°limpiar¡± el metro de indigentes. Olga no puede tocarlos ni obligarlos a dejar el vag¨®n. ¡°Nos limitamos a informales de que tienen otras opciones¡±, explica mientras entra en ese mismo vag¨®n una mujer latina de 60 a?os que lleva seis meses trabajando en el metro en la brigada de limpieza. Media jornada aqu¨ª (de seis a 10 de la ma?ana) y el resto de d¨ªa (una jornada entera) cuida a una persona mayor en su domicilio. Ella es de Puebla, en M¨¦xico, y una de las casi 70.000 personas empleadas por la Autoridad Metropolitana del Transporte (MTA).
De camino a Manhattan, el metro se llena de ni?os yendo al colegio. Se sube en el tren una mujer negra de 33 a?os, con tres hijos ¡ªde 4, 10 y 12 a?os¡ª que est¨¢n ya a las siete de la ma?ana ba?ados, peinados y llenos de energ¨ªa para ir a la escuela. A dos escuelas diferentes. Y ella, despu¨¦s de dejarlos, sigue su trayecto hasta la universidad. Cursa primer a?o de Medicina y estudia cuando los ni?os duermen. Se habla mucho de las vidas sin respiro de los grandes ejecutivos de Nueva York, pero poco del frenes¨ª diario de las clases menos pudientes, que combinan hijos, m¨¢s de un trabajo y estudios para mejorar su posici¨®n social.
A estas horas, el metro est¨¢ activo, pero no a reventar. Se manifiestan el descenso llamativo del n¨²mero de viajeros y los nuevos h¨¢bitos y horarios de trabajo. Ambos han confluido para dejar herida la hora punta neoyorquina. Seg¨²n datos de la MTA, el viernes que nos ocupa registr¨® 3.597.926 viajeros, un 38,7% menos de lo que sol¨ªa ser un viernes antes de que la pandemia instalara el trabajo desde casa. El quinto d¨ªa de la semana, adem¨¢s, se ha convertido en un limbo que no es ni laborable ni festivo, pues, seg¨²n Partnership for New York City, solo un 9% de los trabajadores de Manhattan van los cinco d¨ªas de la semana a la oficina. El vac¨ªo en los grandes intercambiadores de la ciudad financiera es notorio: ni el World Trade Center ni las estaciones de Wall Street o Fulton tienen la adrenalina que sol¨ªa definirlas. A falta de inversores de Bolsa, aparece un hombre negro con dos bolsas llenas de botellas y latas. Los han denominado canners (de can, lata en ingl¨¦s) y, a pesar del escalofr¨ªo at¨¢vico que provoca la imagen del hombre del saco, solo intentan ganarse la vida recogiendo residuos reciclables que cambian a cinco centavos de d¨®lar la unidad.
Ni rastro de hora punta tampoco en Times Square ni en Grand Central. La oficina del interventor de cuentas de Nueva York fue clara en su mensaje el pasado septiembre. No solo augurando un preocupante d¨¦ficit de 2.500 millones de d¨®lares (unos 2.400 millones de euros) para 2025 (otro espejo: la deuda de la ciudad de Nueva York para entonces ser¨¢ de m¨¢s de 137.000 millones de d¨®lares, equivalentes a 133.000 euros), sino asegurando que los datos apuntaban por primera vez en varios a?os una correlaci¨®n entre el nivel de ingresos de los hogares y su uso del metro. Dicho de otra manera: el otrora superocupado centro de Manhattan pierde afluencia (Penn Station, Grand Central o Times Square est¨¢n entre el 64% y el 70% de su ocupaci¨®n respecto a 2019) mientras otras ¨¢reas fuera del radar la han casi triplicado, como Washington Heights, el barrio dominicano en la punta norte de Manhattan, y la calle 59 de Brooklyn, en la zona mexicana y asi¨¢tica de Sunset Park. Se acab¨® la coctelera de clases, y si ya la poblaci¨®n blanca anglosajona es un 31,9% en Nueva York, en el viaje al trabajo se convierte en minor¨ªa invisible. ?Es eso lo que tanto aterra del ¡°nuevo metro¡±?
Lo m¨¢s ir¨®nico es que los pocos ejecutivos de traje y corbata que s¨ª acuden a la oficina corren y gru?en como anta?o, estresados por una masa y unas prisas inexistentes. Trevor, un joven alto y rubio, es el ¨²nico que acepta hablar, pero lo hace subiendo por la escalera mec¨¢nica que conecta directamente la estaci¨®n de Grand Central con el banco para el que trabaja. No quiere revelar su edad ni quiere fotos. Parece agobiado, aunque su viaje en metro ha sido de apenas 15 minutos. Representa a una especie en peligro de extinci¨®n. Son las nueve de la ma?ana.
Otro c¨®digo de vestuario se apodera poco a poco de la estaci¨®n. Se ven elfos, hombres ara?a, personajes de manga¡ Siempre hay un congreso, un evento o una cumbre en Nueva York, y hoy ha tocado el Comic-Con. Muchos van enmascarados como sus h¨¦roes, otros llevan la mascarilla que ya casi nadie lleva pero todav¨ªa es obligatoria en el encuentro en el megacomplejo inmobiliario de cristal de Hudson Yards. Se esperan 200.000 personas y todos se bajan en la estaci¨®n m¨¢s reciente de Nueva York, que luce amplia, luminosa y con interminables escaleras mec¨¢nicas que parecen un desfile cosplay. La diversi¨®n y el proverbial exhibicionismo dan un estertor en medio de la calma que todav¨ªa se resiste a inscribirse en el censo del nuevo neoyorquinismo.
Como banda sonora se oye a Heather, una violinista de 42 a?os que dedica nueve horas al d¨ªa a animar quiz¨¢ solo 30 segundos de la jornada de los viajeros. Ha alterado su repertorio y va vestida de Wonder Woman. ¡°Un d¨ªa de Comic-Con recaudo el doble¡±, explica. Como ella, son muchos los artistas que pueblan el subterr¨¢neo de Nueva York. Es un derecho que cualquiera puede usufructuar, aunque desde 1987 la MTA hace un casting para seleccionar a m¨²sicos de calidad que coloca en 30 lugares estrat¨¦gicos. De nuevo, solo por 2,75 d¨®lares se puede disfrutar de conciertos excelentes. En este d¨ªa aparecer¨¢n en Times Square un joven de 19 a?os llamado Jeremiah que ofrece un recital de bater¨ªa con apenas tres cubos de pintura y un par de baquetas mientras sue?a con estudiar Farmacia en la universidad. Un veterano guitarrista en el West 4, en el West Village, animar¨¢ las noches. Algunos en vagones, algunos en andenes o pasillos. Aceptan efectivo y Venmo, el Bizum a la estado?unidense. Pero si alguien ha visto pasar viajeros durante a?os y ha podido sacar adelante a sus hijos con ello, ese es Chris. Este griego de 61 a?os es el due?o de una florister¨ªa en los pasillos de la parada del Rocke?feller Center. ¡°Los medios han arruinado el metro. Han asustado a la gente. Los que dicen que ha vuelto a ser como los ochenta no saben de lo que hablan¡±, asegura. ?l s¨ª sabe, y dice que el metro, que es tambi¨¦n su oficina, no es ni mejor ni peor que la superficie. Lleva 42 a?os vendiendo flores ¡ª¡±todas de interior, claro¡±, matiza¡ª, y la pandemia estuvo a punto de conseguir con ¨¦l lo que no consigui¨® el 11-S. ¡°Nadie quer¨ªa flores en medio de tanto sufrimiento. Solo San Valent¨ªn nos permiti¨® seguir abiertos¡±, recuerda. El cierre llegar¨¢ con su jubilaci¨®n dentro de cuatro a?os, pues sus hijos, de m¨¢s de 30 a?os, no pretenden continuar el negocio. ¡°Hacen bien. Es muy duro levantarse temprano para ir a buscar las flores a las cinco de la madrugada¡±, explica.
Llega el mediod¨ªa y empieza el pulular de aquellos neoyorquinos cuya identidad no pasa por lo laboral. ?A qu¨¦ se dedicar¨¢n? Es el caso de Rafy, un dominicano de 34 a?os que apenas habla ingl¨¦s y que no deja de conversar por videollamada con su esposa, que sigue en su pa¨ªs de origen. Viene del gimnasio, donde esculpe su musculos¨ªsimo cuerpo, y en sus pectorales lleva tatuados los nombres de sus hijos. Lleg¨® a cumplir un sue?o, pero de momento sus aspiraciones de director de c¨¢mara de televisi¨®n se quedan a la espera mientras trabaja en un hotel. ¡°No s¨¦ si me gusta Nueva York¡±, resume sin dar mucho detalle. Fordham Road, la parada en la que est¨¢ Rafy, tiene un recoveco que los usuarios habituales saben que es mejor evitar de noche. A la luz del d¨ªa, quedan como testigos unas 15 jeringuillas en las v¨ªas del tren. En toda la ciudad de Nueva York, la muerte por sobredosis de hero¨ªna lleg¨® a un pico de 25,3 muertes por cada 100.000 habitantes en 2021. Aunque el ¨ªndice se ha reducido en lo que va de 2022, el encontrarse con una persona inyect¨¢ndose hero¨ªna en vena se ha vuelto a convertir en un triste cl¨¢sico de la realidad, y el metro compite con los parques como escenario favorito.
Otro dominicano baja desde el Bronx hasta Man?hattan. Se llama Jeury, tiene 24 a?os y su nombre en Instagram es Divinamiel. Este astr¨®logo y espiritista queer ofrece una visi¨®n muy particular de la gentrificaci¨®n. ¡°He crecido en una cultura con toda esa mierda de la homofobia y la masculinidad t¨®xica. Yo agradezco a la gentrificaci¨®n que trajo a gente diferente¡±, asegura. Y llegando a Times Square, la diversidad m¨¢s llamativa es la de credos, pues la estaci¨®n es literalmente un templo con predicadores de toda ¨ªndole. Menci¨®n especial merece al culto al gur¨² japon¨¦s Ryuho Okawa, que mezcla en su ideario budismo y trumpismo, pero tambi¨¦n aparece un simp¨¢tico grupo de cuatro adolescentes belgas ortodoxos pasando el mes de vacaciones escolares jud¨ªas que contrastan con el rostro estoico de Jenny, una emigrante ecuatoriana indocumentada de 20 a?os cuyo sue?o es ser cantante de m¨²sica cristiana. De momento vende fruta en el subterr¨¢neo de las pantallas gigantes y los espect¨¢culos de Broadway. El mango a cinco d¨®lares es su producto estrella, pero cuenta que tarda hasta dos semanas en recuperarse cuando la polic¨ªa hace una redada y le pone una multa de entre 120 y 250 d¨®lares. ¡°Nos botan toda la comida que hemos preparado y nos sacan por las escaleras, no nos dejan usar el elevador¡±, relata.
Times Square mantiene tambi¨¦n la fe en el turismo. Aunque durante la pandemia cay¨® un 67%, se va recuperando sin prisa pero sin pausa. Las predicciones oficiales para 2022 son de 8,3 millones de turistas internacionales, 5,2 millones menos que en 2019, pero el triple que en 2021. Camino al aeropuerto JFK, el metro se llena de maletas y viajeros despistados con cara de sue?o mitad cumplido mitad acumulado. Pero para dejar la ciudad atr¨¢s, Buster, un arquitecto de 73 a?os, no necesita tomar un avi¨®n, sino seguir hasta Far Rockaway. Cambia los clientes ricos que quieren una piscina interior en Manhattan por, 90 minutos m¨¢s all¨¢, una zona residencial de clase media a pie de playa que qued¨® destrozada por el hurac¨¢n Sandy en 2012, pero que se revaloriz¨® durante el confinamiento. Tambi¨¦n esto es Nueva York. ¡°Me gusta porque me alejo del ruido, pero estoy lo suficientemente cerca si lo echo de menos¡±, resume. Su padre, filipino, emigr¨® a Estados Unidos durante la II Guerra Mundial y se encarg¨® de poner a sus dos hijos nombres bien anglosajones. ¡°Quer¨ªa ahorrarnos problemas¡±, dice. Buster estudi¨® en el Pratt Institute, prestigiosa Facultad de Arquitectura en Nueva York, y sac¨® adelante a siete hijos. Ahora vive completa y felizmente solo. La luz del atardecer y la manera en que el metro, al atravesar la bah¨ªa de Jamaica, queda suspendido entre las aguas dan un toque m¨¢gico a su relato.
De vuelta a Manhattan, se suben jugadores del casino en Aqueduct Racetrack, tambi¨¦n en estos confines de la l¨ªnea A, y al llegar a Grand Central se siente el clamor del ¨²ltimo basti¨®n masificado: un partido de b¨¦isbol. Es en el estadio Citi Field, en el Queens profundo, y coexisten en el vag¨®n expr¨¦s los fan¨¢ticos del bate con la riqu¨ªsima variedad de razas y etnias que convierten a este condado en uno de los m¨¢s diversos del mundo. Mientras Manhattan se aleja en el horizonte (el metro sale a la superficie en grandes tramos de Queens, Brooklyn y el Bronx), algunos viajeros se bajan antes de tiempo para cambiarse al tren local, que tarda m¨¢s, pero resulta menos agobiante. All¨ª est¨¢ Amy con su hijo Calvin, de cuatro a?os. ¡°Mi relaci¨®n con el metro ha cambiado desde que soy madre¡±, explica Amy. ¡°Ahora soy consciente de todos los obst¨¢culos que tiene para alguien con un carrito o con alguna discapacidad¡±. Aunque la accesibilidad es indudablemente una asignatura pendiente del metro de Nueva York, hoy tiene suerte, pues al llegar a la estaci¨®n del estadio una de las empleadas de la MTA la redirige por un pasillo distinto para evitar las hordas. La mala suerte les esperaba en el campo: los San Diego Padres dieron una buena paliza al equipo local, que perdi¨® 1-7. El fin de esta l¨ªnea esencial para tantos trabajadores est¨¢ en Main Street, en Chinatown de Queens, una inmersi¨®n cultural intensa que ha sido la elegida por Joe para celebrar con otros cuatro amigos asi¨¢ticos su 29? cumplea?os.
Ya es de noche y la frontera entre lo laboral y lo l¨²dico est¨¢ m¨¢s que derribada. Y qu¨¦ mejor manera de celebrarlo que tom¨¢ndose un c¨®ctel en uno de los escasos bares que hay en las estaciones de metro. Se llama Nothing Really Matters y est¨¢ en uno de los pasajes de la estaci¨®n de la calle 49, en la l¨ªnea 1. Adrien, el due?o, abri¨® justo cuando todos sus compa?eros de t¨²nel (una barber¨ªa y un Dunkin¡¯ Donuts) cerraron. Su apuesta contrasta con el esp¨ªritu del metro: un c¨®ctel vale casi como ocho viajes sumando impuestos y propina. Pero tambi¨¦n ofrece algo que el metro ya no tiene: ba?os. La MTA los clausur¨® durante la pandemia por motivos de seguridad. El bar, con sus precios tan del 2022 de la inflaci¨®n, est¨¢ condenado a un p¨²blico adulto, no como la pareja de estudiantes afroamericanos de la escuela de artes esc¨¦nicas Juilliard, que se dan arrumacos mientras esperan para bajar a Washington Square. Ella se llama Morgan y ¨¦l Kevin. Ambos tienen 22 a?os. Llevan saliendo un a?o y medio y, entre los 8,8 millones de habitantes de la ciudad, se encuentran con dos compa?eros de estudios nada m¨¢s entrar en el vag¨®n. La casualidad anima la conversaci¨®n y caldea lo prometedor de la noche. El West Village rara vez decepciona, y en Christopher Street, a escasos metros del bar Stonewall, piedra fundacional del orgullo LGTBI, es imposible no mirar a la pareja art¨ªstica Dragon Sisters, performers queer que, con m¨¢s de 20.000 seguidores en Instagram, posan con mucha actitud.
Un poco m¨¢s arriba, en el ahora desdibujado barrio de Chelsea, sale la l¨ªnea L, que a las once de la noche es una caravana hipster que lleva a Williamsburg, en Brooklyn. Es la experiencia m¨¢s blanca (en t¨¦rminos de raza) de la jornada, y Brooklyn es, precisamente, el nombre de una chica de 21 a?os que, como los chicos de la Juilliard, conf¨ªa en la improvisaci¨®n para que la noche despliegue su magia. Pero, como suele pasar en cuanto empieza el fin de semana, el metro tambi¨¦n decide improvisar: las obras cambian o interrumpen el itinerario y las esperas se multiplican. Y para cuando se consigue llegar, con una lanzadera poco funcional, al Brooklyn profundo y obrero de Broadway Junction, la otra faz de la noche reclama su parte del relato. Llegar ha costado casi dos horas. Tomando el tren de vuelta a Manhattan, un hombre afroamericano de edad dif¨ªcil de descifrar grita y va acusando de racismo a los blancos con los que se topa, que vuelven a contarse con los dedos de una mano. Por su lado, True, de 22 a?os, hace honor a su nombre y confiesa: ¡°Salir en Nueva York siempre es esto. Una estafa. He venido hasta aqu¨ª para el cumplea?os de una chica que ni siquiera es tan amiga m¨ªa y ahora tengo que volverme al Bronx¡±. Le espera en casa su pareja no binaria. Son las dos de la madrugada y quiz¨¢ llegue pasadas las 3.30. Los que decidieron quedarse por Manhattan o en el Brooklyn m¨¢s cercano regresan con un esp¨ªritu m¨¢s positivo, aunque subiendo por el oeste hasta ?Washington Heights, la ciudad que nun). Quiz¨¢ haya que ir a buscarla de vuelta a la calle 14, en la estaci¨®n de Union Square, una de las que tienen garita policial y quca duerme se contradice a s¨ª misma. Emergen entre tantos cuerpos presentes en mentes ausentes dos hermanas que a las tres de la madrugada se vuelven entusiasmadas de un encuentro literario para mujeres isl¨¢micas. Sakeenah y Firdaws, de 27 y 25 a?os, son emprendedoras: una ha creado una l¨ªnea de ropa de dise?o para la mujer isl¨¢mica moderna y la segunda se dedica a vender Soba Hibiscus, una bebida sin alcohol con ingredientes nigerianos. Todos los viajeros van llegando, antes o despu¨¦s, a su destino. Y en la calle 191, la estaci¨®n de la que ¨²nicamente se puede salir en ascensor, solo dos personas cruzan el t¨²nel que mantiene las esencias de esa nostalgia por el metro de los ochenta, pues es una especie de museo del grafiti. La soledad puede confundirse con el miedo, pero es este un buen momento para recordar que la estad¨ªstica es de 1,2 incidentes de violencia por cada mill¨®n de viajeros. Es cierto que supone un aumento notable y que la peligrosidad es el halo que persigue en el presente al metro de Nueva York (alcanzando su c¨¦nit en abril con un tiroteo en pleno vag¨®n que se sald¨® con 13 heridos). Quiz¨¢ haya que ir a buscarla de vuelta a la calle 14, en la estaci¨®n de Union Square, una de las que tienen garita policial y que congrega a altas horas de la madrugada a varios perfiles de exclusi¨®n social. Un hombre afroamericano duerme sin dejar de fumar marihuana (el olor de su humo se ha hecho habitual en Nueva York desde que se legalizara la primavera de 2021). Un joven es atendido por la polic¨ªa por una aparente intoxicaci¨®n de alcohol o drogas. Un transe¨²nte salta a las v¨ªas farfullando¡ Y se abre el debate de la percepci¨®n de peligro y el peligro real. De la confusi¨®n de crimen con salud mental, adicci¨®n y pobreza. Del orden que no corresponde a las fuerzas del orden. Poco antes de las elecciones, el alcalde de la ciudad, Eric Adams, y la gobernadora del Estado, Kathy Hochul, anunciaron su medida estrella para el metro: 10.000 horas m¨¢s de turnos de patrulla policial y un refuerzo de 60 agentes. ¡°Debemos abordar tanto la percepci¨®n como la realidad de la seguridad¡±, asegur¨® el alcalde. ?C¨®mo se cambia la percepci¨®n?, cabe preguntarse.
A las cinco de la madrugada, la percepci¨®n se nubla y ya solo queda volver al punto de origen. Tomando la ¨²nica l¨ªnea que no pasa por Manhattan, la G, cierran la jornada dos blancos de clase obrera que parece que se acaban de conocer y est¨¢n disfrutando de una noche de pasi¨®n, pero en realidad llevan 12 a?os casados y van camino del trabajo. Tampoco aparentan m¨¢s edad de la que tienen. ¡°Nos conocimos en OkCupid cuando casi nadie lo usaba¡±, dice Danielle, de 39 a?os. Valyn, de 38, quiere ense?arle a su esposa, de baja definitiva por razones m¨¦dicas, su lugar de trabajo, el Departamento de Salud de la Ciudad de Nueva York, donde ejerce de agente de seguridad. ¡°Estoy seguro de que en las 24 horas que llevas en el metro no te has encontrado a nadie como nosotros¡±, concluye ella. Y tiene raz¨®n y no la tiene. Porque el metro ha cambiado en muchas cosas, pero sigue llevando en todos sus vagones una ciudad llena de complejidades y de humanidad que quiz¨¢ puedan pasar inadvertidas, pero a las que solo hay que acercarse y dar conversaci¨®n.
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