?Por qu¨¦ los activistas protestan en museos y no en gasolineras?
La ola de ataques a obras de arte reaviva el debate alrededor de los motivos por los que cierto activismo entiende las pinacotecas como un objetivo sobre el que verter su ira
Dec¨ªa el cineasta underground Jonas Mekas que el arte ¡°nace libre¡±, y que solo sociedades ¡°enfermas¡± como la nuestra se obstinan en encerrarlo en museos y centros de cultura contempor¨¢nea. Mekas escrib¨ªa sobre las desventuras del arte recluso en la d¨¦cada de 1960, una ¨¦poca inflamada de situacionismo, contracultura y vanguardismo libertario. Sacar el arte a la calle, para que produjese ¡°destellos de luz deslumbrante¡± al entrar en contacto con la vida, parec¨ªa por entonces un programa urgente y revolucionario. Hoy, a juzgar por el comunicado que hizo p¨²blico el pasado 10 de noviembre el Consejo Internacional de Museos (por sus siglas en ingl¨¦s, ICOM), organizaci¨®n que agrupa a alrededor de 40.000 salas de exhibici¨®n de 141 pa¨ªses, las prioridades han cambiado. La urgencia pasa m¨¢s bien por proteger el arte de una nueva amenaza: el fervor revolucionario de los activistas contra el cambio clim¨¢tico. En el ¨²ltimo par de meses, obras como Las majas, de Francisco de Goya; las Latas de sopa Campbell, de Andy Warhol; La joven de la perla, de Johannes Vermeer; El sembrador y Los girasoles, de Vincent van Gogh, o Almiares, de Claude Monet, han sido objeto de actos vand¨¢licos de intensidad variable. Por todo el planeta, de Madrid a Camberra, pasando por La Haya o Roma, proliferan este tipo de agresiones performativas y de esp¨ªritu vagamente iconoclasta que tal vez no hubiesen desagradado del todo a Warhol o al propio Mekas. En general, persiguen m¨¢s el impacto medi¨¢tico que causar da?os considerables y responden a dos patrones de actuaci¨®n b¨¢sica: encadenarse a las obras forzando un desalojo o arrojarles comida.
Abri¨® la veda, el pasado 28 de mayo, un activista clim¨¢tico de 38 a?os que estamp¨® una tarta de crema contra el cristal que protege La Gioconda en el parisiense Museo del Louvre. De la media docena de ataques que ha sufrido la c¨¦lebre pintura de Leonardo da Vinci desde 1956, esta ha sido, con diferencia, la m¨¢s inocua. La importancia de esta acci¨®n estriba, seg¨²n explica la periodista de Art News Caroline Goldstein, ¡°en que se viraliz¨® de manera instant¨¢nea gracias a los v¨ªdeos difundidos por los visitantes del museo y la mayor¨ªa de los medios de comunicaci¨®n informaron al respecto¡±. Con ello, cre¨® una nueva pauta en lo que a activismo agresivo contra el cambio clim¨¢tico se refiere: cu¨¦late en uno de los principales museos del planeta, ensucia una obra de arte c¨¦lebre, aprovecha para vociferar un par de consignas y es muy probable que te ganes un hueco en los informativos.
Sin embargo, tal y como recuerda la propia Goldstein, ¡°los intentos de destruir grandes obras de arte, sean reales o simulados, poseen una eficacia pol¨ªtica muy relativa, por no decir nula¡±. Ninguna agenda gubernamental sobre combustibles f¨®siles se va a ver alterada por que alguien cubra un cuadro de Van Gogh de sopa de guisantes.
En el comunicado del ICOM se insiste en el riesgo de ¡°no tener en cuenta lo fr¨¢giles que resultan en realidad esos objetos irremplazables¡± contra los que se est¨¢ atentando. No todas las pinacotecas cuentan con medidas de seguridad como las del Louvre y no todos los cuadros pueden recibir un nivel de protecci¨®n comparable al de La Gioconda. La proliferaci¨®n de agresiones obligar¨ªa a los museos a gastar en la protecci¨®n de sus cat¨¢logos unos recursos de los que con frecuencia no disponen y, adem¨¢s, les forzar¨ªa a transformarse en instituciones bunkerizadas, en esa especie de c¨¢rceles de alta seguridad llenas de arte recluido que denostaba Mekas en su d¨ªa. A corto plazo, gestores culturales como Tristram Hunt, director del Museo Victoria & Albert de Londres, se plantean medidas como registros exhaustivos o restricciones de acceso para contrarrestar ¡°este activismo nihilista que considera que el arte es algo fr¨ªvolo y superfluo contra lo que resultar¨ªa leg¨ªtimo atentar en tiempos de crisis¡±.
Claire Armitstead, redactora de The Guardian, considera que estos alardes de vandalismo con coartada pol¨ªtica resultaban chocantes hace unas semanas, pero hoy van ya camino de convertirse en ¡°tan triviales como molestos¡±. Armitstead reconoce a los activistas ¡°una cierta sensibilidad y cultura a la hora de escoger sus armas¡±, porque no es lo mismo rociar Los girasoles, de Van Gogh, con una warholiana sopa de tomate que hacerlo con un mucho m¨¢s convencional espray de guerrillero urbano. Sin embargo, ¡°pese a lo muy progresistas y situacionistas que pueden resultar estas supuestas denuncias de la mercantilizaci¨®n obscena del arte en un contexto de emergencia clim¨¢tica¡±, la periodista se resiste a aceptar que Van Gogh, el artista maldito que solo vendi¨® en vida un cuadro y un pu?ado de litograf¨ªas y dibujos, ¡°sea parte del problema¡±. A Armitstead le resulta particularmente inaceptable una de las ideas esgrimidas por los grupos de acci¨®n ecol¨®gica que han reivindicado los asaltos contra Monet, Vermeer o Goya: la supuesta incompatibilidad entre arte y vida. ¡°Si me preguntas con cu¨¢l de los dos me quedo, te contestar¨¦ que es complicado, porque no concibo la vida sin arte ni el arte sin vida¡±, concluye.
Tal y como recuerda Caroline Goldstein, hasta la irrupci¨®n de esta nueva hornada de iconoclastas de v¨ªa estrecha, los atentados contra el arte se consideraban actos propios de perturbados o de lobos solitarios radicalizados hasta el delirio. Era el caso de Laszlo Toth, ge¨®logo australiano que irrumpi¨® en la bas¨ªlica de San Pedro un d¨ªa de mayo de 1972 para propinarle una docena larga de martillazos a la Piedad de Miguel ?ngel. ?Su excusa? El hombre se consideraba la reencarnaci¨®n de Jesucristo y pretend¨ªa desagraviar a su madre, la Virgen Mar¨ªa, cuya imagen hab¨ªa sido trivializada por una estatua blasfema. Los da?os que caus¨® a la obra fueron considerables, y probablemente la hubiese reducido a un amasijo de esquirlas de m¨¢rmol de no ser por la intervenci¨®n de un escultor estadounidense, Bob Cassilly, que se jug¨® el pellejo para frenar la acci¨®n de Toth y su piqueta de dos cabezas. Al ge¨®logo lo deportaron a Australia tras mantenerlo dos a?os internado en una instituci¨®n psiqui¨¢trica. Para Goldstein, el problema al que nos enfrentamos ahora mismo es que los actuales herederos de esa caterva de locos mesi¨¢nicos creen tener una causa de fuerza mayor, la salvaci¨®n del planeta, que justifica sus desmanes.
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