Los ¨²ltimos de Saint James. Una eleg¨ªa londinense
En los clubes de la zona ¡ªBoodle¡¯s, Brooks¡¯s, White¡¯s¡ª se han perdido fortunas por causas entre l¨ªricas y alcoh¨®licas
Nunca tuve una granja en ?frica, al pie de las lomas de Ngong, pero s¨ª tuve un pisito en Saint James, entre Christies y Fortnum and Mason, lo que resulta m¨¢s pr¨¢ctico a esa bendita edad en que, lejos de renunciar al mundo y sus pompas, estamos deseando rebozarnos en ellas. Los petimetres de todo tiempo han amado Londres, aunque ¡ªo porque¡ª no se conoce que haya hecho mejor a nadie nunca. De hecho, el pied-¨¤-terre en Saint James iba a ser, desde el amanecer de los clubes en el XVIII, el destino natural de esos muchachos solteros que dejaban sus fincas en los condados para ejercer de parlamentarios por el d¨ªa y de calaveras por la noche. No hab¨ªa ¡°r¨¦gimen de incompatibilidades¡± todav¨ªa, y la propia palabra ¡°apartamento¡± iba as¨ª a ir ganando una connotaci¨®n equ¨ªvoca, que ¡ªcomo se sabe¡ª es la manera que tenemos de subrayar aquello que es rotundamente inequ¨ªvoco. Un apartamento en Saint James permit¨ªa, ante todo, ir de tu club a tu casa en un solo tumbo. Y los tumbos eran ¡ªson¡ª frecuentes en un pa¨ªs donde la bebida ha sido la fiesta nacional.
No dir¨¦ que Londres sea la mejor Inglaterra: ninguna exaltaci¨®n comparable a la de cruzar, qu¨¦ s¨¦ yo, Staffordshire en un tren m¨¢s bien a?oso, o tomar una pinta en Norwich junto al r¨ªo. De hecho, puede pensarse que Londres vuelve un poco tontaina a todo el mundo, como ese personaje de Thomas Mann que se enfada cuando la mantequilla en la mesa no tiene forma de vieira. Desde mi ventana en Saint James ve¨ªa pasar, por cada dacia duster, un pu?ado de lamborghinis en color verde loro: la sensaci¨®n era la de habitar un mundo no del todo real.
Era, por eso mismo, un mundo mucho m¨¢s bonito, y me sonr¨ªo al pensar que Saint James cubr¨ªa todas tus necesidades, siempre que estas fueran lacas japonesas, trampantojos de Meissen o chucher¨ªas d¨¦co. Ligerezas aparte, Londres agota el bonus m¨¢s generoso en media ma?ana, pero concretamente Saint James era de los pocos lugares donde a¨²n se le pod¨ªa dar un fin po¨¦tico al dinero: paraguas a medida, soldados de plomo, medallas de los tiempos de Wellington, libros dedicados por Anthony Powell, batines fantas¨ªa para aflorar tu papagayo interior. Paul Morand lo dijo como nadie: ¡°Todo ese beau monde iba a Londres a fin de hacer provisi¨®n anual de jerez amontillado, de fusiles expr¨¦s (¡), de semillas de c¨¦sped, de sombreros de seda, de habanos colorados y de esos palos de golf que han conservado su forma dieciochesca y parecen cucharones de madera¡±. En los clubes de la zona ¡ªBoodle¡¯s, Brooks¡¯s, White¡¯s¡ª se han perdido fortunas tambi¨¦n por causas entre l¨ªricas y alcoh¨®licas: apostar por qu¨¦ gota de lluvia llega antes al marco de la ventana, por ejemplo. No dir¨¦ que fuera edificante, pero deb¨ªa de ser divertido.
Desde el primer lunes de la Creaci¨®n ya hay quien se queja de que las cosas no son lo que eran. En Londres pueden tener algo de raz¨®n: cierran zapateros a medida, retiran su placa esos sastres que ya no tienen a nadie que vestir. A Harrods hace tiempo que lo llaman Horrids, y ¡ªcada vez m¨¢s¡ª las casas del barrio no las ocupan lechuguinos sino firmas aburrid¨ªsimas de inversi¨®n. En menos de una generaci¨®n, ese Londres que fue capital espiritual del gusto se ha convertido, s¨ª, en un mundo de ayer.
Hoy, los ¨²ltimos de Saint James resisten con el estupor ante la vida de un ciervo albino. Yo los he visto: mi vecina, viuda alegre que se bajaba una botella de espumoso cada noche; aquel se?or de sastrer¨ªa fina, encorvado por la edad, que a¨²n sub¨ªa a la tienda de quesos a por su cu?a de Stilton; ese periodista pol¨ªtico de 150 kilos que desayunaba, com¨ªa y cenaba en los clubes y que sobrevivi¨® a la covid y nos va a sobrevivir a todos. Desde mi ventana ve¨ªa a menudo a alg¨²n amigo bajar la calle bien trajeado, con aplomo, con esa sonrisa que solo se dibuja cuando acabamos de pecar o vamos a bebernos media botella de claret en el club. Y a veces solo necesitaba verle bajar la calle para animarme, ponerme la corbata, bajar yo tambi¨¦n al club y ayudarle as¨ª con la otra media, porque hay gestos del XVIII que siguen rigiendo en ese Saint James que todav¨ªa dimos en vivir en el XXI.
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