Peque?a antolog¨ªa de grandes ¨¦xitos
Nadie volver¨ªa a dedicarme un elogio tan grande. ¡°Chaval¡±, me dije, derriti¨¦ndome de gratitud. ¡°Ya puedes morirte tranquilo¡±
All¨¢ va un secreto a voces: el oficio de escritor es el mejor oficio del mundo, y todo plum¨ªfero, por insignificante o desdichado que sea, atesora triunfos ¨ªntimos, instantes plet¨®ricos en los que, aunque s¨®lo sea por un segundo, se siente justificado como escritor. El problema es que no se los podemos contar a nadie: ni a nuestras familias, que est¨¢n hartas de nosotros (un escritor es b¨¢sicamente un individuo insufrible: algunos, de lejos, dan bien, pero de cerca todos somos para salir corriendo), ni mucho menos a nuestros colegas, porque los escritores somos muy envidiosos y nos odiamos entre nosotros: todos los escritores hablamos mal de todos, y todos tenemos raz¨®n. As¨ª que no nos queda m¨¢s remedio que comernos con patatas nuestras alegr¨ªas. Se trata, sobra decirlo, de una injusticia flagrante, con la que voy a terminar ipso facto gracias a esta peque?a antolog¨ªa de grandes ¨¦xitos. Al fin y al cabo, si uno no es capaz de hablar bien de s¨ª mismo, ya me contar¨¢n ustedes qui¨¦n demonios va a hacerlo.
Me limitar¨¦ a referir tres an¨¦cdotas. La primera es de un 23 de abril, fiesta de Sant Jordi en Barcelona. Por entonces yo llevaba un par de a?os sin publicar una novela, as¨ª que aquella ma?ana me encerr¨¦ a escribir en vez de salir a firmar mis libros por las calles del centro, abarrotadas como cada a?o de libros y rosas. El hecho ocurri¨® al mediod¨ªa. Llevaba cinco horas parti¨¦ndome la cara con el ordenador sin conseguir arrancarle una maldita frase decente, y hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que yo no era un escritor o de que era el peor escritor espa?ol desde don Jos¨¦ Echegaray, primer premio Nobel de Literatura de nuestro pa¨ªs, cuando baj¨¦ a un restaurante cercano a mi despacho. Com¨ª con ganas de echarme a llorar sobre los macarrones y el bistec, y, cuando ped¨ª la cuenta, la camarera me dijo que ya estaba pagada. La mir¨¦ sin entender. ¡°Un se?or¡±, se encogi¨® de hombros, se?alando una mesa vac¨ªa. ¡°Me ha dicho que es un lector suyo y que a ver cu¨¢ndo publica un libro nuevo¡±. Al salir del restaurante esprint¨¦ hacia mi despacho, dispuesto a pasarme el resto del d¨ªa parti¨¦ndome la cara con el ordenador (y con quien hiciera falta).
La segunda an¨¦cdota ocurri¨® a?os m¨¢s tarde, en Sevilla, donde el diario Abc tuvo la generosidad insensata de concederme un premio por un art¨ªculo sobre la ciudad. Hubo una ceremonia. Pronunci¨¦ un discurso. Hubo un c¨®ctel. Fue entonces cuando vi que se abr¨ªa paso hacia m¨ª un tipo impecable, repeinado y sonriente: era Rafael Ruiz, el moreno de Los del R¨ªo. ¡°?Ey, Macarena!¡±, pens¨¦. ¡°Me ha encantado¡±, me espet¨® Ruiz, refiri¨¦ndose a mi discurso. Le di las gracias. ¡°?Lo he entendido todo!¡±, a?adi¨®, incr¨¦dulo (en realidad, lo que dijo fue: ¡°L¡¯entend¨ªo to¡±). En el colmo del entusiasmo, remach¨®: ¡°??Ni una sola met¨¢fora!!¡±. Comprend¨ª que aquel era mi gran momento, que nadie volver¨ªa a dedicarme un elogio tan grande. ¡°Chaval¡±, me dije, derriti¨¦ndome de gratitud. ¡°Ya puedes morirte tranquilo¡±.
La tercera an¨¦cdota ocurri¨® no hace mucho, en El Asador de Aranda de la avenida del Tibidabo, Barcelona. Hab¨ªa ido a comer all¨ª con mi familia y, al salir del ba?o, un hombre muy serio me se?al¨® con un dedo intimidante; parec¨ªa el encargado, o el propietario. Me asust¨¦: pens¨¦ que hab¨ªa hecho algo mal, pens¨¦ que me iban a echar a patadas del restaurante. Sin dejar de se?alarme, el tipo dijo: ¡°Un hombre que se molesta porque los dem¨¢s se r¨ªan de ¨¦l no es un hombre¡±. La frase me sonaba, pero no sab¨ªa de qu¨¦. La cara del tipo se ilumin¨® con una sonrisa. ¡°Eso no lo digo yo¡±, puntualiz¨®, alarg¨¢ndome la mano. ¡°Lo dice Melchor¡±. Melchor es Melchor Mar¨ªn, el protagonista de mi ¨²ltima novela, y, mientras estrechaba la mano de aquel hombre, me pregunt¨¦ cu¨¢ntas veces se habr¨ªa molestado porque alguien se hab¨ªa re¨ªdo de ¨¦l, y me dije que aquellas palabras hab¨ªan encontrado su lector ideal.
Paul Val¨¦ry escribi¨® que las obras maestras las escriben los lectores, no los escritores. Llevaba raz¨®n. El protagonista de la literatura no es el autor, sino el lector, que es quien termina los libros. El Premio Nobel es magn¨ªfico, pero el premio m¨¢ximo de un escritor son sus lectores.
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