Democratizar la democracia
No ser¨ªa f¨¢cil elegir por sorteo mandatarios tan incultos y c¨ªnicos como algunos que hemos padecido
En una magn¨ªfica novela de Bruno Arpaia titulada Il fantasma dei fatti, sir d¡¯Arcy Osborne, embajador brit¨¢nico ante el Vaticano, escribe en 1943: ¡°Los principios y las reglas de la democracia son extra?os a la naturaleza del pueblo italiano. La gran masa de los italianos es individualista y pol¨ªticamente irresponsable, y se preocupa s¨®lo de sus problemas econ¨®micos m¨¢s inmediatos. Mussolini ten¨ªa raz¨®n al decir que los italianos han sido siempre pobre gente¡±.
Estas palabras son un ejemplo excelso de un cierto supremacismo brit¨¢nico, pero, Mussolini aparte, prefiguran otras casi id¨¦nticas que muchas luminarias pronunciar¨ªan m¨¢s tarde en lugares donde, como la Italia del final de la guerra, se planteaba la posibilidad de instaurar una democracia: en la Espa?a de la agon¨ªa de Franco, en la Latinoam¨¦rica que en los a?os ochenta empezaba a librarse de las dictaduras militares, en los pa¨ªses del este de Europa que, poco despu¨¦s, intentaban emerger de m¨¢s de medio siglo de comunismo, o durante la Primavera ?rabe. Es cierto que algunas de esas revoluciones democr¨¢ticas se frustraron, o triunfaron s¨®lo a medias; tambi¨¦n es cierto que, en realidad, nadie est¨¢ preparado para la democracia. ?sta no es un don, o una gracia; es una conquista cotidiana, muy exigente: la prueba es que basta con darla por descontada para ponerla en peligro. Lo natural, desenga?¨¦monos, es la sumisi¨®n: ser libre cuesta un esfuerzo tremendo. Siempre ha sido as¨ª, pero ahora, lejos ya del optimismo de principios de siglo, cuando la democracia parec¨ªa el ¨²nico horizonte pol¨ªtico posible (eso era el famoso ¡°fin de la historia¡± de Fukuyama), la evidencia se ha vuelto flagrante. De un lado porque, a ra¨ªz de la crisis de 2008, a la democracia le ha salido un competidor encarnizado: esa forma de autoritarismo que llamamos nacionalpopulismo; de otra, porque las democracias presentan s¨ªntomas de fatiga, si no de agotamiento. La democracia necesita con urgencia renovarse, y s¨®lo puede hacerlo de una forma: con m¨¢s democracia. Es lo que propone la lotocracia, un tipo de democracia que defiende la elecci¨®n por sorteo de nuestros representantes pol¨ªticos; no es una panacea, pero, como escrib¨ª hace poco en esta columna, gestionada de manera inteligente, cautelosa y progresiva ¡ªlean Contra las elecciones, de David van Reybrouck¡ª, puede contribuir a una regeneraci¨®n pol¨ªtica permanente y convertirse en un ant¨ªdoto contra el enloquecimiento provocado por el poder, en un acicate para que todos nos responsabilicemos de lo que es de todos y, tal vez, en la ¨²nica esperanza veros¨ªmil de que la ensuciada palabra democracia recupere su limpio significado primigenio: poder del pueblo. ¡°?Entonces vamos a elegir por sorteo a nuestro presidente del Gobierno?¡±, se burlar¨¢n de inmediato los pol¨ªticos profesionales, aterrados ante la perspectiva de quedarse sin empleo; la pregunta recuerda otras que se formulaban hace siglo o siglo y medio: ¡°?Entonces vamos a permitir que el voto de un catedr¨¢tico cuente lo mismo que el de un obrero?¡±; o mejor: ¡°?Entonces vamos a permitir que voten tambi¨¦n las mujeres?¡±. La lotocracia no propone que el presidente del Gobierno se elija por sorteo (ni suprimir las elecciones, ni los pol¨ªticos elegidos en elecciones ¡ªque convivir¨ªan con los elegidos por sorteo¡ª, ni siquiera los partidos pol¨ªticos, nudo gordiano de la democracia actual), pero reconozcamos que no ser¨ªa f¨¢cil elegir por sorteo mandatarios tan zoquetes, incultos y c¨ªnicos como algunos que hemos padecido.
?Una utop¨ªa, la lotocracia? No m¨¢s de lo que lo era hace poco el sufragio universal. Sir d¡¯Arcy Osborne se quedaba corto: todos, y no s¨®lo los italianos, tendemos a la irresponsabilidad; es una tendencia suicida, que se contrarresta adquiriendo cada vez m¨¢s responsabilidad. En eso consiste la lotocracia: en abrir de manera progresiva pero imparable la gobernanza a los gobernados con el fin de construir un sistema m¨¢s leg¨ªtimo, igualitario, justo y eficaz, y de acercarnos poco a poco al ideal aristot¨¦lico: que los ciudadanos seamos alternativamente gobernantes y gobernados. Y en eso deber¨ªa consistir, creo yo, la pr¨®xima revoluci¨®n.
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