La palabra arena
Sirve para medir el tiempo, para erigir castillos sin reyes ni se?ores, para poner su granito y ser uno con muchos

Arena: en estos d¨ªas nos rodea la arena. Vamos hacia la arena, vamos llenos de arena, disfrutamos la arena, detestamos la arena, salimos a la arena. La arena es nuestra meta y nuestro engorro, el espacio que imaginamos para imaginarnos, el lugar para ser otros por un rato.
Me gusta la palabra arena. Nos lleg¨® sin m¨¢s vueltas del lat¨ªn: ya entonces era arena. Y era y sigue siendo una palabra amena, serena, susurrante. Una palabra que designa algo que parece y no es uno sino una multitud: la arena es la suma ¡ªincontable¡ª de sus granos. Cada grano debe ser diferente de todos los dem¨¢s, y seguro que ellos saben distinguir sus diferencias. Pero para nosotros son solo partes de ese todo: una met¨¢fora mala de la humanidad.
Y es, tambi¨¦n, la muestra de que la destrucci¨®n recrea. Cualquier trozo de playa pudo ser, hace millones de a?os, rocas enormes, picos tremebundos: ahora son pedacitos inasibles, arena entre los dedos. Eran por lo macizo, lo intratable; ahora son por pura agregaci¨®n, materia hecha de sol y claridad. A veces me estremece pensar que esos granos que se escurren por chiquitos son lo que queda de un pe?¨®n que quiz¨¢ fue m¨¢s grande que Madrid o, incluso, que Coscojuela de Sobrarbe. La arena es la mejor demostraci¨®n de que nada se pierde, todo se transforma. Algo as¨ª quer¨ªa decir el maestro Borges cuando escribi¨® El libro de arena e imagin¨® que entre dos de sus p¨¢ginas siempre pod¨ªa haber otra: que, aunque las encerraran tapas, sus hojas eran infinitas.
Pero adem¨¢s la arena ¡ªla palabra arena¡ª tiene muchos usos. La arena sirve para apreciar la cal, para que los avestruces escondan sus cabezas, para hacer bancos que no te robar¨¢n. Tambi¨¦n sirve para medir el tiempo, para erigir castillos sin reyes ni se?ores, para poner su granito y ser uno con muchos. Y, aunque en algunos cuentos se nos mezcle con sangre, nadie piensa que es su culpa sino de los brutos ¡ªnobles o no¡ª que en ella evolucionan. Porque esas son las arenas artificiales, las que hombres ¡ªromanos o hispanos, omeyas o mayas¡ª incluyeron en sus ciudades para hacer sus cositas de hombres. Las verdaderas arenas son las de esos mundos marginales al nuestro, tan parecidos y opuestos entre s¨ª: el desierto, la playa.
Hasta hace siglo y medio las dos grandes arenas recib¨ªan un trato semejante: tanto las playas como los desiertos sol¨ªan ser evitados por los seres. Los desiertos, es obvio, eran trampas hechas de sol y sed, interrupciones de la Tierra, peligros que atravesar, dejar atr¨¢s. Pero las playas tambi¨¦n eran temibles: un espacio impreciso donde la tierra se transformaba en agua y viceversa, todo se confund¨ªa, acechaban sirenas, tormentas y piratas. Las ciudades ¡ªincluidos los puertos¡ª no sol¨ªan construirse junto al agua sino un poco m¨¢s lejos, reparadas, ya fuera de la playa; como los grandes oasis al borde del desierto.
Tuvo que llegar el siglo XIX, sus ideas de progreso y lujo, sus fantas¨ªas de higienismo, para que algunos ricos imaginaran que pasar unos d¨ªas del lado de las olas era elegante y sano y, faltaba m¨¢s, tan excluyente. Lo inventaron, inventaron esos hoteles presuntuosos, los llenaron de espejos y ruletas, se apoderaron de la arena. Hace unas d¨¦cadas la enorme mayor¨ªa de las personas de tierra adentro nunca hab¨ªa visto un mar: lo imaginaban, lo ol¨ªan en sus sue?os, no sab¨ªan dibujarlo. Uno de los momentos m¨¢s emotivos de la historia social europea es aquel verano de 1936 en que miles y miles de obreros franceses, que acababan de conquistar con su Frente Popular de entonces las vacaciones pagadas, fueron a ver el mar en tren o en bicicleta. La arena se llen¨® de pobres: se volvi¨® de muchos.
Y desde entonces es ese espacio aspiracional que nos conmueve y nos renueva. La playa, sus manteles de arena, es un lugar com¨²n de c¨®mo funcionamos. El mejor ejemplo de ese ¡ªmal¡ª negocio que consiste en pasarse muchos meses pensando que uno no quiere estar adonde est¨¢ pero debe estar all¨ª para poder, por unos d¨ªas, estar en otro sitio. El mejor ejemplo de c¨®mo sabemos construir y utilizar esos espacios donde ser otros y poder ser, fuera de ellos, los mismos, los mismos. El mejor ejemplo, dir¨ªa, de c¨®mo nos partimos.
Y de c¨®mo, de tanto en tanto, nos creemos que no somos arena.
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