Humillaci¨®n en el restaurante con ¨ªnfulas
Mal servicio, mala comida y sablazo final: la desastrosa visita de Kiko Amat a un antro peripuesto de la Costa Brava inaugura una secci¨®n en la que nuestros escritores favoritos hablan de restaurantes.
El otro d¨ªa mi familia y yo fuimos v¨ªctimas de un atraco que se perpetr¨® a plena luz del d¨ªa ante la aterrorizada mirada de medio centenar de v¨ªctimas (en proceso de ser tambi¨¦n victimizadas). El delito en cuesti¨®n no fue cometido por un caco toxic¨®mano ni un psic¨®pata en busca y captura, sino por un restaurante ampurdan¨¦s llamado La Timoteca (1). Un lugar cuyo esp¨ªritu es una combinaci¨®n perfectamente espantosa de inoperancia, desinter¨¦s, clasismo e ¨ªnfulas abochornantes, casi punibles por la ley.
?ramos siete: mi mujer, mis dos hijos y una familia de tres que ahora me tiene bloqueado en el Whatsapp. Y yo, que hab¨ªa escogido ¨Cpor razones que soy incapaz de comprender¨C aquel vergonzante vertedero sin virtud. Ten¨ªamos mesa reservada a las 14:30, y el propio due?o nos acomod¨® solo llegar. Eso, de hecho, es todo lo que va a decirse aqu¨ª a su favor: que nos proporcion¨® sillas y nos permiti¨® sentarnos en ellas, en lugar de atarnos las mu?ecas a las rodillas y dejarnos medio morir de hambre y sed, al modo Guant¨¢namo, en el duro suelo.
Pero me contradigo: el servicio de La Timoteca s¨ª nos dej¨® morir de hambre y sed. Un chico y una chica con la expresi¨®n perpetuamente abatida de los que han sido abandonados a su suerte, y el chef, que se paseaba por entre las mesas imp¨¢vido y altivo como el almirante Mountbatten en plena campa?a naval, pusieron en pr¨¢ctica una t¨¢ctica de atrici¨®n que uno solo relacionar¨ªa con los grandes cercos b¨¦licos de la historia (El ?lamo, quiz¨¢s; Stalingrado, incluso): cerrar el flujo de v¨ªveres, quiz¨¢s esperando que la hambruna y la ausencia de l¨ªquidos provocasen nuestro desfallecimiento (si bien breve, para poder cobrarnos igual).
Pasaron entonces muchos minutos, y los minutos empezaron a agruparse en mitades de hora, siguiendo su costumbre, antes de que nadie se dignase siquiera a echarnos un vistazo cauteloso, como el que echar¨ªas desde la puerta al interior de una leproser¨ªa. No ped¨ªamos ni cari?o, solo algo de obsequiosidad y una m¨ªsera muestra de inter¨¦s, pero no hubo manera: se inventaron seis m¨¦todos nuevos de comunicaci¨®n sin hilos y los cient¨ªficos hallaron un nuevo combustible no-f¨®sil, y solo entonces el servicio ¨Cun risible d¨²o¨C se rebaj¨® a reparar en nuestra innoble presencia. Gracias a Dios. Hab¨ªamos empezado a palparnos los unos a los otros, sospechando que alguien nos hab¨ªa echado por encima el manto de invisibilidad de Frodo Bols¨®n.
Al final lleg¨® el camarero. Nos pusimos muy contentos, un poco como los rescatados de ?Viven!, aunque lo cierto es que aquel p¨¢jaro llegaba 30 minutos tarde. Sudando a mares, adem¨¢s, como si acabase de realizar alguna desaconsejable pentatl¨®n transampurdanesa, pero, eso s¨ª, sin emplear con nosotros la menor disculpa. Acto seguido, y luciendo su mejor rictus de rep¨®quer, nos hizo entrega de las anheladas cartas. Ser¨¦ franco: ?todo lo que hab¨ªa en aquella carta, redactada de forma ampulosa y gongorina? Era una birria. Una birria de nombre aparente y regio, con m¨²ltiples ornamentos y servido haciendo malabares con platos chinos encima del cegador prepucio del chef, pero una pura birria igual.
Y: sed. Una sed atroz. Ni los reos de Tenko pasaban la sed que pasamos nosotros en La Timoteca, y ellos al menos ten¨ªan agua fecal. En La Timoteca no. All¨ª no te ofrecen ni la disenter¨ªa. Ni, desde luego, cerveza (pues se ve que es bebida de pobres). En su lugar nos presentaron una esencia turbulenta en estado l¨ªquido llamada Inedit Damm servida en copas muy aparentes (el equivalente de servir coca-colas tibias en el Santo Grial), pero solo tras quince nuevos minutos de espera.
Mientras traseg¨¢bamos, algo abatidos, aquellos tres buches de cripto-cerveza caldosa transportada en carruaje de vizconde, desfilaron sobre nuestra mesa los primeros embustes: una cosa que llamaron, sin asomo alguno de iron¨ªa, ¡°reducido crujiente de paella¡±, o lo que en pa¨ªses menos dados a la fantas¨ªa hiperb¨®lica ser¨ªa conocido como Do-ri-tos. Jodidos doritos, acompa?ados poco despu¨¦s de un qu¨¦-me-est¨¢s-contando explosivo, y casi et¨¦reo en su insignificancia, de tomate con una anchoa. Pan con tomate en pildorita, para astronautas. O para gilipollas, como todo apuntaba que era nuestro caso.
Oh: y el pan. El viejo pan. El nuevo pan. El pan que nunca lleg¨®, ni del fr¨ªo ni de ninguna otra parte. Lo fabrican all¨ª, ?saben? En SU PROPIO HORNO. Por supuesto, eso da lo mismo, porque ustedes jam¨¢s llegar¨¢n a verlo. Para el caso podr¨ªan anunciar que est¨¢ amasado al un¨ªsono por las nalgas de la Virgen Mar¨ªa y el chirri de la pornstar Ann Davis. Su pan es de fantas¨ªa, como los Reyes magos o el advenimiento del comunismo internacional. Una deseable quimera. A lo ¨²nico que podr¨¢n hincarle el diente, queridos comensales de La Timoteca, es a su propia fe; y esta va a desintegrarse en unos instantes. Se lo garantizo.
As¨ª est¨¢bamos los siete, rez¨¢ndole a un elusivo pan m¨¢gico, cuando (otra quincena de minutos m¨¢s tarde) se materializ¨® en nuestra mesa el pat¨¦, que ¨Cya lo imaginan- tuvimos que degustar a machetazo salvaje hacia nuestras bocas, como hotentotes, pues el trigo de las santificadas obleas de SU PROPIO HORNO estaba a¨²n siendo sembrado en SU PROPIO HUERTO (inciso: me gustar¨ªa ver a qu¨¦ llaman ¡°huerto¡±. Si todo funciona en base a la misma escala de demencia reductiva, su ¡°huerto¡± es un triste tiesto de supermercado chino con dos hojas de menta chuchurridas y una rama osificada de romero).
Pero al menos hubo vino. Es un decir.
Aqu¨ª, debo admit¨ªrselo, perdimos la compostura y empezamos a carcajearnos de aquel vil vodevil. Pues la carta de vinos estaba en Ipad, un cachivache capaz de almacenar gigas y gigas de informaci¨®n vin¨ªcola, y que en La Timoteca consideran indispensable para exponer su fastuosa bodega de 8 vinos. S¨ª: ocho. Ja, ja es lo ¨²nico que procede expresar aqu¨ª. Admitan que ustedes tambi¨¦n se habr¨ªan re¨ªdo como locos a cada pasada de dedo sobre la carta de vinos m¨¢s rid¨ªcula de la historia. Aquella carta digital era como un brik de Don Sim¨®n envuelto en armi?o y piedras preciosas, empu?ando un cetro y dando ¨®rdenes descabelladas al vulgo. Mucho-mucho para luego, a la que le arrancas la pirotecnia, nada-de-nada.
Sigamos: tras dos eras geol¨®gicas, la extinci¨®n de doce razas de insecto y seis temporadas de una serie de HBO, aterrizaron los segundos platos. No llegu¨¦ a ver qu¨¦ les sirvieron a mis pobres hijos, pues desapareci¨® como la tripulaci¨®n de Alien el Octavo pasajero: de un mordisco. Les digo con absoluta sinceridad que nunca hab¨ªa visto a nadie comer con tal apetito primigenio, que me hizo pensar en los terribles azotes de hambruna del a?o mil.
En todo caso no culpo a mis ni?os por deglutir de ese modo, desoyendo los requisitos respiratorios m¨ªnimos e ignorando el uso de cuberter¨ªa b¨¢sica: eran ya las 16h de la tarde, corcho. Sobre esa hora, tiempo de merienda en toda Europa, unos instantes antes de que trajesen nuestros platos, yo empec¨¦ a aullar ¡°?pan con Nocilla! ?traigan pan con Nocilla!¡±, medio turulato por el hambre y el maltrato.
Sigamos con los segundos platos. Se antoja complicado describir c¨®mo eran, y la web de La Timoteca no esclarece la cuesti¨®n (no cuelgan el men¨², imagino que temerosos del escarnio universal). Pero puedo decirles esto: que todo sab¨ªa medio hervido, sin enjundia ni saz¨®n, ni (huelga decir) estaba aquello cocinado con amor de ning¨²n tipo, y las ¨²nicas l¨¢grimas que fuimos capaces de distinguir en el plato de ¡°Calamarcitos con l¨¢grimas de guisantes¡± que pidi¨® mi amigo David las estaba derramando ¨¦l mismo, sobre el mantel, incapaz de contenerse, ya consciente del hom¨¦rico timo culinario del que hab¨ªa sido v¨ªctima. Cada uno de dichos platos val¨ªa unos 30 Euros. 30 del ala de inmundicia hervida, de no-entidad pasada por agua, 120 euros en segundos platos de la m¨¢s espeluznante NADA que he tragado en toda mi existencia.
No pregunten por postres, copas, caf¨¦s. Como habr¨¢n empezado a sospechar, no nos quedamos para experimentarlos. Y quiero decirles ahora que no me considero un hombre poco razonable, ni de esp¨ªritu cruel. S¨¦ lo que es un mal d¨ªa. No esperaba una procesi¨®n de flagelantes del Medioevo rumbo a nuestra mesa, arranc¨¢ndose la piel con sonoros restallidos de l¨¢tigo a cada paso, implorando nuestra clemencia, ni tampoco que el chef se practicase un vistoso harakiri. Pero un miserable ¡°eh, lo sentimos mucho, hoy est¨¢bamos completamente desbordados, nos sentimos fatal¡±, acompa?ado de alg¨²n tipo de descuento, hubiese sido lo elegante. Lo decente. No por regatear, ni por racaner¨ªa, maldita sea, sino por puras razones de justicia fundamental y de dignidad elemental.
Pero en La Timoteca no opinan lo mismo. Ni en broma, vaya. Nos cobraron los m¨¢s de 200 euros de la cuenta sin pesta?ear, tras dos horas y media de servicio infame y cocina lamentable. Su idea de disculpa fue servirnos (ag¨¢rrense) cuatro chupitos de garnatxa (2), s¨ª, garnatxa (carcaj¨¦ense ahora, sin temor), lo que (convendr¨¢n conmigo) es m¨¢s un insulto directo a la propia madre que un acto de reparaci¨®n o contrici¨®n, en cualquier cultura de b¨ªpedos dotados de alma. Para entonces, el chef ya hab¨ªa dejado de pasearse, impert¨¦rrito, por entre las mesas, consciente de que los comensales de aquella absurda ilusi¨®n con nombre de restaurante iban a desembuchar igual.
Conclusi¨®n: si quieren ser humillados, mal servidos, mal alimentados y para colmo atracados, dir¨ªjanse a La Timoteca. Sale algo m¨¢s caro que una visita a una madama de sadomaso, pero les dominar¨¢ e insultar¨¢ de formas mucho m¨¢s imaginativas, y encima no hay palabra de seguridad ni forma de escape. La tortura est¨¢ servida.
(1) Le hemos cambiado el nombre por razones legales. Aunque no lo merezcan.
(2) Vino de licor dulce, t¨ªpico del Ampurd¨¢n y similar al moscatel.
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