?Es tan horrible comer en Ikea?
Se ha hablado mucho de los espantos de los restaurantes Ikea, y va siendo hora de que saber la verdad. Uno de nuestros colaboradores somete los platos estrella del gigante sueco a examen. ?Canguelo justificado?
La misi¨®n es clara: comer en Ikea y decidir si la pesadilla es tan cruenta como nos la cuentan. El abanico de posibilidades es amplio: un men¨² infantil a base de macarrones con salsa de ?tomate?, rollitos de salm¨®n, bandejas con m¨¢s salm¨®n tieso como Walt Disney, aperitivos de gambas, ensalada de pollo con cosas¡ ?hay hasta alb¨®ndigas vegetarianas! No obstante, vengo a probar los cl¨¢sicos de la casa, los oldies que siempre pide la pista de baile.
Todos sabemos que Ikea no es precisamente c¨¦lebre por la exquisitez de sus ofrecimientos culinarios. Pero desde 2013, a?o en que se aire¨® la detecci¨®n de bacterias fecales en sus pasteles de chocolate y ADN equino en sus alb¨®ndigas, la multinacional sueca ha alimentado las pesadillas del planeta gastronomista con m¨¢s dedicaci¨®n que Freddy Krueger. Los precios ultracompetitivos de algunos de sus productos tampoco han contribuido precisamente a generar confianza. ?Qui¨¦n en su sano juicio se zampar¨ªa un hot-dog que cuesta menos que un paquete de chicles?
Pues yo. Y seguramente muchos lectores. La pregunta pierde su aplastante l¨®gica cuando accedes a la dimensi¨®n paralela de la tienda. Dentro de Ikea tu dignidad de comensal se volatiliza, eres capaz de digerir cosas que jam¨¢s se te ocurrir¨ªa probar fuera de sus paredes. Sus celeb¨¦rrimos perritos calientes, por ejemplo, te llamar¨¢n como cantos de sirena. O te atas a una Benno como Ulises al m¨¢stil, o acabar¨¢s comprando un hot-dog de la casa a 1 € sin saber c¨®mo has llegado al mostrador. Un pesta?eo m¨¢s y tendr¨¢s en la mano un bollito reseco, incapaz de contener una salchicha fl¨¢cida, tibia, atiborrada de copos de cebolla frita que parecen caspa y coronada por dos lonchas de pepinillo revenido.
Inundo al peque?o bastardo con un chorro industrial de mostaza y lo engullo sin preguntarme por los decenios que lleva esa salchicha en remojo, por los potenciadores de sabor o por las paladas de sal y grasa de este prodigio de la comida procesada. Sencillamente, disfruto con un pecado culpable. En plena fiebre por la comida hipersaludable, engullir este petardo de colesterol es un acto de subversi¨®n que sienta hasta bien. Bueno, quiz¨¢s ¡°sentar bien¡± no es la expresi¨®n m¨¢s adecuada...
Alb¨®ndigas en remojo
Subimos al restaurante, basta de juegos. He arrastrado a un compa?ero de trabajo conmigo: necesito m¨²sculo para el codillo. La planta es un avispero. Aunque la decoraci¨®n intenta evocar un ambiente colorista y familiar, el aura de comedor sovi¨¦tico es intimidante: si los cocineros lanzaran el pur¨¦ a las bandejas desde el otro lado del mostrador con una botella de Stoli en la mano, no me sorprender¨ªa.
Llevamos 25 minutos de cola. Parejas al borde de la ruptura, resoplidos, codazos intercostales, carros extraviados, ni?os gritando... Estamos dispuestos a soportar el v¨ªa crucis, porque al final del calvario nos espera la recompensa. Se llaman K?ttbullar y son unas alb¨®ndigas suecas que la camarera cuenta minuciosamente, mientras un afluente de sudor por el que podr¨ªa surfear un h¨¢mster le recorre la pechera. 15 bolas de ?carne? directas al plato. Un Everest de pur¨¦ de patata recalentado que quiz¨¢s fue cremoso en otra era. Mermelada de ar¨¢ndanos que dejar¨¢s intacta en el plato, y lo sabes. Y, para rematar, un lago marr¨®n de salsa de carne en el que se ahogan todas mis esperanzas de esquivar el c¨®lico¡
Si buscas sutileza a 6 euros el plato, te has equivocado de chef. Estas alb¨®ndigas pertenecen a una galaxia a a?os luz del planeta Esponjosidad: son pelotitas masticables de chicha que saben a pienso de cafeter¨ªa de cadena de televisi¨®n. Necesito asfixiarlas en pur¨¦ y salsa para que me recorran el gaznate sin causar estragos. A la quinta alb¨®ndiga, algo se rebela en mi organismo. Se est¨¢ formando una masa de alta densidad en mi est¨®mago. Decido que es hora de pasar al otro plato estrella de Ikea, no sin cierto nerviosismo: hay muchas ilusiones puestas en el salm¨®n con salsa holandesa.
Ilusiones que se truncan en cuanto intento masticar al aderezo de verduras que lleva el pescado, una masa gomosa de vegetales que parece relleno de almohada y me obliga a abalanzarme sobre la inundaci¨®n de salsa holandesa que hay al otro lado del plato en busca de sabor.
Dice Anthony Bourdain que a las bacterias les pirra la salsa la holandesa, pero ni siquiera sus advertencias impiden que sumerja en el charco amarillento un pedazo de salm¨®n tibio (o mejor dicho, casi fr¨ªo) que, sinceramente, sabe a colchoneta y esta demasiado cocinado. Consigo devorar la mitad del pescado y opto por parar antes de que mis lacrimales empiecen escupir salsa holandesa como mangueras fuera de control. Todo para llegar a este momento.
La hora del codillo
El codillo asado de la casa es la raz¨®n por la que he enga?ado a un pobre diablo para que me acompa?e a Ikea a comer. Este plato es a Ikea lo que el Big Mac a McDonald¡¯s. Un cartel indica que nos enfrentamos la pieza m¨¢s vendida del restaurante y lo certifico in situ: una de cada tres bandejas carga con un trozo de gorrino palpitante. Por siete euros te encasquetan un rollizo brazuelo que descansa sobre un manto de patatas fritas. La visi¨®n inquieta: ese pedazo de carne es para los aut¨¦nticos h¨¦roes, y algo me dice que voy a quedarme tocando la ¨²ltima canci¨®n mientras este Titanic se hunde.
Pero¡?qu¨¦ iron¨ªa es esta? ?S¨ªndrome de Estocolmo en un restaurante sueco? Por alguna raz¨®n estoy disfrutando con esta carne macilenta, morada, revestida de una segunda piel de pringue aceitoso que reflejar¨ªa la osa mayor en campo abierto. Parece que la han asado bien, el material est¨¢ tierno, que ya es mucho. 7 euros el plato. Bien.
Mientras hundo los caninos hasta tocar hueso, observo las bandejas que la gente va dejando al irse y en todas ellas parece que el codillo ha pasado por una ba?era de pira?as fam¨¦licas: solo se aprecian huesos pr¨ªstinos, sin rastros de carne; los comensales, abatidos por una jornada salvaje de compra de muebles que despu¨¦s tendr¨¢n que montar, pulen ese codo porcino como si fuera un trabajo de ebanister¨ªa.
Observo la carnicer¨ªa, participo de ella. Detritos c¨¢rnicos se aferran a mi barba, y mi nariz gotea grasa. Estoy en semitrance: tengo visiones de elfos oscuros, vikingos bailando desnudos y cubiertos de sangre en los fiordos. Una empleada me comenta que hay gente que solo va a Ikea a comer ese codillo.
Toca poner fin al ritual y me cierno sobre uno de los ¨ªtems m¨¢s temidos de la casa: un pastel de chocolate que tendr¨¢ que soportar chistes escatol¨®gicos sobre bacterias fecales durante centurias. No obstante, a este pastel hay que temerlo por otra raz¨®n: las toneladas de az¨²car que lleva. Es un dulce correoso, denso, con caramelo, almendras y un crujiente en la superficie que te machaca la quijada. Mis muelas se estremecen ante el aluvi¨®n de sacarosa. Adem¨¢s, este tri¨¢ngulo hipercal¨®rico viene acompa?ado de un digestivo infalible a modo de extra: un bomb¨®n de chocolate.
Los vapores de cocina industrial y el sabor de la comida me retrotraen a mis d¨ªas de media pensi¨®n en la escuela. La comida de Ikea es lo m¨¢s parecido a la manduca de los colegios (o al recuerdo que yo guardo de ella). Vivo la experiencia con una mezcolanza de pavor y nostalgia: por momentos, siento la presencia amenazante de la se?u, pill¨¢ndome mientras deslizo un par de alb¨®ndigas en el bolsillo del uniforme escolar.
Dicen que es comida de guerrilla a precios de crisis, pero un plato de codillo, un refresco y un pastel rondan los 10 euros, y podr¨ªa enumerar montones de restaurantes con men¨²s mediod¨ªa a 12 euros infinitamente mejores y m¨¢s variados. Son los misterios de Ikea; todos nos estremecemos con las historias de miedo que nos cuentan de su restaurante, pero todos dejamos el hueso de su codillo como si le hubiera pasado una pulidora industrial. Salgo del recinto, miro hacia delante cuando paso por el mostrador de los hot-dogs, pero no puedo evitar salir a la calle con una bolsa de cebolla frita y unos bizcochos de chocolate. Ni siquiera s¨¦ c¨®mo han terminado en mis manos. No me lo pregunto. No miro atr¨¢s. Simplemente huyo.
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