Fauna de chiringuito: todos los tipos humanos que no fallar¨¢n este agosto
Del camarero tatuado a los cangrejos brit¨¢nicos pasando por los vascos franquiciados por Quechua: ¨¦sta es nuestra gu¨ªa para observar las distintas especies que te vas a encontrar en el bar de la playa.
Hay una imagen inevitable en cualquier chiringuito espa?ol, sea pijo o vulgar, ibicenco o pueblerino: el paisano acodado en la barra, de bamb¨² o de madera, y solo. Solo porque no espera compa?¨ªa y solo por actitud: callado frente a una jarra de cerveza, esperando a que transcurra el verano, viendo el calor pasar. A ratos mira el peri¨®dico, tambi¨¦n husmea el tel¨¦fono. A veces sostiene un libro decorativo para el que -si te fijas- no lleva marcap¨¢ginas.
Porque, en realidad, este paisano cartujo, de protovejez indeterminada, a medio camino entre los cincuenta y los sesenta, semicano, semicalvo o semitodo, se ha sentado a mirar a la gente que viene y que va del mar al refrigerio y vuelta a empezar. Contempla a las chavalas de bikinis insuficientes y a los chavales de m¨²sculos encerados. Pero tambi¨¦n al camarero de temporada, a la biso?a familia que desmonta el carrito de gemelos del SUV, al tibio jubilado escandinavo, al inmigrante ambulante y a ti. A toda la fauna que a continuaci¨®n vamos a repasar.
Pero ojo: nuestro amigo no es un cotilla strictu sensu. Ese var¨®n que encadena ca?as dobles cual tragabolas de Cruzcampo es el Primer Poblador del Chiringuito Espa?ol, el humanoide que le confiere sentido a este lugar mitol¨®gico. El chiringuito supera a Covadonga, El Escorial, la Sagrada Familia, el Acueducto segoviano y la Alhambra granadina como identidad. Supera a la Catedral de Santiago como anhelo peregrino y fe en el camino. Y supera al INE como radiograf¨ªa social. Porque el chiringuito, en ¨²ltimo t¨¦rmino, es el cielo que los espa?oles hemos imaginado en la tierra; aunque nos haya salido regular.
Ese paisano ubicuo es, en consecuencia, el cristo sufriente de este cen¨¢culo a cielo abierto. Est¨¢ ah¨ª por un motivo muy sencillo: no le gusta la playa. Ni el sol, ni la arena, ni la gente tumbada en bater¨ªa. Despu¨¦s de salir del hotel a primera hora de la ma?ana, azuzado por su se?ora, y despu¨¦s de cagarse en el hijo del carpintero buscando un aparcamiento, ha depositado a la esposa en la orilla junto con el canasto de cremas y pareos para, de inmediato, aparcarse ¨¦l mismo en el ¨²nico bar cercano. Su huida del gent¨ªo es la de un poeta simbolista franc¨¦s. Su pose, la de un cabrero con el ba?ador demasiado grande y el moreno jornalero. Dentro de su barriga estallan cometas. Este art¨ªculo ten¨ªa que haberlo escrito ¨¦l.
Vayamos de su mano para no sentirnos nunca solos en un chiringuito, para no descubrirnos extra?os del ajeno, sino para identificarnos con nuestros semejantes, desde los ga?anes a los rid¨ªculamente modernos. Si algo nos puede volver a cohesionar como sociedad no es Twitter ni el Parlamento: es el chiringuito de playa, mejor ventilado de intolerancias que nuestros intoxicados bares urbanos.
Tipos de chiringuitos
Para empezar, debemos aclarar que hay cuatro tipos de chiringuitos en Espa?a, estereotipados por la geograf¨ªa. El chiringuito cant¨¢brico, o del Norte, no es un chiringuito ad hoc, pues el sol aparece poco y a contracorriente. Es un amago, y huele a sal. El chiringuito del Mediterr¨¢neo, por contra, es el Wallapop de los chiringuitos hispanos, el cl¨¢sico, el viejuno, el que funciona todo el a?o alternando camadas de jubilados en invierno con turistas en verano. Ese que todav¨ªa te recibe con cartas plastificadas en un biling¨¹ismo funambulista y con fotos ajadas de sus fideu¨¢s. Huele a bronceador y a prisa.
En tercer lugar est¨¢ el chiringuito andal¨², capitaneado por la costa gaditana, furiosamente de moda desde hace unos diez a?os. Huele a suave marihuana, y tiene un horario libertino. Por ¨²ltimo, como aut¨¦ntico canon o patr¨®n de los anteriores, tenemos el chiringuito ibicenco, el modelo bajo cuyas vanguardias evolucionan todos los anteriores y que huele a perfume de 120 pavos el tarro. Ibiza concentra todas las modernidades a las que, por las tiran¨ªas eclesi¨¢sticas, mon¨¢rquicas o golpistas, siempre hemos llegamos tarde como pa¨ªs: el hippismo de California, el chic de Saint-Tropez, las raves brit¨¢nicas, los atardeceres de la Toscana, el lujo de escaparate de Santorini y el desparrame de Mikonos. Todo esto re¨²ne Ibiza, pero como pegado en un ¨¢lbum de cromos.
Ahora, los chiringuitos de la isla hasta recrean presuntos ambientes rurales de su pasado, reimaginados por estudios de dise?o londinenses. Porque Ibiza es m¨¢s for¨¢nea que oriunda, un parque tem¨¢tico de nuestras aspiraciones, el espejo de una naci¨®n que no se lav¨® la cara de lega?as hasta hace cuarenta a?os. Por extrapolaci¨®n, el Chiringuito Espa?ol tambi¨¦n es, ante todo, eso: una aspiraci¨®n. En nuestra breve democracia apenas nos ha dado tiempo a otra cosa que desarrollar el placer como imaginaci¨®n. El para¨ªso balear es el resultado de ese sue?o interrumpido.
El camarero
Esto piensa en la barra nuestro paisano huidizo -pero muy filos¨®fico- mientras pide la ca?a inicial. Se sienta cabizbajo y lo primero que atisba del camarero es el brazo, plagado de tatuajes hasta el hombro y m¨¢s all¨¢. Son dibujos de alambres, runas o filigranas maor¨ªes, si el interfecto ronda los cincuenta a?os. O letras japonesas y dragones rugientes, si es un cuarent¨®n. Si anda entre los veinte y los treinta, suele esparcir ¨¢guilas desplegadas, rosas coloreadas, alg¨²n delf¨ªn despistado y frases en tipograf¨ªa cursiva, ilegibles a primera vista, que le cruzan el pecho bajo la camiseta como el eslogan de una bufanda futbolera. Pero siempre tatuajes. Siempre. Sin tatuaje, no puedes ser camarero o camarera de temporada. ¡°Veneno en la piel¡±. Tambi¨¦n ayuda tener un cuerpo ejecutado en el gimnasio. Porque el criterio de contrataci¨®n en el chiringuito lo marca Instagram, no el Ministerio de Trabajo ni el convenio de Hosteler¨ªa y Servicios.
Classic camarero chiringuitero. GIPHY
Quien te sirve la ca?a nunca es del lugar. Ni tampoco es camarero o camarera de oficio: solo trabaja en verano para sacarse unos cuartos con los que sostenerse durante los meses de fr¨ªo. No disfruta de d¨ªas de asueto y arrastra un cansancio descomunal, pero siempre se hace el simp¨¢tico. Si est¨¢s en el Sur, invariablemente te acompa?ar¨¢ la comanda con un chiste. En lugar de patatas o aceitunas, un chiste de aperitivo. Hasta el punto de que, al tercer d¨ªa de playa, nuestro paisano solitario quiere matarlo. Pero se reprime: como veterano, sabe que el sueldo de estos jornaleros depende en gran medida de las propinas. De ah¨ª su impostada simpat¨ªa, absolutamente contradictoria con el cansancio y con la frecuente resaca de un empleado precario que no por matarse a currar pretende perderse el verano. Por esa raz¨®n, nuestro protagonista siempre deja propinas. Quiz¨¢ sirvan para a?adir otro tatuaje al mapa epid¨¦rmico fuera de convenio. O quiz¨¢ contribuyan a sufragar el alquiler cuando en septiembre regrese al cuchitril de Madrid o Barcelona, para encadenar nuevas ocupaciones de temporero.
La nueva familia
Un camarero o camarera estival, adem¨¢s, es el mejor gu¨ªa posible para descubrir otros parajes que esa playa o ese bar. Como salen todas las noches, aunque se les caiga el alma, conocen los mejores sitios para escapar de la masa, sean calas recoletas, restaurantes genuinos o garitos donde un cubata no te salga tan caro como la declaraci¨®n trimestral de un aut¨®nomo. Eso parece pensar la joven madre sentada en la mesa aleda?a a nuestro callado paisano. Debe estar acabando la treintena y sostiene entre sus brazos a un beb¨¦. Mira tambi¨¦n a una de las camareras, pero con cierta a?oranza. Quiz¨¢s hace unos veranos era ella la que entraba y sal¨ªa de la barra. Sobre el tatuaje de su brazo (tres p¨¢jaros alzando el vuelo) se agarra la diminuta mano de un nuevo ser humano que no para de berrear.
Entonces aparece su marido, con otra criatura a cuestas, m¨¢s una mochila en un hombro, una bolsa de ¨ªtems prenatales en el otro, y la mano sobrante conduciendo malamente el carrito gemelar Hauck Swift X Duo Superligero. Se sienta sin decir palabra. Se derrumba, m¨¢s bien. Ella y ¨¦l son j¨®venes de cuerpo y piel, excepto debajo de los ojos. Piden un daikiri sin alcohol y una clara. Beberlas con el cabestrillo maternal les exigir¨¢ sortear obst¨¢culos cual Mario Bros frente a Donkey Kong.
Ella le reprocha que no pare de mirar el m¨®vil, que no desconecte del trabajo. ?l suspira, sin apartar la mirada de la pantalla, y le pregunta con innecesaria iron¨ªa si el coche se va a pagar solo. Los dos se preguntan qu¨¦ ha pasado, d¨®nde qued¨® aquel ardor de luna llena en el ba?o de aquella discoteca. ¡°No tocarte, y pasar todo el d¨ªa junto a ti¡±. Pero una risa tonta de uno de los cr¨ªos les devuelve a su nuevo centro de gravedad permanente. Al observarles, nuestro paisano solitario piensa que, con un poco de descanso, en seguida encontrar¨¢n otro escondite para el deseo. Aunque les suponga el tercero.
"Te cuelgo, que estoy de vacaciones". GIPHY
Las cejas blancas
El joven matrimonio pide la carta para picar algo y se asombra de lo caro que se ha vuelto todo. No saben si culpar a la inflaci¨®n galopante, o a las nuevas celdas del excel dom¨¦stico donde consignan sus gastos en pa?ales, pediatra y potitos. Nuestro paisano est¨¢ a punto de acercarse para aclararles que, en realidad, el chiringuito medio espa?ol se ha vuelto m¨¢s caro a¨²n.
Tambi¨¦n podemos agrupar estos restaurantes en tres grupos. Primero, los que mantienen las paellas desma?adas y la fritanga. Segundo, los que disfrazan de cool platos sin cocina, de quinta gama, mayormente vegetariana. Y en tercer lugar, los (pocos) chiringuitos donde a¨²n puedes comer lo mejor del mar, pero que funcionan con tarifas de estrella afrancesada. Cada uno, en su categor¨ªa, suele imponer precios telesc¨®picos, desmesurados. La paella para dos ba?istas no vale los 60 euros que te cobran por ese arroz con despojos y caldo industrial.
El ¡°hummus natural¡±, los ¡°nachos con guacamole casero¡±, la ¡°hamburguesa beyond¡± (de lentejas) y la sangr¨ªa de cava tampoco justifican los 150 pavos (170, si a?ades la tarta de zanahoria). Y los 290 euros de ¡°las almejas de roca aderezadas con hinojo y sal negra¡±, m¨¢s la ¡°lubina salvaje¡± (dos raciones) y el godello ¡°sobre sus l¨ªas¡± podr¨ªan para pagar el primer mes de renta para una pescader¨ªa en un mercado de abastos. Como se te ocurra pedir chupito, tienes que adelantar el viaje de vuelta.
El grupo de escandinavos que acaba de coger sitio en la mesa de la esquina -tras hacer cola durante tres cuartos de hora bajo un sol inmisericorde-, recibe sin embargo la oferta con mejor ¨¢nimo. Sea un arroz con gambas j¨ªbaras y calamares jur¨¢sicos, o los artefactos veganos adornados con cebolla frita: todo les viene bien. Cualquier ticket espa?ol les resulta asequible, como le sucede al hispano en Portugal. Y adem¨¢s, parecen entretenerse con las vueltas absurdas que le damos a la tortilla de nuestra gastronom¨ªa.
No obstante, ¨²ltimamente el chiringuito abusa demasiado, sobre todo para esta maltrecha econom¨ªa que arrastramos. Pero claro, tampoco es culpa ¨²nica del hostelero, seg¨²n piensa nuestro paisano solitario, mientras sopesa si las cejas blancas de los escandinavos har¨¢n un efecto Chroma Key cuando se sacan selfies con el cielo despejado de fondo. Tienen pinta de prejubilados, pero su delgadez fibrosa y el gesto pl¨¢cido de sus caras sugieren una envidiable salud juvenil. Ser¨¢ porque llevan votando m¨¢s a?os. Porque hace tiempo que superaron el debate del aborto o el del emperejamiento por sexos.
Sin embargo, desconocen que el chiringuito espa?ol, en realidad, siempre ha sido caro, pues naci¨® en un pa¨ªs que empez¨® a vender a turistas antes de conocer al extranjero, antes de salir al mundo. Y antes de aprender c¨®mo operaba un verdadero mercado capitalista. Y antes de que los chanchulleros de la corte y la subcontrata se reconvirtieran en grandes empresarios. Todos los ladrillos han resultado fr¨¢giles, como los del espejismo tur¨ªstico, que hoy recomponemos bajo palmeras de paja, l¨¢mparas de filamento, maderas suecas, tumbonas de lino, platos de pizarra y decoraciones en blanco. Ese flamante paisaje playero que, en unos a?os, reconocer¨¢n como viejuno los gemelos del carro superligero.
El m¨²sculo y la nalga
Los escandinavos, a pesar de su espera, han sido de los primeros en sentarse a comer, pues es conocido que esta gente se maneja con otro horario, m¨¢s calmo. La cola del acceso al chiringuito encadena ahora al resto de la fauna habitual, bullanguera conforme la fila se alarga y el hambre empieza a azuzar. Nuestro entom¨®logo de cabecera atisba desde la barra (cuarta ca?a), los siguientes fenotipos:
Tres cangrejos brit¨¢nicos sin camiseta, con gorras Gant, que sacan latas de cervezas sin parar de una nevera bandolera.
Dos ejemplares de hispano-gimnasio, s¨®lidos como el acero corten, depilados, bronceados y brillantes como un ¨ªdolo precolombino, de flequillo lamido y con la nuca rapada y tatuada (otro ¨¢guila, aunque al mover la cabeza parece un estornino). Ves a sus cerebros catalogando a las camareras, como un ojeador del Castilla o del Barcelona Atl¨¨tic. Sus deltoides, por cierto, son m¨¢s grandes que dos hamburguesas beyond juntas.
Como estos. GIPHY
Junto a ellos, tres ejemplares similares pero en femenino, y con diversos injertos de pol¨ªmeros inorg¨¢nicos en aquellas partes de su cuerpo consideradas sensuales. Entre las tres mozas, adem¨¢s, re¨²nen quinientos euros a?adidos en gafas de sol. Su edad ha quedado diluida entre el gesto sacrificado, en la cara de felicidad tensa, en ese rictus quir¨²rgico tan instagramero. ¡°Y es que est¨¢s hecha de pl¨¢stico fino¡±.
Hay una nutrida familia de catalanes que conversa muy alto. La leyenda popular dice que es la Generalitat la que sufraga los gastos de estas familias para que, all¨¢ donde vayas, sea camping, museo o piscina, te encuentres con una. ¡°Con un piso puesto, con un chalet. Con piscina privada y un sal¨®n de t¨¦¡±.
Tambi¨¦n hay una pareja de vascos franquiciados por Quechua en bicicleta, que repasan la carta de viandas de la entrada con un recelo montaraz. Igualmente, se cuenta que estas partidas o embajadas auton¨®micas las organiza el lehendakari cada verano.
Un migrante africano visiblemente agotado ofrece abalorios sin que nadie le haga caso. ¡°Con un suave balanceo voy por ah¨ª¡±.
Hacia mitad de la cola, un asturiano abraza a otro asturiano con el que se ha encontrado.
Dos j¨®venes italianas con neoprenos se sacuden las melenas rizosas buscando donde apoyar las tablas de surf. Son insultantemente guapas. ¡°Y crec¨ªa aquella flor sin pensar en nada m¨¢s que en amar y ser amada por m¨ª¡±.
Un matrimonio de jubilados de Murcia est¨¢ flipando, con los ojos como platos, al recorrer uno a uno a todos los que les preceden y suceden. ¡°M¨¦tete en el bolsillo las manos y no silbes para disimular¡±.
Un fulano que parece desembarcado del Brib¨®n, con camisa larga arremangada, bermudas estampados, fundas dentales, gafas a modo de diadema y el llavero del Cayenne girando en un ¨ªndice, se cuela a toda leche preguntando desde los lejos al camarero d¨®nde est¨¢ ¡°Juanchi, el metre, que quiero darle un abrazo, hostias¡±.
A gansos y gallos los contempla nuestro amigo solitario de la que pide la quinta, y ¨²ltima, ca?a doble. A esas alturas ya se ha hecho colega del camarero, que se ha enjaretado una gorra Goorin Bros con un jabal¨ª en el frontal, porque a las tres de la tarde sofoca el sol. Y porque le vienen tres turnos de mesas consecutivos, cocina siempre abierta.
¡°?No te quedas a comer?¡±, le pregunta al paisano, ya con familiaridad sincera.
¡°No, voy a comer con mi mujer en la sombrilla, que ha tra¨ªdo fiambrera¡±. Y mientras sale, pasando junto a la cola interminable, piensa que Espa?a se puede concentrar en muy poco espacio. Casi cabe en una postal.
Conforme se aleja, de fondo suena una canci¨®n que le resulta familiar: ¡°Luna de agosto, madre y se?ora del vino: hazme encontrar el camino¡ Luna de agosto, vela conmigo. Soy el insomne, tu amigo¡±.
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