El bar de la portuguesa: ¡®pr¨¦lude¡¯
La autora de ¡®La mala costumbre¡¯ recuerda un local irrepetible de un Madrid casi olvidado
La fachada del bar de la portuguesa es como una cicatriz en la piel de la ciudad. El recuerdo de otro tiempo m¨¢s sucio y m¨¢s audaz que contrasta con las lisuras escandinavas de los locales que lo flanquean. Los azulejos bajo la amplia cristalera recuerdan a noches de manguerazos sobre el asfalto, colillas junto a las paredes y sexo r¨¢pido en los portales. Est¨¢n desconchados, sin lustre, pero no falta ninguno, hay un orgullo como se?orial que les asiste y no les permite sucumbir. Fueron de un color verdoso parecido al de los escarabajos, el sol y el tiempo los han vuelto ocres, pardos, deslucidos.
La cristalera, grande y rectangular, que comienza a medio metro del suelo y cubre casi por completo la altura de la fachada del bar, hasta el luminoso fundido, conserva restos de pintura que veinte o treinta a?os atr¨¢s anunciaba raciones de pulpo, bravas y calamares. Pintura roja, azul, blanca, como infantil. Me pregunto si quedar¨¢ vivo alguno de aquellos pintores de r¨®tulos, si no son ya ellos mismos restos craquelados de otro tiempo.
La puerta de acceso al bar es de aluminio y cristal, sin nada especial, me imagino tirando del pomo y casi la escucho chirriar con una nota grave al abrir, por dentro conserva la varilla oxidada sobre la que, hace a?os, colgaban unos visillos que duraron poco tiempo blancos, Mar¨ªa, la due?a, tuvo que quitarlos enseguida, el humo del tabaco y el vapor graso que constitu¨ªan la atm¨®sfera del local los convirtieron pronto en un harapo amarillento. Si cierro los ojos alcanzo a verlos. Alcanzo a verlo todo. Alcanzo a ver un jir¨®n flotante de mi propia vida.
El espacio no daba para m¨¢s que seis o siete mesas, con cuatro sillas cada una. Una columna central, inc¨®moda y poco oportuna, atajaba la posibilidad de la amplitud. La recubrieron de espejos con la idea de hacerla invisible, de convertirla en luz, pero acab¨® siendo el tocador de las travestis que hac¨ªan la calle en Valverde, Ballesta y Desenga?o, tambi¨¦n en el nuestro, las adolescentes perdidas que nos maquill¨¢bamos antes de salir a buscar el amor y la atenci¨®n de quien quisiera d¨¢rnoslo, las que hac¨ªamos lo mismo que las profesionales pero sin cobrar y con mucha menos pericia. All¨ª se com¨ªa y se beb¨ªa de lado, siempre pendiente del espejo, la ¨²nica mesa que estaba pegada a la columna era la m¨¢s preciada por todas, permit¨ªa mirar de frente al propio reflejo y compaginar la cena con ponerse guapas. Nos mov¨ªamos alrededor de aquel poste tosco como peregrinas alrededor de la Kaaba, demasiado juntas, vanidosas, sumisas con las m¨¢s furiosas y altivas con las m¨¢s t¨ªmidas. Era un baile circular en torno a la b¨²squeda de la belleza. ?ramos tan hermosas. Nuestros fantasmas siguen all¨ª, los de todas, porque el bar de la portuguesa, ya vac¨ªo, es un espacio que solo tiene perspectiva de pasado, un preludio triste de Satie clavado en la ciudad, un paseo al amanecer, un silencio confortable y ebrio, una l¨¢grima que no termina de caer, un hogarcito en ruinas que no permite ser otra cosa que lo que fue, un local cuyo car¨¢cter dificulta su venta.
Las paredes, apergaminadas, estaban cubiertas de fotos en blanco y negro con marcos baratos. Escenas de mar, de barcazas encalladas en playas viejas, de pescadores desconocidos, quemados por el sol, sosteniendo aperos, de mujeres sentadas en sillas de mimbre remendando redes; la portuguesa dec¨ªa que eran sus antepasados, aunque ella ni siquiera era portuguesa, hab¨ªa nacido en la sierra, en Setenil de las Bodegas, con otro nombre. Todas necesitamos pertenecer a una genealog¨ªa maravillosa, y ella, que lloraba siempre que escuchaba a Carlos Cano, decidi¨® ser hija del mar y llamarse Mar¨ªa. Bendita sea donde quiera que est¨¦.
La barra, a la izquierda del espacio si se miraba desde la puerta, era todo aluminio en la parte superior, sobre el que se acumulaban ca?as a medio terminar, copas de an¨ªs vac¨ªas, platos de comida, primero reba?ados, y despu¨¦s cubiertos de colillas y ceniza. Si alguna vez hubo vitrinas para proteger los aperitivos y las raciones, yo no las recuerdo. El marido de Mar¨ªa, Paco ¡°el mudo¡±, hac¨ªa las cuentas con una tiza sobre la misma barra, vistas desde el otro lado eran un galimat¨ªas de polvo blanco, pero ¨¦l parec¨ªa apa?arse con el sistema, nadie se quej¨® jam¨¢s, tampoco nos hubiera o¨ªdo de hacerlo. Era un hombre calmado, que nos observaba con ternura, si le lanz¨¢bamos una miradita esquinada mientras nos pint¨¢bamos los labios le hac¨ªamos sonre¨ªr, m¨¢s como un padre que como un hombre al acecho, me gustaba pensar que llev¨¢bamos una luz coqueta y estruendosa a su mundo de silencio.
La pared de detr¨¢s de la barra estaba atestada de estanter¨ªas con botellas, figuritas religiosas, postales viejas, azulejos con refranes groseros, cosas as¨ª. Estaba recubierta por una l¨¢mina de falso sapeli, que trataba de darle cierta elegancia al bar pero solamente lo oscurec¨ªa. Hacia el final de la misma, casi en la esquina, se abr¨ªa un vano que daba paso a una cocina peque?a, una cortina de cadenas lo cubr¨ªa de forma raqu¨ªtica, nunca vimos aquellos fogones, era como la sacrist¨ªa de Mar¨ªa y Paco, un espacio que nos estaba vedado.
Nunca en un bar se escucharon tantos tacones repicando por el suelo, agujereando servilletas sucias y haciendo crujir migas de pan. El ba?o de las mujeres siempre estaba limpio y bien iluminado, ¡°para las chicas¡±, dec¨ªa Mar¨ªa. De cu¨¢ntas travestis caben frente a un lavabo o en el habit¨¢culo de un retrete de taberna, la f¨ªsica quiz¨¢ no tenga la respuesta, pero nosotras s¨ª, y eran infinitas. El ba?o de los hombres estaba descuidado, a veces era lugar de encuentro de maricas mayores, a las que el cruising al aire libre se les hac¨ªa ya duro. Nos gustaba adivinar qu¨¦ hombres de los que estaban sentados en las mesas o acodados en la barra iban a entrar al ba?o, qui¨¦n se iba a emparejar con qui¨¦n, era bonito ese campo estrecho de aire al que las miradas sembraban de flores con un deseo anhelante. Los viejos que buscaban a otros viejos me parec¨ªan extra?amente inocentes, la sordidez era un concepto que no ten¨ªa cabida en aquel bar, est¨¢bamos all¨ª fuera de un mundo y dentro de otro, uno propio, divertido y nost¨¢lgico, de criaturas que solo quer¨ªan reconocerse, protegerse e invocar alguna clase de amor.
Miro el interior del local desde fuera, tratando de evitar el cartel de la inmobiliaria. En el pecho me resuena una verbena lejana, como un carrusel fantasmal y maravilloso que est¨¢ teniendo lugar muy cerca de m¨ª pero en otro plano. Pienso en qu¨¦ negocio terminar¨¢ ocupando ese espacio, en que no hay capas de pintura suficientes para convertir el bar de la portuguesa, cuadrado, estrecho, lleno de humo e inc¨®modo, en otra cosa que en s¨ª mismo. Imagino toda una energ¨ªa travesti, marica, descarada, enmoheciendo la tarima flotante, ara?ando los mostradores lisos y blancos, fundiendo las luces c¨¢lidas, amargando los futuros caf¨¦s a cuatro euros y llevando un calor salvaje a las entrepiernas de quienes pasen por all¨ª, hasta que terminen perdiendo la cabeza y la verg¨¹enza con desconocidos en los limp¨ªsimos ba?os mixtos.
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