No linchen al humorista
La multa de 40.000 euros a la revista Mongolia por una caricatura del extorero Ortega Cano evidencia las trabas que la s¨¢tira encuentra en tiempos de correcci¨®n pol¨ªtica
Resulta inevitable que cada cierto tiempo se desate una tormenta de furia contra un humorista. Ocurre desde la antigua Grecia y forma parte de la naturaleza de un discurso que trabaja ¡ªtanto por esp¨ªritu subversivo como por inclinaci¨®n ret¨®rica ¡ª en el l¨ªmite de lo aceptable. Lo que resulta inquietante es que esa furia se est¨¦ judicializando cada vez m¨¢s. En esa batalla entre humor y poder ha ingresado un nuevo elemento en la ecuaci¨®n: una transferencia de privilegios, deberes y cualidades entre el humorista y el pol¨ªtico que ha generado un mundo al rev¨¦s. Mientras el humorista es interpretado cada vez m¨¢s literalmente (en ocasiones sin el menor contexto), al pol¨ªtico ¡ªy al juez¡ª se le perdona cada vez m¨¢s su falta de conexi¨®n con la realidad m¨¢s elemental.
La ¨²ltima judicializaci¨®n de la broma en nuestro pa¨ªs ha resultado ser la sentencia del Tribunal Supremo contra la revista Mongolia, obligada en este caso a indemnizar con 40.000 euros al extorero Ortega Cano por vulnerar su derecho al honor. El motivo: un cartel que anunciaba un show en el que Ortega Cano aparec¨ªa como un marciano que ha estrellado su nave espacial. La cuant¨ªa de la multa ¡ªa todas luces desproporcionada, porque, sumada a las costas, ascender¨¢ a un total de 60.000 euros¡ª pone en la cuerda floja la mera existencia de la revista y se parece m¨¢s, por ese mismo motivo, a una enmienda a la totalidad (un gesto censor) que a una llamada de atenci¨®n o una multa por un exceso punible.
Todo comenz¨® en el no tan lejano 2015, cuando el Diccionario Oxford entroniz¨® como una de las palabras del a?o a la reci¨¦n nacida ¡°posverdad¡± (post-truth). El t¨¦rmino, seg¨²n la definici¨®n, denotaba las circunstancias ¡°en que los llamamientos a la emoci¨®n y a la creencia personal influyen m¨¢s en la formaci¨®n de la opini¨®n p¨²blica que los hechos objetivos¡±. Hab¨ªa algo que emparentaba humor y pol¨ªtica en ese contexto de la posverdad: el show. Ambos eran algo m¨¢s que primos hermanos en toda una serie de estrategias para llevar el discurso de lo serio a lo trivial, para instaurar lo surrealista con exageraciones, chistes o cualquier cosa que permitiera un golpe de efecto.
No es casual que en la segunda d¨¦cada del siglo XXI se haya producido el mayor trasvase del que se tiene constancia del mundo de la comedia al mundo de la pol¨ªtica. El comediante Beppe Grillo encabez¨® el Movimiento Cinco Estrellas, que ha formado parte de los dos ¨²ltimos Gobiernos italianos; en Ucrania, el comediante televisivo Volodimir Zelenski lleg¨® a la Presidencia, de la misma manera que lo hizo tambi¨¦n con sus chistes Jimmy Morales en Guatemala. En la lista hay eurodiputados, alcaldes y parlamentarios. Hasta en un pa¨ªs tan poco proclive a bromear en pol¨ªtica como Alemania, el partido par¨®dico Die Partei ¡ªfundado por la revista sat¨ªrica Titanic y que propone en su programa, entre otras cosas, un sueldo m¨ªnimo de un mill¨®n de euros, una ¡°cuota de vagos¡± y la construcci¨®n de un muro alrededor de Suiza¡ª obtuvo 900.000 votos, dos esca?os en la Euroc¨¢mara en las ¨²ltimas elecciones europeas y tiene un diputado en el Bundestag.
Algo similar sucede con los pol¨ªticos que, sin tener un pasado estrictamente relacionado con la comedia, han hecho carrera mediante un brutal ejercicio autopar¨®dico. Boris Johnson y Donald Trump son un buen ejemplo de ello. Como coment¨® Peter Thiel, uno de los millonarios patrocinadores de la campa?a presidencial de Trump: ¨¦l gan¨® las elecciones porque ¡°sus votantes se lo tomaron en serio, pero no literalmente¡±. Podr¨ªa decirse que ese seriously, but not literally es una de las claves de la posverdad (tambi¨¦n, ay, del humor). Pero lo que realmente les situ¨® en un nivel distinto fue que ambos tuvieron el hallazgo de hacer de s¨ª mismos una versi¨®n autopar¨®dica. Convertirse en la propia s¨¢tira fue al fin la estrategia perfecta, el camino m¨¢s eficaz a la cumbre. Y no solo ¡ªcomo ser¨ªa el caso del humorista¡ª porque quien hace de s¨ª mismo algo potencialmente risible puede, por ese motivo, pedir que se sea m¨¢s indulgente con sus defectos, sino porque el c¨®mico devenido en pol¨ªtico es ya per se alguien fuera de la l¨®gica convencional y, por tanto, inatacable.
Lo m¨¢s complejo de estos vasos comunicantes entre pol¨ªtica, humor y la consecuente judicializaci¨®n de la broma en la era de la posverdad es que la indulgencia tanto institucional como penal de la que parecen haberse beneficiado los pol¨ªticos no ha tenido, en contrapartida, un reflejo en el mundo de la comedia. Mientras un pol¨ªtico puede afirmar que no llueve cuando llueve (y beneficiarse de que as¨ª sea), nunca como en la ¨²ltima d¨¦cada se ha visto una avalancha de linchamientos como la que han sufrido los c¨®micos de nuestros d¨ªas. De nuevo, el caso de Mongolia es m¨¢s un term¨®metro del estado de la situaci¨®n global que una lucha particular. Si se sigue la l¨®gica de la sentencia del Tribunal Supremo hasta el final, sencillamente los medios sat¨ªricos no podr¨ªan existir: cada vez que un humorista quisiera hacer una s¨¢tira tendr¨ªa que pedir permiso a la persona de la que es objeto. Pero si se tiene en cuenta que Ortega Cano es un personaje p¨²blico con una presencia permanente en la prensa del coraz¨®n y comportamientos que han generado un debate social leg¨ªtimo (tauromaquia, alcohol y conducci¨®n, cumplimiento de penas y petici¨®n de perd¨®n) no parece tan descabellado que se produzca una s¨¢tira. A nadie, por otra parte, deber¨ªa extra?ar que Ortega Cano represente a una Espa?a con la que algunos ciudadanos se declaran cr¨ªticos. Pero ese tipo de multa ejemplarizante del Tribunal Supremo tiene todo el tinte de un pu?etazo sobre la mesa.
Al humorista se le pueden pedir algunas cosas esenciales para la democracia, como que mantenga abierto el necesario esp¨ªritu cr¨ªtico. Tal vez no se le pueda pedir que sea permanentemente razonable. Como hemos dicho, su trabajo se manifiesta en ese l¨ªmite sin el cual la carcajada, sencillamente, no existir¨ªa. Y si en alg¨²n momento entra el juez en esta ecuaci¨®n, tendr¨ªa que ser desde un lugar despolitizado y equidistante. Ya advert¨ªa Hannah Arendt que el term¨®metro m¨¢s certero para saber si se est¨¢ ingresando en una sociedad totalitaria es la falta de proporcionalidad de ciertas penas.
Episodios como el de la revista Mongolia ponen de manifiesto un debate extraordinariamente vital. Fingir que 40.000 euros es una cuant¨ªa razonable por un chiste de mal gusto, cuando se sabe que esa cuant¨ªa pone en peligro la mera existencia de quien lo ha publicado, es un ejercicio de censura simple y llano. Solapadamente (o no, lo que ser¨ªa a¨²n m¨¢s peligroso) quien lo ejecuta est¨¢ diciendo: ¡°Mi risa es democr¨¢tica, la vuestra, un delito¡±.
Andr¨¦s Barba es escritor y autor de ¡®Vida de Guastavino y Guastavino¡¯ , de la editorial Anagrama.
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