Nueva York, soledad y una manzana: la fascinaci¨®n de Carmen Mart¨ªn Gaite por Hopper
La escritora espa?ola dio a lo largo de su carrera muchas conferencias, ahora recopiladas en un libro. Esta sobre el pintor Edward Hopper estaba in¨¦dita hasta ahora

Conoc¨ª por primera vez los cuadros de Edward Hopper en una exposici¨®n retrospectiva celebrada para conmemorar el cincuenta aniversario del Whitney Museum de Nueva York. Corr¨ªa el oto?o de 1980, que coincidi¨® con mi primera estancia larga en Manhattan, en una de cuyas universidades, Columbia, estaba dando un curso de cuatro meses como profesora visitante. Desde mi apartamento de la calle 119, como homenaje a Hopper, empec¨¦ a elaborar un cuaderno de collages y recortes de prensa, esmaltado de vez en cuando con alg¨²n comentario.
¡°Porque New York ¡ªapunt¨¦ all¨ª¡ª es una ciudad que no se puede captar ni transferir solo con la pluma, se necesitan im¨¢genes. Ha empezado a llover, es de noche, tengo la radio puesta, la lluvia se ha convertido en tormenta. Casi todas las luces de las casas est¨¢n apagadas, pero a¨²n queda alguna encendida. Desde la soledad de mi cuarto las dudosas figuras de los dem¨¢s, a la luz de las l¨¢mparas, son siluetas fugaces de la gente desconocida que se mueve detr¨¢s de sus ventanas: parecen interiores de Edward Hopper. Yo misma ahora soy como la mujer de un cuadro de Hopper, mientras pienso en ¨¦l y siento un poco de melancol¨ªa y desarraigo, comi¨¦ndome una manzana en soledad¡±.
En estas notas de mi cuaderno se apuntan ya dos de las primeras impresiones que me han acompa?ado siempre en posteriores visitas a los Estados Unidos, una de ellas puramente visual relacionada con las ventanas y otra con el sentimiento de soledad que se te cuela en el alma como una lluvia fina, y que el pintor a que voy a referirme transmite desde todos sus cuadros.
A aquella exposici¨®n del Whitney volv¨ª varias veces ese oto?o y ella misma me suministr¨® material suficiente para abrir mi curiosidad y remitirme a todos los informes que pod¨ªan saciarla. En una doble p¨¢gina del cuaderno mencionado, y dedicada exclusivamente a homenaje al pintor que hab¨ªa llegado a obsesionarme, ya se recogen, junto a las im¨¢genes, varios textos cr¨ªticos que me ayudaron a situar su obra y su vida, aunque los detalles de esta queden siempre un poco desdibujados porque, al parecer, Hopper fue un hombre muy herm¨¦tico y en cuanto a su mujer Jo Nivison, tambi¨¦n pintora y de car¨¢cter m¨¢s expansivo, consagr¨® gran parte de sus energ¨ªas a proteger la intimidad que tanto ella como su marido defendieron celosamente hasta el fin de sus d¨ªas. De alguna de estas cr¨ªticas y comentarios me ir¨¦ alimentando para definir (dentro de lo indefinible) el car¨¢cter de Edward Hopper y situar el ambiente y la ¨¦poca en que se desenvolvi¨® su trabajo.
Quisiera insistir en que lo m¨¢s sorprendente para m¨ª a lo largo de aquel oto?o, siendo como era una extra?a en la ciudad de los rascacielos, fue darme cuenta de hasta qu¨¦ punto coincid¨ªa mi manera de interpretar lo que iba viendo y sintiendo con la visi¨®n de alguien tan neoyorquino por los cuatro costados como el artista que acababa de descubrir. Fue como un refrendo, como una conexi¨®n silenciosa pero indiscutible, hasta tal punto que ¨¦l mismo me serv¨ªa de gu¨ªa y orientaci¨®n. Me parec¨ªa llevarlo al lado, como la presencia callada de un maestro, que simplemente con un gesto de asentimiento o una indicaci¨®n con el dedo te asegura de que est¨¢s mirando bien lo que miras. Y esto no solamente me ocurr¨ªa por la calle, en los bares, en los cines, en las oficinas, en el metro y en los interiores de las distintas viviendas que me fue dado visitar.
Aquella sensaci¨®n se propagaba asimismo a mis viajes, que hice bastantes, sobre todo en los Grey Hound, la l¨ªnea de autobuses m¨¢s conocida de los Estados Unidos, y tambi¨¦n en tren. Esa impresi¨®n de soledad aureolaba las gasolineras contempladas al pasar, las casas con jard¨ªn donde la due?a est¨¢ a la puerta, inm¨®vil, con un perro, los palos de tel¨¦grafo, los exteriores de edificios color salm¨®n, los supermercados, las tiendas de segunda mano. Y sal¨ªa siempre por las ventanas o se colaba a trav¨¦s de ellas desde fuera. Hopper viajaba conmigo.
En cuanto al cuadro de 1931, quiero decir de antemano que fue el que m¨¢s me impresion¨® de toda aquella exposici¨®n, hasta el punto de que a la mujer reci¨¦n llegada a la habitaci¨®n de un hotel desconocido, le llegu¨¦ a inventar una historia, a la cual iban dando sustento diferentes figuras femeninas distribuidas por las calles en cuyo rostro y actitudes cre¨ªa adivinar el desconcierto, el extrav¨ªo y la necesidad de esconderse o de huir a alguna parte, tal vez a un lugar cuya inexistencia se conoce de antemano. As¨ª naci¨®, poco m¨¢s tarde, mi poema Todo es un cuento roto en Nueva York, donde una mujer inconcreta, buscada acaso por la polic¨ªa y que va convirti¨¦ndose sucesivamente en otra a lo largo del poema, acaba refugi¨¢ndose en un cuadro del Museo Whitney, se sienta en la cama de una pensi¨®n an¨®nima y ya no espera nada.
¡°[¡] Con los brazos ca¨ªdos y la mirada est¨¢tica, clavada eternamente de cara a una ventana que de tan bien pintada parece de verdad¡±.
Aunque aqu¨ª se trate simplemente del comentario de este cuadro concreto, tan novelesco que ya ha dado ocasi¨®n de portada a m¨¢s de una novela, para m¨ª ha sido siempre muy importante el antes y el despu¨¦s de las cosas que van a referirse o sobre las que se enfoca circunstancialmente nuestra atenci¨®n. Me resulta, pues, indispensable situar en el tiempo no solamente el cuadro citado, sino el ciclo vital del autor para que ni ustedes ni yo nos perdamos.
Edward Hopper naci¨® el 22 de julio de 1882 en Nyack, una peque?a ciudad a orillas del r¨ªo Hudson, no lejos de Nueva York, en el seno de una familia acomodada de comerciantes. Cuando Edward naci¨®, Nyack era un puerto fluvial con bastante vida, donde adem¨¢s se reparaban y constru¨ªan peque?as embarcaciones. Su precoz fascinaci¨®n por los barcos, de la que posteriormente dio sobradas muestras en su pintura, inclin¨® en un principio al joven Hopper a seguir la carrera de ingeniero naval, decisi¨®n que muy pronto fue suplantada por su creciente afici¨®n a la pintura. Tanto Edward como su hermana mayor Marion fueron alentados desde muy ni?os en el manejo del l¨¢piz y el pincel por su madre Elizabeth Griffiths, muy amante de las artes. (¡)
Aunque en muchas de sus primeras pinturas pueda rastrearse alguna influencia del impresionismo, Hopper siempre lo neg¨®, y a m¨ª no me extra?a. Porque desde su vuelta a Nueva York y concretamente a partir de los a?os veinte, resulta realmente llamativo el camino tan divergente con relaci¨®n a cualquier modelo en boga que hab¨ªa de tomar el pintor que nos ocupa. Si hubiera que atribuirle alg¨²n calificativo, yo me atrever¨ªa a definirlo como profeta en su tierra, es decir, cronista descarnado de la vida norteamericana hasta m¨¢s de mediado el siglo XX. En esto mayor influencia recibir¨ªa, a mi modo de ver, de los escritores, poetas y periodistas americanos contempor¨¢neos suyos, que de ning¨²n ¡°ismo¡± de cu?o extranjero. Desde luego, excepto dos o tres viajes a Europa, bien puede decirse que vivi¨® siempre (como Vermeer de Delft) anclado en los lugares que amaba y compadec¨ªa. Exento de papanatismo, deseoso de conocer y penetrar el propio entorno, de afianzarse en lo suyo, le pas¨® lo que a muchos apasionados de la perfecci¨®n: que en el aprendizaje y cultivo de un solo tema se les puede ir toda la vida. Y por ese camino es por el que alcanz¨® el grado de maestro, aunque tardaran en reconoc¨¦rselo.
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