Black Friday: que Marx me perdone
La educaci¨®n anticonsumista que recib¨ª me forj¨®, como es l¨®gico, un car¨¢cter manirroto. No me gusta que se burlen de las masas que compran en exceso
Como a muchos otros espa?oles de mi generaci¨®n y de las anteriores, me educaron en los valores anticonsumistas, en la econom¨ªa circular y en el consumo responsable y sostenibl...
Como a muchos otros espa?oles de mi generaci¨®n y de las anteriores, me educaron en los valores anticonsumistas, en la econom¨ªa circular y en el consumo responsable y sostenible. Fui uno de esos ni?os a los que mandaban a devolver los cascos de las gaseosas, aprovechaba la ropa de los primos mayores (yo soy primog¨¦nito, no ten¨ªa hermanos de los que heredar) y tiraba de la biblioteca p¨²blica. Sal¨ªamos a cenar en familia muy raramente, casi siempre a una pizzer¨ªa, y los p¨ªcnics eran escrupulosamente sostenibles, con su vajilla reutilizable y todo. El tubo de pasta de dientes siempre se pod¨ªa estrujar un poco m¨¢s y cualquier sugerencia de gasto innecesario era apostillada con la pregunta ret¨®rica: ¡°?Os cre¨¦is que somos el Banco de Espa?a?¡±.
Las vacaciones consist¨ªan en visitar a familiares dispersos por Espa?a, que ten¨ªan las mismas convicciones anticonsumistas y sostenibles que nosotros. Mi abuela, por ejemplo, nos recib¨ªa siempre con las sobras del d¨ªa anterior, y nos las arrojaba a la mesa diciendo, cumpliendo por anticipado los objetivos de la Agenda 2030: ¡°Si no os las com¨¦is, se las damos a los perros¡±. Aunque era mi abuelo, de quien escrib¨ª un libro, el campe¨®n del anticapitalismo y del decrecimiento: cuando ve¨ªa en la tele un partido del Atleti, apagaba el aparato en el descanso para no gastar m¨¢s electricidad de la estrictamente necesaria, y ten¨ªa una estufa de le?a en la que quemaba una maderita cada vez, de tal forma que ni siquiera el exterior de la estufa llegaba a calentarse, en un prodigio de ahorro y compromiso verde que le hubiera acreditado para un cargo en el Ministerio de Transici¨®n Ecol¨®gica.
Lo bonito de todo esto es que mi abuelo trabajaba en El Corte Ingl¨¦s, la catedral del consumismo ib¨¦rico. Supongo que entrar¨ªa cada ma?ana a aquel edificio sinti¨¦ndose un soldado dentro de un caballo de Troya.
El resultado de esta educaci¨®n espartana me forj¨®, como es l¨®gico, un car¨¢cter manirroto. En cuanto junt¨¦ dos duros ganados con el sudor de mis deditos sobre un teclado me los pul¨ª en frusler¨ªas. Dejarme la comida en el plato, despu¨¦s de repetir sin hambre, me causaba un placer l¨²brico. A¨²n hoy, cuando ya se me ha calmado el esp¨ªritu transgresor y empiezo a ser un poco responsable con las finanzas, pedir lo m¨¢s caro de la carta y dejar propina me parecen actos vand¨¢licos de adolescente travieso. Al pagar la cuenta, siempre fantaseo con que van a venir mi madre y mi abuelo a darme sendas collejas.
En casa, toda sugerencia de gasto innecesario era apostillada con la pregunta: ¡°?Os cre¨¦is que somos el Banco de Espa?a?¡±
Comprendo, pues, como pocos (o como tantos), el placer del consumismo, la embriaguez de las luces, el coloc¨®n de las marcas, las ofertas, la publicidad, y el brillo de todos esos productos que no necesitas pero deseas como un adicto que se abalanza sobre el objeto de su adicci¨®n. Lo comprendo para m¨ª y para todos esos espa?oles crecidos en la Espa?a del ahorro, criados por padres y abuelos que nunca se quitaron del cuerpo los fr¨ªos de la posguerra. Por muchos pelotazos y burbujas que hayamos vivido, la abundancia derrochona sigue siendo algo relativamente nuevo en un pa¨ªs que guarda memoria directa de la privaci¨®n. Los europeos al norte de los Pirineos nos sacan medio siglo de ventaja, tienen el consumismo m¨¢s asumido y lo disfrutan menos.
El Black Friday triunf¨® en Espa?a (m¨¢s entre los j¨®venes que entre los mayores, dicen las estad¨ªsticas) como las ganas de juerga en un adolescente. Por supuesto que indigna a los m¨¢s austeros y a los m¨¢s concienciados, como Halloween irrita a los castizos y a los del Tenorio, pero era de esperar que las admoniciones anticonsumistas propias de estos tiempos se perdiesen en el hilo musical de los grandes almacenes o acabasen sepultadas por los banners de las ofertas de los comercios digitales.
El fil¨®sofo franc¨¦s Didier Eribon explora en su influyente ensayo narrativo Regreso a Reims (reci¨¦n traducido al espa?ol) la verg¨¹enza que sent¨ªa por las actitudes materialistas de su familia obrera. Eribon se desclas¨® por la educaci¨®n y se convirti¨® en un intelectual de izquierdas franc¨¦s (esto es, en la cadena tr¨®fica de la depredaci¨®n intelectual universal, el eslab¨®n dominante, el que no tiene depredadores), y en esta obra autocr¨ªtica y radical dispara contra s¨ª mismo y contra la intelectualidad progre (bobo, en argot franc¨¦s) de su pa¨ªs. Como intelectual de izquierdas, exaltaba los valores populares e idealizaba la cultura de la clase obrera. Como hijo de esa clase obrera, en cambio, deploraba lo poco que se parec¨ªan sus padres a los obreros concienciados y movilizados que deb¨ªan transformar el mundo. Lo resume con crudeza: amaba a los obreros como entelequia, pero detestaba a los obreros reales. Las aspiraciones de sus padres, como las de casi todos los obreros del barrio donde creci¨®, eran banales y consumistas. No so?aban con la revoluci¨®n, sino con mejores muebles, con una casa mejor, con unas vacaciones, con una televisi¨®n m¨¢s grande. El Black Friday habr¨ªa sido para ellos una org¨ªa emancipatoria.
Yo no llego a tanto, pero a veces siento que el consumismo me desquita de generaciones de penitencia y escasez. Las admoniciones en favor de la moderaci¨®n y la abstinencia me suenan, inevitablemente, a sermones de cura. No importa que lleven raz¨®n, que la llevan. Soy yo el equivocado, el ga?¨¢n asilvestrado y alienado que ennegrece su muy negra huella de carbono, pero no soy capaz de ejercer el consumo responsable. Que Marx me perdone. El Black Friday me parece una gran fiesta pagana, una hoguera de San Juan donde arden los caprichos y los pecados que compramos a cr¨¦dito, hasta el l¨ªmite de la tarjeta. S¨¦ que no deber¨ªamos celebrarla, pero la siento como un festejo proletario, el despiporre que nuestros antepasados no pudieron permitirse.
La conciencia de la austeridad, como tambi¨¦n recuerda Vicente Valero en El tiempo de los lirios, su reciente libro sobre Francisco de As¨ªs, procede casi siempre de los ricos. Mi familia era franciscana por necesidad, no por convicci¨®n, y hay una enorme diferencia entre renunciar a gastar lo que tienes y no poder gastar lo que no tienes. Por eso, siempre me ha dolido un poco el dedo acusatorio de quienes se burlan de las masas consumidoras. Claro que los centros comerciales y los Amazon y los Shein y todas las webs que se saturan de clics compulsivos son becerros de oro, pero yo me cuidar¨ªa mucho de interpretar a Mois¨¦s con las tablas de la ley. Si yo hubiera sido aquel profeta y me hubiera encontrado a la gente disfrutando de la banalidad becerril, me habr¨ªa unido a la fiesta en lugar de abroncarles. Tengamos indulgencia, no nos enfurru?emos tanto, que es solo un viernes negro y pasa r¨¢pido.