Buscadores de tesoros en la calle de los Milagros
Es dif¨ªcil decir si estos mineros en la miseria absoluta son saqueadores o una forma diferente de ordenar una ciudad aplastada
Al atardecer, cuando el sol afloja sus calores, cientos, quiz¨¢ miles, de haitianos escarban en los escombros de las casas derruidas, martillean hierros retorcidos y hojalatas varias y se llevan puertas, contraventanas, ca?er¨ªas, tubos y clavos. Todo lo que pueda ser vendible o aprovechable. Es el negocio de los desesperados. Algunos corren un riesgo enorme al deslizar su cuerpo en los agujeros que dejaron las columnas torcidas de una tienda de electricidad en Dessalines esquina con la calle de Los Milagros. Tal vez sea el nombre lo que les estimula porque el premio es bien pobre: un pu?ado de apliques nuevos para enchufes. "Puedo vender cada uno a 10 gurdas [dos d¨®lares haitiano; unos 16 c¨¦ntimos de euro]", dice Sony, padre de tres hijos y vecino de Cit¨¦ Soleil, el barrio m¨¢s pobre de la ciudad m¨¢s pobre de Am¨¦rica Latina. "S¨¦ que se puede caer todo encima pero necesito el dinero".
Es dif¨ªcil decir si estos buscadores de tesoros, mineros en la miseria absoluta, son saqueadores o una forma diferente, con un cierto ¨¢nimo de lucro personal, de ordenar una ciudad aplastada por un terremoto brutal. No hay polic¨ªa haitiana que los espante. Ni cascos azules de la ONU. Ni marines estadounidenses. Todos est¨¢n encerrados en sus cuarteles pontificando sobre la inseguridad.
El centro de Puerto Pr¨ªncipe, cuando el calor afloja y las humedades se vuelven tolerables, es un hervidero de buscadores de esperanza, de que los d¨®lares hurtados hoy a la desgracia se conviertan en comida para ma?ana.
Cerca del cine Capitol, un hombre llamado Cadeaux Gesner introduce tubos rotos en un bolsa de pl¨¢stico. Sus movimientos parecen cansados. No se arriesga a escalar por la monta?a de cascotes de lo que fuera la escuela tecnol¨®gica Sainte Trinit¨¦ porque sus 55 a?os le pesan como si fueran el doble. "S¨®lo me llevo tubos blandos para poder encender fuego en casa", dice. Del cinto le cuelga un martillo de alba?il enfundado en una cartuchera de cuero. Es su pasado.
Dos j¨®venes musculosos escalan la monta?a de los peligros y bajan al rato algo apresurados con una enorme puerta de hierro sobre sus cabezas. Cristian tiene 32 a?os y parece dirigir la operaci¨®n. Cargan el tesoro en una carretilla en la que ya tienen varias l¨¢minas de hojalata. "Por la puerta puedo ganar haitinos (unos 25 euros) ", dice el hombre. Preguntado si no teme que la polic¨ªa le confunda con un saqueador y le detenga o dispare, responde displicente: "Asumo el riesgo".
En los primeros d¨ªas los buscadores de tesoros no disimulaban tanto y ejerc¨ªan de saqueadores cuando asaltaban supermercados y tiendas a las que el se¨ªsmo les abri¨® boquetes para la tentaci¨®n. Estos actos vand¨¢licos, que suceden tambi¨¦n en Nueva York, y los tumultos en los primeros repartos de alimentos (el hambre siempre estuvo peleada con la paciencia) han generado un clima de inseguridad en las ONG, que tambi¨¦n sufren robos en sus almacenes. Ese clima, real o exagerado, dificulta la distribuci¨®n de lo que m¨¢s se necesita.
La misi¨®n de la ONU en Hait¨ª dispone de 9.057 efectivos, entre militares y polic¨ªas. Estados Unidos despleg¨® a 12.000 soldados y marines y la UE se dispone a enviar m¨¢s soldados. ?M¨¢s? Si sumamos militares, humanitarios y periodistas se podr¨ªa afirmar que Hait¨ª se esfuerza cada d¨ªa en dar de comer a los miles de extranjeros que llegaron para resolverle el futuro olvid¨¢ndose del presente.
En la calle de los Milagros nadie hace cuentas con las tropas ni con las toneladas de alimentos. Tampoco con el futuro. All¨ª gente como Ely vive al d¨ªa: apila las maderas que ha conseguido, ata el hatillo al manillar de su bicicleta y se va a Cit¨¦ Soleil, que hoy con un poco de arroz prestado y fuego en la lumbre se sentir¨¢ un hombre feliz.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.