Por qu¨¦ la revoluci¨®n sandinista se fue al traste
El autoritarismo, los golpes de Estado, las masacres y los exilios han lastrado la historia de la rep¨²blica centroamericana. Hoy se trata de lograr el cambio a trav¨¦s de la lucha c¨ªvica
En mis a?os de Berl¨ªn escrib¨ª un ensayo acerca de Centroam¨¦rica al que llam¨¦ Balcanes y volcanes, una historia de constantes inquinas que, tras la independencia en 1821, llevaron a una sangrienta e in¨²til guerra encabezada por el general Francisco Moraz¨¢n, empe?ado en unir a las cinco provincias dispersas en una rep¨²blica federal, lucha de a?os que culmin¨® con su fusilamiento en 1842.
Cinco pa¨ªses volc¨¢nicos por explosivos y generadores de cat¨¢strofes, enfrentados con encono, aislados y dispersos, que siguieron entregados a las guerras en un largo periodo de anarqu¨ªa hasta mediados del siglo XIX, cuando la invasi¨®n de las huestes del filibustero esclavista William Walker logr¨® el arduo milagro de volver a juntarlos por el tiempo suficiente para expulsar a los invasores.
Ha sido el caudillo el que ha triunfado siempre sobre las instituciones y sigue siendo as¨ª, de Zelaya a Somoza, fundador de una dinast¨ªa, y de Somoza a Ortega
Al centro de esa cordillera ¨ªgnea, como un cr¨¢ter rebosante de lava ardiente, dispuesto siempre a estallar, ha estado siempre y desde entonces Nicaragua. El r¨¦gimen colonial no le hered¨® ninguna unidad pol¨ªtica, y menos condiciones de estabilidad, ya no se diga instituciones. Si a lo largo de nuestra historia contamos los gobiernos democr¨¢ticos que no se han basado en la pretensi¨®n del acaparamiento del poder y en la represi¨®n, nos sobrar¨ªan dedos en una sola mano.
Pero las tiran¨ªas sobran. Uno de esos dictadores del siglo XIX, el coronel Casto Fonseca, que se impuso sobre las instituciones civiles que nunca terminaron de cuajar, se ascendi¨® ¨¦l mismo al grado supremo de gran mariscal y se vest¨ªa con atuendos de opereta.
A las asonadas y los golpes de Estado se los llam¨® siempre revoluciones, y cuando lo fueron de verdad, como la revoluci¨®n liberal de 1893, su caudillo m¨¢ximo, el general Jos¨¦ Santos Zelaya, la confisc¨® a los pocos meses declar¨¢ndose con derecho a la reelecci¨®n perpetua. Reelegirse, quedarse para siempre, encarcelar a los adversarios, suprimir el derecho a la disidencia, ha sido hasta hoy la marca imborrable.
No le falt¨® talante reformista a Zelaya y cre¨® instituciones civiles nuevas, separ¨® la Iglesia del Estado, cre¨® colegios t¨¦cnicos, y quiso unir la costa del Caribe con la del Pac¨ªfico a trav¨¦s de un ferrocarril; pero como habr¨ªa de ser la constante, eran reformas desde arriba, y el sistema democr¨¢tico nada m¨¢s que un estorbo a la mano diligente del dictador que pretend¨ªa hacer el bien, y tambi¨¦n el mal, sin que nadie lo fiscalizara, y mientras emprend¨ªa el camino del progreso llenaba las c¨¢rceles y los cementerios.
Un alzamiento conservador amparado por Washington termin¨® derroc¨¢ndolo, o m¨¢s bien una comunicaci¨®n tajante que le dirigi¨® el 1 de diciembre de 1909 el secretario de Estado del presidente Taft, Philander Chase Knox, conmin¨¢ndolo de manera perentoria a dejar el poder, la que el dictador, antes tan orgulloso, no tuvo m¨¢s remedio que acatar.
Si me preguntan cu¨¢ndo se arruin¨® el proyecto de naci¨®n en Nicaragua, yo dir¨ªa que desde el principio mismo de la rep¨²blica, cuando comenzaron las luchas de poder entre liberales y conservadores, los golpes de Estado, las masacres de prisioneros, los exilios.
La deriva autoritaria de Ortega comienza? tras el pacto en el a?o 2000 con el expresidente liberal Arnoldo Alem¨¢n, el jefe corrupto del partido liberal
El autoritarismo, basado en la figura del patr¨®n, due?o de la tierra ganadera, es el modelo en que se vaci¨® el Estado. La patria rural y cerril. Mientras tanto, la democracia no fue nunca un concepto vigente, o ni siquiera existente, m¨¢s que en la mente de los intelectuales ilustrados que eran escuchados con desprecio por los gamonales, y apenas sal¨ªan de sus bibliotecas a las plazas p¨²blicas terminaban siendo fusilados tras la primera arenga.
Ha sido el caudillo el que ha triunfado siempre sobre las instituciones y sigue siendo as¨ª, de Zelaya a Somoza, fundador de una dinast¨ªa, y de Somoza a Ortega. De los tres, Somoza no encabez¨® nunca una revoluci¨®n, porque la demagogia y el cinismo, m¨¢s su docilidad con la intervenci¨®n extranjera, y el haber mandado asesinar a Sandino en 1936, crearon su capital pol¨ªtico.
Pero entre los tres no hay diferencia alguna. Los une su conducta absolutista, la falta de escr¨²pulos y la falta de piedad, la ret¨®rica vac¨ªa, el oportunismo a tiempo, la capacidad de dar la vuelta a las palabras para que signifiquen lo contrario de lo que realmente quieren decir.
Nuestra historia, siempre arcaica, da tropiezos en la oscuridad una y otra vez, y el camino que recorre a ciegas vuelve siempre a ser el mismo. Un camino circular. Caudillos que pretenden quedarse para siempre en el poder, recluidos dentro del mundo que han fabricado en sus cabezas como una tenebrosa fantas¨ªa.
Durante los ochenta, los a?os de la revoluci¨®n sandinista, esas tentaciones del caudillismo existieron, pero no fueron realizables. El mismo origen diverso del sandinismo, basado en una coalici¨®n de fuerzas obligadas a mantener el equilibrio, lo evit¨®.
Ortega no era el m¨¢s carism¨¢tico de los jefes guerrilleros, ni el m¨¢s h¨¢bil, y precisamente por eso, porque facilitaba ese equilibrio, fue designado como un primus inter pares, presidente del pa¨ªs, y secretario general del partido, mientras el poder se repart¨ªa en feudos.
Si logramos un cambio sin guerra civil, nos evitaremos el riesgo, tantas veces probado, de que sobre los escombros del pa¨ªs se erija un nuevo tirano
La deriva autoritaria comienza despu¨¦s, tras el pacto que firma en el a?o 2000 con el expresidente liberal Arnoldo Alem¨¢n, el jefe corrupto del partido liberal, juzgado y condenado por lavado de dinero, quien, a cambio de impunidad, ya Ortega en control de los tribunales de justicia, concede a su adversario, y ahora socio, una reforma constitucional que permite ganar la presidencia en primera vuelta con s¨®lo el 35% de los votos, la cota m¨¢xima que Ortega hab¨ªa alcanzado en las tres elecciones anteriores, siempre derrotado.
Entonces, es que en su mundo enclaustrado toma cuerpo la idea de que nunca m¨¢s permitir¨¢ que lo derroten, y que a partir del triunfo de 2006, el poder le pertenece para siempre. El poder a como sea y se pueda, una obsesi¨®n persistente. Y m¨¢s ciega a¨²n la obsesi¨®n en medio de esta espantosa crisis donde se?orea la muerte, cuando no hay gobernabilidad posible, convencido de que no tiene por qu¨¦ ceder, si est¨¢ ganando la guerra contra el enemigo que no es otro sino un ej¨¦rcito de muchachos desarmados.
Hoy, en las manifestaciones organizadas por el r¨¦gimen en las que comparece Ortega delante de sus partidarios fieles, que los tiene, y empleados p¨²blicos acarreados desde todas partes del pa¨ªs, lo reciben con gritos de ¡°?Daniel se queda, Daniel se queda!¡±. Hace ya cerca de 40 a?os, en un noticiero de Televisi¨®n Espa?ola se ven im¨¢genes de otra multitud congregada para vitorear a Somoza, a un a?o de su ca¨ªda, donde los gritos desaforados son ¡°?No te vas, te qued¨¢s! ?No te vas, te qued¨¢s!¡±. ?C¨®mo no creer entonces que, dando tropiezos, la historia se repite en Nicaragua con pasmosa y aterradora fidelidad?
El general Zelaya, el general Somoza, el comandante Ortega. Si echamos cuentas, desde el triunfo de la revoluci¨®n liberal hasta su derrocamiento, Zelaya estuvo 16 a?os en el poder. El viejo Somoza, por s¨ª mismo, estuvo tambi¨¦n 16 a?os. Su hijo, Luis, 7 a?os. Su otro hijo, Anastasio, el ¨²ltimo de la dinast¨ªa, 10 a?os. El comandante Ortega lleva ya 21 a?os, con lo que supera con holgura a los dem¨¢s.
Zelaya fue derrocado tras una guerra civil en la que sus adversarios contaron con el respaldo de Estados Unidos. El ¨²ltimo Somoza cay¨® tras otra guerra civil encabezada por el Frente Sandinista, que cont¨® con el respaldo de una coalici¨®n en la que estuvieron Venezuela, Panam¨¢, M¨¦xico, Cuba y, de alguna manera, los Estados Unidos de Carter. Luego el Frente Sandinista perdi¨® las elecciones en 1990 tras otra guerra civil de una d¨¦cada, en la que los contras recibieron el respaldo de los Estados Unidos de Reagan, y los sandinistas el respaldo de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y Cuba, una hoguera de la Guerra Fr¨ªa en el tr¨®pico.
Reelegirse, quedarse para siempre, encarcelar a los adversarios, suprimir el derecho a la disidencia, ha sido hasta hoy la marca imborrable
Hoy, esta nueva tiran¨ªa enfrenta una insurrecci¨®n que alcanza a todos los sectores sociales, pero el c¨ªrculo vicioso de las guerras civiles parece romperse por primera vez. Se trata de fuerzas policiales y paramilitares armadas con fusiles de guerra, que act¨²an en conjunto, en contra de una poblaci¨®n desarmada. Esta lucha desigual ha tenido un costo excesivo para un pa¨ªs tan peque?o, de apenas seis millones de habitantes: 400 muertos en tres meses. Pero es una lucha fundamentalmente c¨ªvica, esa es la novedad. Una novedad que es una esperanza.
La resistencia civil no violenta cuenta, antes que nada, con la voluntad de quienes resisten para no hacer uso de armas, y parece ser una voluntad indoblegable. Es por eso que hay que abrir bien los ojos frente a lo que ocurre en Nicaragua. Si logramos un cambio de la dictadura a la democracia sin guerra civil, nos evitaremos el riesgo, tantas veces probado, de que sobre los escombros del pa¨ªs se erija un nuevo tirano triunfante que se sienta en la silla del tirano derrotado militarmente.
Al contrario, lograr el cambio a trav¨¦s de la lucha c¨ªvica nos permitir¨¢, por primera vez, construir instituciones firmes, tener un sistema judicial independiente y elegir libremente un nuevo Gobierno con los votos contados de manera transparente. Entonces, habremos entrado, por fin, al camino de la modernidad.
Sergio Ram¨ªrez es escritor, pol¨ªtico y abogado. En 2017 recibi¨® el Premio Cervantes.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.