La criba
Est¨¢ m¨¢s que demostrado que mover una biblioteca es un doctorado en letras que, as¨ª como puede apuntalar las canas de un escritor, puede propulsar el ego de un trepador
Empieza la criba de libros que se han de volver menaje de casa; salvo contadas prendas de vestir, son libros la mudanza con la que cierro una d¨¦cada en Madrid con la ilusi¨®n de trasatlantizar veinte o treinta vol¨²menes que podr¨ªan unirse a unos miles de ejemplares que dej¨¦ embodegados en M¨¦xico creyendo que no volver¨ªa. S¨®lo cabr¨¢n los indispensables, los firmados y los entra?ables: esos libros sin los cuales no puedo andar ni dormir sin dormir y los que se quedan se quedan en buenas manos (de un m¨²sico y un editante), pero sin p¨¦talos que se guardaron ilusoriamente entre sus p¨¢ginas sin nombre, sin boletos de tren y metro y sin fotograf¨ªas que permanec¨ªan escondidas.
Est¨¢ m¨¢s que demostrado que mover una biblioteca (as¨ª como poblar una librer¨ªa que se salv¨® del abismo) es un doctorado en letras que, as¨ª como puede apuntalar las canas de un escritor, puede propulsar el ego de un trepador. Est¨¢ en las p¨¢ginas sabias de Alberto Manguel y en otros p¨¢rrafos luminosos el discreto encanto de ir alineando o desvalijando los estantes que se han le¨ªdo pasado un tiempo y as¨ª, quiero que conste en estas l¨ªneas la m¨¢gica actividad de las deshoras. Hablo de los ratos supuestamente invisibles en que me parece que se mueven los libros (por la evidente huella que dejan los lomos sobre el polvillo de la madera) como queriendo meterse a la criba.
Arriba a la derecha se han movido las dos ediciones facsimilares del Quijote de Cervantes, a riesgo de tirar desde su altura a las dos figuritas perfectas de Sancho y su se?or don Quijote con rucio en miniatura y Rocinante en plomo. Abajo y rota la fila de sus lomos se han movido todos los libros de Chesterton y en el estante m¨¢s pr¨®ximo se desajustaron las obras completas de Borges, dejando una portada mirando hacia la habitaci¨®n como si le concedieran el don de la vista al sabio callado que parece mirarme fijamente cuando vuelvo a entrar a la habitaci¨®n.
Al lado del escritorio han roto filas los diccionarios obesos que por su peso en papel no podr¨¢n viajar en mis maletas y se han alterado por colores los libritos y librotes que he utilizado para dar talleres de cuento o clases de historia de M¨¦xico. Hay no pocos libros que saben que tienen manera de clonarse una vez que logre recuperar un espacio propio al volver a lo que antes se llamaba Distrito Federal, pero los dem¨¢s vol¨²menes se resignan a pasear ya sin correa por el Parque de El Retiro y las callejas memorables del Barrio de las Letras.
Se ir¨¢n tambi¨¦n los soldaditos de plomo que pint¨® el otro Jorge, junto con el pen¨²ltimo encendedor que us¨® en Par¨ªs; las fotograf¨ªas de Joy y de mi maestro don Luis. Todos los cuadros y cuadritos de mis hijos leyendo desde infantes y los fantasmas que ahora devuelvo al cielo de M¨¦xico y por supuesto, me llevo la veintena cuadruplicada de libretas donde deambulan tantos posibles personajes dibujados. Dejo los originales de dos o tres novelas que se fueron a la imprenta y que no merecen cruzar el Atl¨¢ntico encuadernadas (o engargoladas, t¨¦rmino que se olvid¨® en Madrid inexplicablemente) y se quedan los l¨¢pices truncos y las plumas de punta seca, las acuarelas ya del olvido y telas v¨ªrgenes que podr¨ªan reproducirse de una rara manera en Coyoac¨¢n una vez que consiga de no s¨¦ qu¨¦ manera volver al milagro de hilar una biblioteca, sacar todos mis libros de cajas como quien desenrolla la manta donde se imprime una biograf¨ªa y entonces, en un momento de silencio, recordar como perfil de una ciudad entra?able el horizonte de cada estante que estoy despoblando en Madrid como si le regalara un vac¨ªo o heredara ya para siempre media memoria.
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