M¨¦xico y Espa?a: la pol¨ªtica separa, la cultura une
Las relaciones entre los dos pa¨ªses se establecieron en 1836. A partir de entonces, la cultura comenz¨® a dar lo que la pol¨ªtica hab¨ªa arrebatado: obra, obra perdurable
En unos d¨ªas tendr¨¢ lugar la Feria Internacional del Libro en Guadalajara. Estar¨¢ dedicada a Espa?a, cuya rica y numerosa delegaci¨®n ser¨¢ bienvenida por nuestra rep¨²blica de las letras, que nunca ha de confundirse con la otra rep¨²blica. La nuestra, la de los autores, lectores, editores, se rige por el saber. La de ellos, por el poder.
Hace poco la rep¨²blica del poder ha querido revivir una querella antigua. Su actitud recuerda una sentencia de Paul Val¨¦ry: ¡°La historia es el producto m¨¢s peligroso que haya elaborado la qu¨ªmica del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace so?ar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas¡±.
Se dir¨¢ que la sombr¨ªa reflexi¨®n corresponde puntualmente al pueblo mexicano en su relaci¨®n con Espa?a. Lo cierto es que no es as¨ª, y no lo ha sido desde hace casi dos siglos. La querella entre la naci¨®n mexicana y la Corona espa?ola se dirimi¨® en la Guerra de Independencia (1810-1821). A partir de ah¨ª el destino de los mexicanos qued¨® en manos de los mexicanos. Desde entonces, toda apelaci¨®n victimista al legado de Espa?a ha sido, m¨¢s que una pasi¨®n arraigada, un recurso de las ¨¦lites pol¨ªticas para justificar su dominio, exhibir su ignorancia, enmascarar sus fracasos y ocultar sus errores.
Despu¨¦s de la Independencia, en 1829 Espa?a y M¨¦xico incurrieron, cada cual, en un solo acto mayor de insensatez: la expulsi¨®n masiva de espa?oles y la frustrada expedici¨®n espa?ola de reconquista. Esta fue producto de la soberbia y la irrealidad; aquella de una venganza anacr¨®nica y autolesiva. Tras esos episodios, Espa?a no acos¨® m¨¢s a M¨¦xico, ni M¨¦xico perpetr¨® otra acci¨®n de ¡°limpieza ¨¦tnica¡±. Las relaciones entre M¨¦xico y Espa?a se establecieron en 1836. Los expulsados volvieron al lugar que por lealtad y nacimiento era suyo. Y a partir de entonces, en la cuenta larga de la historia, la cultura comenz¨® a dar a ambos pa¨ªses lo que la pol¨ªtica hab¨ªa arrebatado: obra, obra perdurable.
Pongo solo dos ejemplos en el siglo XIX. Como inesperado s¨ªmbolo de concordia, lleg¨® a M¨¦xico la marquesa Fanny Calder¨®n de la Barca, esposa de ?ngel Calder¨®n de la Barca, primer embajador espa?ol en M¨¦xico. Nadie, nunca, ni siquiera el bar¨®n de Humboldt, recoger¨ªa con tan sutil cuidado y sensibilidad el paisaje humano de M¨¦xico como aquella mujer ligada a Espa?a que en buena medida fund¨® la literatura de viaje sobre este pa¨ªs. Otro caso es el de Joaqu¨ªn Garc¨ªa Icazbalceta, benem¨¦rito historiador nacido en M¨¦xico en 1825 que, habiendo sufrido de ni?o la expulsi¨®n, a su vuelta dedic¨® la vida a rescatar amorosamente, como editor, historiador y bi¨®grafo, la huella cultural y civilizatoria de Espa?a en Nueva Espa?a y, por extensi¨®n natural, en M¨¦xico.
Como contraparte, un siglo m¨¢s tarde, llegado el momento dram¨¢tico de la guerra civil, M¨¦xico retribuir¨ªa a Espa?a con creces. La historiograf¨ªa moderna ha reconocido esa saga de generosidad con la Espa?a republicana, imaginada y gestionada por Daniel Cos¨ªo Villegas y aprobada por L¨¢zaro C¨¢rdenas. Es natural y es justo: Espa?a requer¨ªa de M¨¦xico y M¨¦xico estuvo a la altura. Pero hay que decir que esos transterrados, como los llam¨® Jos¨¦ Gaos (Iglesia, ?maz, Miranda, Dieste, D¨ªez-Canedo, Xirau, Le¨®n Felipe, Cernuda, Mar¨ªa Zambrano, Gallegos Rocafull, Nicol, Ferrater Mora y decenas m¨¢s), no solo se adaptaron a M¨¦xico, lo adoptaron. Su legado es un pilar de nuestra cultura human¨ªstica.
Espa?a retribuy¨® adicionalmente a M¨¦xico en un ¨¢mbito poco estudiado: la econom¨ªa y la sociedad. Hay, en efecto, una historia social y econ¨®mica que no ha tenido quien la escriba: me refiero a la de los cientos, miles de espa?oles que desde el siglo XIX, generaci¨®n tras generaci¨®n, vinieron a M¨¦xico con el esp¨ªritu de ¡°hacer la Am¨¦rica¡±: no a conquistarla, no a expoliarla, sencillamente a hacer una vida en este mundo nuevo, a trabajar a pesar de sus peligros, precariedades y revoluciones. ?D¨®nde leer la saga de los espa?oles que vinieron ¡°con una mano adelante y otra atr¨¢s¡± a trabajar con alg¨²n t¨ªo en una tienda atr¨¢s del mostrador y terminaron por construir empresas de toda ¨ªndole: pan, papel y cart¨®n, leche, cerveza, perfumer¨ªa, imprentas, editoriales, almacenes, transportes, radiodifusoras, bancos? ?D¨®nde est¨¢ la historia de esos inmigrantes asturianos, catalanes, santanderinos, vascos, y de cada una de las provincias de Espa?a? No est¨¢ escrita pero vive inscrita en el mapa productivo de M¨¦xico y en la experiencia cotidiana de las personas que trabajaron y trabajan a¨²n en esas empresas creadoras de valor y riqueza que son parte del paisaje material y civil de M¨¦xico.
A esa dilatada historia cultural, econ¨®mica y social apelo, y a ella me refiero, cuando digo que la rencorosa ¡°embriaguez¡± de la que hablaba Val¨¦ry no es una pasi¨®n del pueblo mexicano. La reincidencia de esa embriaguez en la actitud del r¨¦gimen actual no es m¨¢s que el cap¨ªtulo m¨¢s reciente del uso pol¨ªtico de la historia ¨Cgratuito, grosero e in¨²til en este caso¨C al que Espa?a, y en particular el rey de Espa?a, ha hecho bien en no responder. El ¡°delirio de grandezas y persecuciones¡±, el desplante ¡°amargo, soberbio, insoportable y vano¡± de erigirse en juez de la historia, merece solo el silencio. Por desgracia, un sector ultramontano de la pol¨ªtica espa?ola ha ca¨ªdo en la tentaci¨®n de contestar con la misma falsa moneda: no han sido menores sus desplantes de superioridad hist¨®rica, su racismo e insensibilidad ante la grandeza perdida de la civilizaci¨®n mesoamericana y la complejidad hist¨®rica y moral de la Conquista.
Trat¨¢ndose de la Conquista, dejemos la historia en manos de los historiadores. Los ha habido serios y objetivos: mexicanos, espa?oles, europeos y americanos. De sus aportes, de sus arduas investigaciones, han brotado hip¨®tesis nuevas, versiones diversas, acercamientos paulatinos a la inagotable verdad. Es a nosotros, los historiadores en ambas orillas, que nos corresponde la primera y la ¨²ltima palabra en esta rep¨²blica que no se rige por el poder sino por el conocimiento.
Sigamos pues, en Espa?a y M¨¦xico, con nuestro empe?o. Dejemos a los pol¨ªticos en sus pleitos: lo suyo es el denuesto, la descalificaci¨®n, la mentira. Lo nuestro es la b¨²squeda de la verdad.
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