La ira
La visibilidad medi¨¢tica y social de los airados contrasta con la invisibilidad de los sosegados, y en ella no deja de admirarme la templanza que en la sociedad espa?ola muestra la mayor¨ªa de las v¨ªctimas de delitos
Existi¨® en la Edad Media un cantar ¨¦pico que circul¨® por Castilla; el fil¨®logo Ram¨®n Men¨¦ndez Pidal lo encontr¨® en el siglo XX recitado a¨²n en pueblos espa?oles y americanos. La leyenda de los infantes de Lara contaba la rivalidad de dos familias nobles del siglo X; hab¨ªa venganzas, una emboscada, un anillo roto en dos, siete infantes muertos y hasta un pepino con sangre que se arrojaba a un manto como ofensa: todo muy medieval, todo muy extremo, todo lleno de ira.
La palabra ira, nombre para uno de los siete pecados capitales, era muy com¨²n antiguamente, m¨¢s que hoy, para nombrar a cualquier enfado: estar ¡°irado¡± era una expresi¨®n frecuente hasta el XVI. La c¨®lera se materializa ahora en vocablos y actitudes menos extremas: de la irritaci¨®n a la contrariedad, del enojo del tiquismiquis al de los ofendiditos, nombre que en las redes se da a quienes miden su dignidad en nader¨ªas.
La ira medieval nos parece excesiva respecto a los enfados de hoy pero algo comparten nuestros antepasados con nosotros: la facilidad con que el discurso desde el estrado nos enciende para hacernos masa airada y enardecida. La palabra puede ser yesca para prender mechas y en los ¨²ltimos a?os nos hemos acostumbrado a que haya pol¨ªticos que se?alen micro en mano a un periodista o a un tipo de votante e inciten al terremoto en las redes o en la calle. Detr¨¢s de los escraches hay siempre un discurso previo de ira, propagado por alguien que solo tiembla ante el peligro de ese discurso cuando le toca padecerlo.
La visibilidad medi¨¢tica y social de los airados contrasta con la invisibilidad de los sosegados, y en ella no deja de admirarme la templanza que en la sociedad espa?ola muestra la mayor¨ªa de las v¨ªctimas de delitos. Y el caso es que hace unos d¨ªas me cruc¨¦ por Sevilla con los padres de una ni?a a la que su novio mat¨® y cuyo cad¨¢ver sigue a¨²n sin aparecer. Su familia acept¨® la sentencia judicial y el desconsuelo de su propia sentencia amarga a seguir cada d¨ªa pregunt¨¢ndose d¨®nde est¨¢. Ellos y tantos como ellos me hacen pensar que las placas tect¨®nicas de la sociedad en que vivo y de cuyas garant¨ªas disfruto son esa gente templada y ejemplar que, a saber de qu¨¦ forma dolorosa, en la intimidad de su casa, descargan sin terremotos su justificada ira.
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