Pol¨ªticos a la altura (escasa) de su tiempo
Algunos representantes conciben la pol¨ªtica como un espect¨¢culo y a los ciudadanos como meros espectadores. La frivolidad juega una parte importante en la desafecci¨®n de los votantes
Para un pol¨ªtico hay algo todav¨ªa peor que ser banal, y es ser banal en tiempos dram¨¢ticos. Probablemente porque entonces su banalidad pasa a ser culpable y deviene frivolidad sin m¨¢s. No parece una hip¨®tesis muy aventurada suponer que en los actuales momentos la rampante desafecci¨®n de la ciudadan¨ªa de este pa¨ªs respecto a sus representantes p¨²blicos sea debida, a partes desiguales, tanto al empe?o de estos en crispar y polarizar en vez de en resolver, como a su frivolidad, efecto de una banalidad que, lejos de resultar ocasional o anecd¨®tica, tiene todo el aspecto de ser estructural, constituyente, de su manera de funcionar.
Al igual que nada hay m¨¢s viejo en la historia que la obsesi¨®n por empezar de nuevo (a ser posible desde cero), nada se hace m¨¢s cansino que la obstinaci¨®n, por parte de quienes llevan a cabo un remake del pasado, en convencernos de que son rigurosamente inaugurales. A que ello no sea percibido con claridad contribuye de manera notable la turboaceleraci¨®n en la que vivimos y que no concede ni un respiro de tiempo para preguntarse: ?D¨®nde he visto esto ya antes?, ?qui¨¦n pronunci¨® estas mismas palabras hace varias d¨¦cadas? Me apresuro a advertirlo para evitar interpretaciones equivocadas: no hay en las preguntas anteriores sombra alguna de lamento encubierto, m¨¢s o menos nost¨¢lgico. En el fondo, tanto da que se formulen o no: el escaso recorrido que van a tener tales remakes hace que no valga la pena entretenerse en desenmascararlos en su condici¨®n de tales.
Baste con dejar constancia de que lo que se anunci¨® como nuevo en pol¨ªtica ha mutado, a inusitada velocidad, no ya en viejo, sino directamente en rancio. Hemos pasado del vino viejo en odres nuevos al vino picado en odres relucientes, al discurso antiguo en envoltorio 5.0., al contenido vetusto en formato posmoderno (incluyendo en este apartado alguna nueva versi¨®n del cine en blanco y negro como la consigna ¡°fascismo o democracia¡±): disponen ustedes de mil f¨®rmulas para expresar esta misma idea. Con el a?adido de lo que ya anunciara el cl¨¢sico: cuando la historia se repite, lo que era tragedia se torna farsa. Un principio que, aplicado a lo ocurrido en la esfera de la pol¨ªtica en la pasada d¨¦cada, bien podr¨ªa traducirse como: lo que era, en generaciones anteriores, iconoclasta y disruptivo, ahora es simplemente modernillo. Bravuconadas o exabruptos sin el menor recorrido pol¨ªtico real o, peor a¨²n, boutades de estilismo que como mucho proporcionan a los ciudadanos unos pocos minutos de conversaci¨®n en una sobremesa distendida.
No era este el destino al que aquellos aspiraban. Por el contrario, declaraban fantasear las m¨¢s altas metas. Pero tal vez no pudieran aspirar a alcanzar otra cosa, visto el escaso bagaje que tra¨ªan consigo. Dec¨ªa Borges que los libros se hacen para la memoria y los diarios, para el olvido. Podr¨ªamos a?adir: y algunos digitales, ni les cuento. Quienes lo cifraban todo en la presencia permanente en el espacio p¨²blico, en la visibilidad interminable, quienes pretend¨ªan convencer a los suyos de que hoy no se es de un partido sino de una radio o de un diario para justificar as¨ª su obsesi¨®n, rayana en lo patol¨®gico, por aparecer en todos ellos el m¨¢ximo tiempo posible (hubo el que incluso, siendo vicepresidente del gobierno de la naci¨®n, no dej¨® de oficiar de entrevistador en el espacio p¨²blico), olvidaron, o quiz¨¢ simplemente ignoraban, lo m¨¢s b¨¢sico. La advertencia, lanzada por McLuhan hace m¨¢s de medio siglo, de que el medio es el mensaje.
No era una advertencia gen¨¦rica, o de inter¨¦s exclusivo de semi¨®logos o acad¨¦micos de facultades de ciencias de la comunicaci¨®n, sino que se desprend¨ªa de ella una consecuencia de orden pr¨¢ctico particularmente relevante para lo que estamos comentando. Porque cuando la vida p¨²blica se convierte en un espect¨¢culo banal, ser protagonista del mismo implica contaminarse de dicha banalidad. Sin que sea de recibo justificar tal aspiraci¨®n a protagonismo en t¨¦rminos de principio de realidad (el argumento les sonar¨¢ familiar: hay que estar en ciertos medios porque son ¡°los que ve la gente¡±). No parece que resulte muy coherente que se acojan a semejante argumento precisamente aquellos a quienes tanto se les llenaba la boca anunciando su aspiraci¨®n a transformar de manera radical esa misma realidad, medios de comunicaci¨®n incluidos por cierto.
Con lo que nos encontrar¨ªamos ante la aparente paradoja de que, por recuperar los t¨¦rminos del cl¨¢sico t¨ªtulo de Umberto Eco, los m¨¢s apocal¨ªpticos en el plano de lo pol¨ªtico ser¨ªan al mismo tiempo los m¨¢s integrados en el espect¨¢culo comunicativo de la banalidad en el que hoy vivimos inmersos (hasta el punto de constituir su plan B profesional). Solo que esta banalidad, que en ¨¦pocas de relativa normalidad podr¨ªa ser llevadera para la ciudadan¨ªa, en ¨¦pocas de crisis genera una notable irritaci¨®n en ella, que pasa a ver a los banales como unos fr¨ªvolos insoportables que, habiendo grav¨ªsimos problemas pendientes de resolver, se convierten, con su ruido inane (por seguir con Eco), en un aut¨¦ntico estorbo para la sociedad.
En efecto, quienes participan de esta concepci¨®n espectacular de la pol¨ªtica acaban acomodando sus iniciativas a la l¨®gica del espect¨¢culo, y no a la de la resoluci¨®n de problema alguno. Como se trata de que no decaiga la atenci¨®n del espectador, entienden que tomar la delantera equivale a imprimir a cada poco giros imprevistos en el gui¨®n (cuanto m¨¢s sorprendentes, mejor). Pase revista, quien considere esto como una injustificada atribuci¨®n de intenciones, a las iniciativas y declaraciones de los ¨²ltimos a?os de aquellos de los que venimos hablando, y analice hasta qu¨¦ punto tuvieron alguna repercusi¨®n real o, por el contrario, fueron puro fuego fatuo destinado a mantener el foco de los medios de comunicaci¨®n sobre ellos de manera permanente.
Tanto repetir, durante tanto tiempo, que la democracia no se puede reducir a que los ciudadanos acudan a votar cada cuatro a?os y ahora resulta que el remedio contra semejante vaciamiento democr¨¢tico consiste no en que aquellos participen activamente de la cosa p¨²blica, sino en que, borrada la frontera entre precampa?a y campa?a electoral, la sociedad viva instalada en una campa?a permanente. Pero rep¨¢rese en que nada hay de contradictorio en este cambio de perspectiva. Porque, para quienes viven la pol¨ªtica como si de una serie de televisi¨®n se tratara (y, a los efectos, tanto da que sea Juego de tronos como Baron Noir), el desenlace de unas elecciones equivale tan solo al final de una temporada, a la que, indefectiblemente, seguir¨¢ otra, tal vez en otro escenario, pero con la misma l¨®gica del espect¨¢culo permanente.
En todo caso, el momento culminante de dicho espect¨¢culo es el que se produce poco antes de que la ciudadan¨ªa acuda a las urnas, cuando en prime time tiene lugar el debate entre candidatos en alguna cadena de televisi¨®n de alcance nacional. Es entonces cuando se hace patente no solo en general el concepto espectacularizante de democracia que manejan tales l¨ªderes, sino tambi¨¦n el papel concreto que atribuyen tanto a los ciudadanos (el de meros espectadores) como a los propios pol¨ªticos (el de protagonistas de la funci¨®n). Una pregunta final deja abierta un planteamiento semejante: si quienes ven reducida su condici¨®n de ciudadanos a la de simples espectadores pueden ser considerados v¨ªctimas de una planificada y constante devaluaci¨®n, ?C¨®mo calificar a esos pol¨ªticos empe?ados, obstinadamente, en provocarla?
Manuel Cruz es fil¨®sofo y expresidente del Senado. Autor del libro Transe¨²nte de la pol¨ªtica (Taurus).
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