Sonata de oto?o
Si los partidos centrales aspiran a recuperar el espacio electoral perdido, necesitan escuchar m¨¢s y predicar menos; mejor ser¨¢ que dejen de aplaudirse a s¨ª mismos y busquen el acuerdo social y el consenso pol¨ªtico
En un reciente viaje al Reino Unido he sido testigo de la amargura y ansiedad generadas tras el asesinato del parlamentario David Amess, v¨ªctima de un atentado terrorista. Junto a la reflexi¨®n sobre la amenaza del fundamentalismo isl¨¢mico, responsable del mayor atentado producido en nuestro pa¨ªs en toda la historia de la democracia, llegu¨¦ a la conclusi¨®n empero de que un acto as¨ª nunca podr¨ªa llegar a suceder en Espa?a en circunstancias parecidas. Amess fue atacado cuando manten¨ªa una reuni¨®n con sus electores para debatir sobre sus aspiraciones, intereses y necesidades. Un gesto inexistente en el comportamiento pol¨ªtico de nuestros diputados, que deben su esca?o no tanto a los votantes como a los jefes de su partido.
Naturalmente eso se debe a las diferencias en las leyes electorales de nuestros pa¨ªses: representaci¨®n mayoritaria y con distritos unipersonales en Inglaterra; proporcional con listas plurinominales, cerradas y bloqueadas, m¨¢s la provincia como distrito, en nuestro caso. Todos los sistemas electorales son imperfectos, y para nada pretendo ahora debatir sobre ellos. El nuestro, sin embargo, se encuentra en la base de la creciente desafecci¨®n popular respecto a la clase pol¨ªtica, especialmente en lo que concierne a los dos grandes partidos que hasta el momento han vertebrado el sistema.
Ambas formaciones han celebrado recientemente en Valencia dos gigantescas concentraciones de masas con un mismo objetivo: reforzar la autoridad de sus l¨ªderes, sometidos a cr¨ªtica por los llamados barones auton¨®micos, en la convicci¨®n de que la unidad del partido es el bien primordial a defender cara al mantenimiento del poder o a su conquista. De modo que hasta Felipe Gonz¨¢lez se mostr¨® m¨¢s t¨ªmido que anta?o en su disidencia, aunque reclam¨® el derecho a la cr¨ªtica. Al fin y al cabo, su impresionante y perdurable liderazgo del partido tambi¨¦n cont¨® con el apoyo de la f¨¦rrea disciplina impuesta por Alfonso Guerra. Los observadores tienden a suponer que la democracia interna de los partidos, exigida por nuestra Constituci¨®n, los fragmenta y debilita ante la opini¨®n p¨²blica. De ah¨ª la tendencia a ejercer lo que los comunistas denominaron el centralismo democr¨¢tico. Aunque S¨¢nchez puede haberse pasado de la raya. El 95% de apoyo a sus propuestas m¨¢s bien parece el resultado de un congreso a la b¨²lgara que el de un debate en plena democracia liberal.
La casualidad quiso que al tiempo de escuchar las ovaciones y v¨ªtores de la nomenclatura de los partidos a sus respectivos l¨ªderes cayera en mis manos un ensayo sobre estas mismas cuestiones firmado por Jos¨¦ Mar¨ªa Maravall y editado por un instituto de Cambridge. ?l, junto con ?ngel Gabilondo y Manuel Cruz, integra el mejor equipo intelectual con el que cuenta hoy el partido socialista, aunque no desde la disidencia, sino desde la expresi¨®n cr¨ªtica. Maravall explica la aparente contradicci¨®n entre la necesidad que tienen los partidos pol¨ªticos de rendir cuentas p¨²blicas a sus electores y la de mantener la unidad del entramado partidario y la autoridad del aparato. Esto ¨²ltimo conlleva la exclusi¨®n de la autocr¨ªtica, la invisibilidad del disidente y el miedo de este a hacerse notar. Tambi¨¦n las recompensas generosas a quienes cambian su condici¨®n de militantes por la de obedientes funcionarios. La opacidad de las decisiones del partido en el poder choca as¨ª contra la demanda de informaci¨®n del electorado. Un partido desunido y fragmentado suele merecer el castigo de sus votantes; pero la desaparici¨®n de la democracia interna acaba por convertirlo en una organizaci¨®n sectaria, engre¨ªda de s¨ª misma, gobernada autoritariamente, cegada por la ideolog¨ªa, y guiada por el oportunismo.
El reciente reacomodo gubernamental previo al congreso socialista de Valencia, y los mensajes que de este se desprenden, transmiten la aparente voluntad de Pedro S¨¢nchez de reconducir su err¨¢tica gobernaci¨®n hacia los caminos de la socialdemocracia cl¨¢sica. Es una decisi¨®n razonable tras la debacle en las elecciones madrile?as, la p¨¦rdida de poder en Andaluc¨ªa y el fiasco de la moci¨®n de censura en Murcia. Cuestiones estas que sin embargo no estoy seguro hayan suscitado la atenci¨®n que merec¨ªan en las ponencias y debates congresuales, dirigidos en gran parte por los responsables de esas derrotas. El viraje se inscribe adem¨¢s en la recuperaci¨®n europea del socialismo democr¨¢tico tras las elecciones alemanas y el reacomodo en los gobiernos de los pa¨ªses n¨®rdicos. Esta es una buena noticia para el PSOE de la que debe extraer las lecciones oportunas.
En todos los casos la socialdemocracia ha recuperado el poder a base de encabezar gobiernos de coalici¨®n con grupos muy diferentes. Se trata de un destino probablemente inevitable para gran parte de las formaciones pol¨ªticas europeas, pues la fragmentaci¨®n partidaria es un hecho evidente en los pa¨ªses de la Uni¨®n. A la hora de gobernar los socialistas n¨®rdicos se apoyan en partidos verdes y liberales, cuando no en otros abiertamente moderados y conservadores. Sobresale, sobre todo en Suecia, el papel de los sindicatos capaces de movilizar el consenso social, tan necesario como el pluralismo pol¨ªtico. El objetivo casi un¨¢nime es garantizar el Estado de bienestar, reducir la desigualdad, y fortalecer el crecimiento econ¨®mico mediante el impulso de la econom¨ªa de mercado. A lo largo de d¨¦cadas han demostrado que el liberalismo pol¨ªtico, el modelo capitalista y la intervenci¨®n del Estado en sectores claves de la econom¨ªa son compatibles y beneficiosos para la comunidad a la que sirven. El resultado es que figuran en todos los rankings internacionales como los pa¨ªses m¨¢s democr¨¢ticos y felices del mundo y, salvo Islandia y Finlandia, son todos monarqu¨ªas parlamentarias. No por su intenso amor a las testas coronadas, sino porque asumieron las lecciones de Max Weber, cuando dictamin¨® que ¡°un monarca parlamentario, pese a su falta de poder delimita formalmente las ansias de este por parte de los pol¨ªticos¡±.
El rey simboliza tambi¨¦n el principio de legalidad, siendo la ley expresi¨®n de la voluntad general en las democracias. Por eso pretender, como algunos hacen, que puede existir un conflicto entre el principio democr¨¢tico y el de legalidad no tiene sentido. El imperio de la ley permite exigir la responsabilidad de los gobernantes no solo ante los electores, tambi¨¦n ante los ¨®rganos de la justicia; y garantiza los derechos y libertades de los ciudadanos. Abocados como estamos a nuevos gobiernos de coalici¨®n en el futuro, la ¨²nica condici¨®n exigible a quienes lo integren es la lealtad al sistema, principio de legalidad incluido. Lo que excluye la presencia del independentismo.
Esta particular sonata de oto?o, t¨ªtulo homenaje a Bergman y a Valle Incl¨¢n, permite aventurar que si los partidos centrales aspiran a recuperar el espacio electoral perdido, mejor ser¨¢ que dejen de aplaudirse a s¨ª mismos y busquen el acuerdo social y el consenso pol¨ªtico. Estamos en un mundo convulso, sometido a grandes transformaciones. Si quieren ser ¨²tiles a la comunidad, los gobernantes, o quienes aspiren a serlo, necesitan escuchar m¨¢s y predicar menos. Reunirse con sus electores, como el malogrado Amess y sus otros colegas del Parlamento. Al fin y al cabo es a ellos, no a la nomenclatura, a quienes le deben el poder y la gloria. Pero son tambi¨¦n titulares del derecho a expulsarles del templo.
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