Mi propia Almudena
Con su muerte, cada uno ha sacado a la luz los recuerdos de la escritora. En el m¨ªo est¨¢ sentada en una mecedora en el corredor de nuestra casa de Managua
Cada uno ha sacado a la luz a su propia Almudena ahora que sombras suele vestir. La m¨ªa est¨¢ sentada en una mecedora en el corredor de nuestra casa en Managua, en febrero de 2009. A contraluz, como una fotograf¨ªa mal tomada, tras ella estalla en rojo y morado la buganvilia que cubre la cerca lateral. Lleva una blusa verde y los pantalones son negros, la melena atada atr¨¢s en un mo?o con una cinta rosa. Se mece lentamente, impuls¨¢ndose con los pies. Tiene aire nicarag¨¹ense en sus rasgos, o gitanos, o madrile?os. Lo que sea. Pero Almudena est¨¢ sentada all¨ª, bajo esa luz de encendidos oros del tr¨®pico incandescente.
Acabamos de llegar de Le¨®n, donde he servido de cicerone a la tropa formada por ella, su marido Luis Garc¨ªa Montero, Jes¨²s Garc¨ªa S¨¢nchez (Chus Visor), Javier Bozalongo y Daniel Rodr¨ªguez Moya, una tropa medio andaluza, castellana, catalana. Todos han venido al Festival Internacional de Poes¨ªa de Granada, y hemos ido a visitar los lugares de peregrinaci¨®n dariana, la catedral, donde est¨¢ enterrado el poeta bajo su fr¨ªo Le¨®n de marmolina, al pie de la estatua de San Pablo, la casa solariega donde vivi¨® su infancia. Andamos a pie por esta ciudad en la que viv¨ª mis a?os de estudiante, y donde de una acera a otra todo el mundo sol¨ªa saludarse con un ?adi¨®s poeta!, un t¨ªtulo universal.
Este barrio m¨ªo de Colonial Los Robles era, eso s¨ª cierto, el barrio de los poetas: al otro lado de la calle viv¨ªa Ernesto Cardenal, y a pocas cuadras Claribel Alegr¨ªa, a quien visitamos en tropa, la misma del viaje a Le¨®n, a las cinco de la tarde, hora puntual del happy hour en su jard¨ªn.
La m¨ªa, la Almudena que bien recuerdo, est¨¢ en su casa en Madrid en 2006, en la cocina atestada de cacerolas y sartenes, preparando con manos ¨¢giles y aire decidido toda suerte de tapas, tortillas que corta en trozos, ensaladilla rusa, croquetas que saca doradas del aceite hirviente, cientos de manos que se afanan como si fueran ajenas, pero son todas suyas, van y vienen las botellas de vino, en la sala suben de tono las conversaciones y estallan las risas, las bromas cruzadas entre Joaqu¨ªn Sabina y Benjam¨ªn Prado son de filigrana, historias de equ¨ªvocos en un hotel de Praga, mientras Chus Visor, al lado de Conchita, asiente sonriente, como un doctor Spock reci¨¦n bajado de la nave espacial.
Esa vez ven¨ªamos de la presentaci¨®n de mi libro de cuentos El reino animal en el Ayuntamiento de Alcobendas, que hab¨ªa hecho Luis, y mientras viaj¨¢bamos hacia all¨¢ lo llam¨® don Francisco Ayala, granadino como ¨¦l, que algo quer¨ªa consultarle, y quien presid¨ªa entonces las celebraciones de su propio centenario, que sobrepas¨®, sin dejar nunca de tomarse su whisky vespertino. Tiempo antes, en 2007, en Casa de Am¨¦rica en Madrid, hab¨ªa presentado Almudena mi novela La fugitiva.
Mi propia Almudena est¨¢ otra vez sentada en la misma mecedora, ocho a?os despu¨¦s, las buganvilias encendidas siempre atr¨¢s de su silueta, solo que ahora su blusa es color salm¨®n; se levanta y me dice: ¡°ens¨¦?ame tus libros, ens¨¦?ame donde escribes¡±. Ha venido por segunda vez a Nicaragua junto con Luis, para participar en el festival Centroam¨¦rica Cuenta que ya comienza a ser acosado por la tiran¨ªa bic¨¦fala.
Yo hab¨ªa estado al lado de su mesa de trabajo en su casa de Madrid, hab¨ªa recorrido sus libros, y ahora cumplir¨ªamos ese mismo ritual a este lado del Atl¨¢ntico. En un estante, al lado de los libros de Javier Cercas, descubre los lomos negros de los tomos de sus Episodios de una guerra interminable, con un sello verde adherido que uso para marcar los libros que he le¨ªdo, porque una biblioteca como la m¨ªa es un mar proceloso de memoria, pero tambi¨¦n de olvido, se?ales para no perderse en un bosque tan umbroso de tantos tramos y galer¨ªas. ¡°De estos m¨ªos tan gordos no vas a poderte olvidar¡±, me dice.
Aparte tengo un tramo segregado de los poetas a los que siempre acudo y solo yo s¨¦ d¨®nde encontrar. Cavafis, Baudelaire, y Carlos Mart¨ªnez Rivas, Ra¨²l Zurita, Joan Margarit, Rafael Cadenas, Luis, que anda por el bosque, husmeando por su cuenta.
Luego se sienta Almudena en la silla en que escribo, y se aplica a firmarlos todos, se?al imborrable de su paso por el bosque donde ahora todo est¨¢ en silencio esperando una mano, la m¨ªa, que devuelva todos esos libros a la vida. Exiliados tambi¨¦n ellos, en su propia soledad.
Y, por ¨²ltimo, aquella vez de la peregrinaci¨®n a Le¨®n en 2009, Almudena contra el paisaje de las olas que revientan en el balneario de Las Pe?itas donde almorzamos pargo frito en un restaurante de la costa fulgurante del mar Pac¨ªfico, defendidos del sol bajo un techo de palmas.
Y las fotos de su funeral que miro desde Guadalajara, Luis inclinado sobre la fosa depositando un ejemplar de su libro Completamente viernes, y aqu¨ª la Feria del Libro, donde tantas veces estuvo, que va a empezar sin ella, pero su sonrisa lejana y ausente queda en la contratapa de sus libros, la historia interminable de la Espa?a negra que nos dej¨® de contar de pronto.
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