Los viejos y queridos odios
En 2016 se lleg¨® en Colombia a un acuerdo con los armados; ahora hemos de llegar a un acuerdo entre los civiles para superar la inquina pol¨ªtica, una tarea que no le envidio al pr¨®ximo presidente
Las coordenadas de esta historia son colombianas, pero uno las puede usar sin esfuerzo para iluminar el pasado de muchos otros pa¨ªses. En 1902 hab¨ªa terminado la Guerra de los Mil D¨ªas, la m¨¢s cruenta de las nueve guerras civiles en que nos hab¨ªamos enfrascado los colombianos desde la independencia, y en su estela quedaban 100.000 muertos, un pa¨ªs enfrentado sin remedio y una econom¨ªa en pedazos. Ocho a?os m¨¢s tarde, con las heridas de la guerra todav¨ªa abiertas, asumi¨® la presidencia del pa¨ªs un hombre que llamar¨¦ ex¨®tico por no encontrar mejor palabra. Se llamaba Carlos Eugenio Restrepo. Era conservador, como los ganadores de la guerra, pero dijo que su cargo no le permit¨ªa actuar como miembro de un solo partido; era nacido en Antioquia, pero dijo que en la presidencia no ser¨ªa m¨¢s que colombiano; y era cat¨®lico, pero como jefe civil del Estado, anunci¨®, ser¨ªa el ¡°guardi¨¢n de las creencias, cualesquiera que sean, de todos los colombianos¡±. Su programa de Gobierno era, sencillamente, la implantaci¨®n de la tolerancia para desactivar las emociones que durante a?os hab¨ªan alimentado la guerra: lo que llam¨®, en palabras memorables, ¡°los viejos y queridos odios¡±.
Cuatro a?os despu¨¦s, Carlos E. Restrepo entreg¨® pac¨ªficamente la presidencia. No hizo nada de lo que le hubiera permitido la tradici¨®n: no trat¨® de perpetuarse en el poder, no modific¨® la ley para permitirse otro periodo, no encarcel¨® a sus opositores ni los envi¨® al exilio. Sus cr¨ªticos lo acusaron de haber hecho un Gobierno incoloro, con lo cual quer¨ªan decir que no hab¨ªa te?ido el pa¨ªs con el azul o el rojo de los dos partidos enemigos, y ¨¦l respondi¨® al final de su mandato con estas palabras: ¡°Si ning¨²n partido ha encontrado en m¨ª el fiel int¨¦rprete de sus odios, de sus amores o de sus intereses, es porque he presidido un Gobierno colombiano. Al ser presidente de cualquier facci¨®n me hubiera ganado el sufragio incondicional de medio pa¨ªs; pero el otro medio, y sobre todo mi conciencia, me hubieran negado el suyo¡±. En agosto, este hombre ex¨®tico dej¨® la presidencia. Hab¨ªan pasado apenas dos meses cuando el general Rafael Uribe Uribe, veterano de la Guerra de los Mil D¨ªas, modelo del coronel Aureliano Buend¨ªa de Garc¨ªa M¨¢rquez y senador liberal que hab¨ªa comenzado a hablar de traer a Colombia el socialismo europeo, fue asesinado a golpes de hachuela en pleno centro de Bogot¨¢. Los viejos y queridos odios hab¨ªan regresado.
Todas las sociedades los tienen, por supuesto. Buena parte de los enfrentamientos que hoy sufre Espa?a, sin ir m¨¢s lejos, vienen de esos viejos y queridos odios: esas emociones profundas a las que nos aferramos por razones imprecisas y que nos impiden cerrar del todo el libro de nuestros conflictos, como si nos pareciera m¨¢s rentable o m¨¢s satisfactorio mantenerlo abierto. Desde luego que para algunos lo es: siempre los hay que obtienen beneficios pol¨ªticos y econ¨®micos de azuzar el conflicto entre los ciudadanos, de inventarlo donde no lo hay o de perpetuar y nutrir el que ya existe. Son los mercaderes de la crispaci¨®n y los rentistas del miedo, como los llam¨¦ hace algunos a?os en un discurso ante periodistas. Florecen en todas partes porque explotan una vulnerabilidad humana que en todas partes est¨¢ presente. No hay nada tan f¨¢cil como apelar al resentimiento o a la sensaci¨®n de agravio, porque no hay nadie que no tenga en su vida la sensaci¨®n ¡ªambigua o muy concreta, real o imaginaria¡ª de ser v¨ªctima de alguien m¨¢s.
He pensado mucho en los viejos y queridos odios ahora que comienza este a?o incierto, pues en unos meses mi pa¨ªs se asomar¨¢ a unas elecciones presidenciales, y lo que est¨¢ en juego es enorme. No me parece exagerado ni impertinente decir que estas elecciones ser¨¢n un nuevo referendo sobre los Acuerdos de Paz, que el presidente actual ha aplicado selectiva e hip¨®critamente, avanzando mucho en ciertos aspectos ¡ªla desmovilizaci¨®n de combatientes, por ejemplo¡ª pero saboteando otros de diversas maneras o permitiendo que los sabotee su partido: por ejemplo, las instituciones de justicia y de memoria que han surgido de los Acuerdos. Sobre estos asuntos he escrito m¨¢s de una vez recientemente, y no quisiera abusar de la paciencia de mis lectores, de manera que no volver¨¦ a entrar en los detalles de estas instituciones; pero lo cierto es que hay mucho por hacer todav¨ªa con la paz de Colombia, y el pr¨®ximo presidente se encontrar¨¢ con un pa¨ªs donde lo m¨¢s importante ¡ªy tambi¨¦n lo m¨¢s urgente¡ª es esa tarea tit¨¢nica: llevar a la realidad, hasta donde nos lo permitan nuestras demasiadas limitaciones, ese proyecto que consta en los Acuerdos, y que no es otro que una mejor democracia, o una menos defectuosa.
Y eso no va a ser f¨¢cil. Se suele decir que la democracia colombiana es una de las m¨¢s estables del continente, y se mira con admiraci¨®n el hecho de que los gobiernos se hayan alternado sin mayor sobresalto desde el final de la ¨²ltima dictadura, all¨¢ por los a?os cincuenta del siglo pasado. Yo no logro compartir ese diagn¨®stico. M¨¢s bien lo que he visto es una sociedad tan acostumbrada a la violencia que ha tolerado la postergaci¨®n de las reformas democr¨¢ticas m¨¢s elementales, aguantando la desigualdad brutal y la exclusi¨®n rampante, o bien aceptando que el verdadero poder y los verdaderos privilegios sean cosa de pocos: pues en ese pa¨ªs donde una guerrilla envilecida comet¨ªa atrocidades sin cuento, hasta la menor exigencia de reformas sociales pod¨ªa ser f¨¢cilmente tildada de complicidad con el comunismo, y su proponente quedaba ipso facto en la mira de la extrema derecha m¨¢s violenta, que durante a?os mat¨® como quiso con la connivencia o la ceguera del Estado. En otras palabras, el diario oficio de sobrevivir se llevaba hasta hace poco todas nuestras energ¨ªas, y la m¨ªa fue una sociedad convencida de que una guerra conocida es mejor que una paz por conocer.
Este es, acaso, el cambio m¨¢s grande que ha ocurrido desde la aprobaci¨®n de los Acuerdos: los colombianos se han dado cuenta de que el pa¨ªs no se ha convertido en Venezuela, como dec¨ªan sin pruebas los opositores, ni ha desaparecido la propiedad privada ni la guerrilla se ha tomado el poder ni los Acuerdos han impuesto subrepticiamente una ideolog¨ªa de g¨¦nero que ha corrompido la familia cristiana. Las intimidaciones que lanzaron en su momento los enemigos de los Acuerdos, y que tanta influencia tuvieron en la relaci¨®n que han tenido con ellos los colombianos, no se han hecho realidad. El pr¨®ximo presidente, cuya tarea no envidio, habr¨¢ de recomponer el ¨¢nimo del pa¨ªs para que este asunto de la paz se convierta en un objetivo que una a la gente. Y la primera tarea de la gente, por supuesto, ser¨¢ elegir al que sea capaz de semejante haza?a.
En 2016 se lleg¨® a un acuerdo con los armados; ahora habremos de llegar a un acuerdo entre los civiles. En un pa¨ªs tan crispado, tan susceptible a los viejos y queridos odios, eso puede ser lo m¨¢s dif¨ªcil. Pero yo, que nunca he pecado de optimismo, no me resigno a que sea imposible.
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