El diario de polvo
En ocasiones el polvo se impone, pero muchas veces lo usamos para ocultarnos, veladura a veladura acabamos enterrando aquello que m¨¢s brilla
Tapo boca y nariz. Entorno los ojos. Esquivo la nube de mosquitos, el polvo del camino, la resina de colofonia espolvoreada sobre la plancha de metal. La africana Marlene Dumas, ante las terrosas y flotantes parcas de Goya, se tap¨® la boca para evitar que el diablo entrara por ella. Yo llevo tres d¨ªas mirando el polvo, viendo en sus sienas y sus grises, y en las formas cambiantes, a las tres parcas que hilan el paso del tiempo. Observo los remolinos que el viento eleva del suelo y estira en el aire: los arranca con fuerza de la tierra y velan todo lo que encuentran a su paso. Algunas personas los esquivan o intentan disolverlos a manotazos. Otras los atraviesan. Se ajustan la mascarilla, se protegen los ojos con la mano, y avanzan con paso firme. Llevo tres d¨ªas observando el polvo, la fuerza de su forma que se deja ver y modelar.
Miro tambi¨¦n las caras de las personas con las que me cruzo. Mojo el pincel en la pastilla ocre y lo acerco al papel previamente humedecido con agua. En contacto con el agua, la mancha hace un movimiento impredecible y ti?e la superficie por completo de modo irregular: el lugar en el que deposito el pincel retiene una mayor cantidad de pigmento. Cambio el pincel y hago el mismo gesto cuando el papel ha perdido humedad construyendo las zonas oscuras del rostro. Observo como el gesto se mantiene en el papel a pesar de que la mancha se deforme. Con un pincel m¨¢s fino mojado en tinta china, dibujo las cejas, los ojos, las fosas nasales, la comisura de la boca. Espero a que seque. La pintora africana afirma que ella no pinta personas, que ella pinta pintura. La gente prefiere mirar im¨¢genes a mirar pinturas, cuando observan una tela suelen ver el referente de aquello representado.
Hay, en mi cuaderno, un hombre con turbante y mirada c¨¢ndida, una adolescente sonriente con camiseta blanca, un se?or que se oculta tras una barba negra, un guardia vestido del ocre del coloso que vigila. Sobre todos los rostros, con el bote de espray que met¨ª en la maleta, consigo hacer bailar al polvo que se levanta del suelo. Hay en el cuaderno un conejo que mata a una serpiente. Un mono guardi¨¢n de tumba de fara¨®n. Un dibujo de Anubis. La entrada agujereada del templo de Hatshepsut. La foto de una s¨¢bana rota del Hotel Winter Palace. El retrato de Agatha Christie. Manchas y l¨ªneas que no representan nada.
Salgo del Valle de los Reyes exaltada despu¨¦s de ver la pintura de las tumbas, que tiembla entre mancha y l¨ªnea, firme en su no inmovilidad, y encuentro un trozo de cer¨¢mica en el suelo. Un trozo de algo que tambi¨¦n fue polvo que alguien humedeci¨®, model¨® y coci¨® hasta darle una forma s¨®lida y un uso. Los antiguos egipcios tambi¨¦n usaban la cer¨¢mica como parte de un pensamiento m¨¢gico: escrib¨ªan en las piezas aquello de lo que quer¨ªan deshacerse y despu¨¦s las lanzaban contra el suelo para que su dolor se rompiera con ellas en medio de un mar de polvo. En Luxor el viento levanta aqu¨ª y all¨¢ remolinos de color ocre claro que compiten en elegancia crom¨¢tica con las piedras y el color de la piel de sus habitantes. Los remolinos pardos se recortan sobre un cielo brillante y velan con textura de aguatinta el azul luminoso. Hay pintura all¨¢ donde miro. En ?frica tambi¨¦n yo me tapo la boca con la mano.
Un gu¨ªa explica en el Templo de Karnak todas las veces que a lo largo de la historia la arena ha cubierto las construcciones que hoy admiramos. En ocasiones el polvo se impone, pero muchas veces lo usamos para ocultarnos, veladura a veladura acabamos enterrando aquello que m¨¢s brilla. Mirando columnas y estatuas a trav¨¦s de la nube de tierra seca, pienso en una mano gigante capaz de convertir en vasija que se estrella contra el suelo a una civilizaci¨®n entera. La tercera parca est¨¢ a punto de sacar las tijeras para cortar el hilo en un gesto definitivo. Cesar¨¢ el viento. El polvo se aglutinar¨¢ sobre la tierra seca.
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