Mascarillas y monstruos
El ocultamiento nos distancia a los unos de los otros, nos impide conectar con lo desconocido, nos blinda ante las percepciones de los dem¨¢s, y, por tanto, nos hace emocionalmente m¨¢s pobres
A partir del d¨ªa 20, la mascarilla dejar¨¢ de ser obligatoria en interiores. Aunque sabemos que las reglas del juego pueden cambiar, esta noticia marca un punto de inflexi¨®n, ojal¨¢ un punto final, a m¨¢s de dos a?os de pandemia. A pesar de la urgencia de una actualidad marcada por la guerra, el terror y la polarizaci¨®n ¡ªo precisamente debido a ello¡ª, hablar de m¨¢scaras tiene ahora una relevancia especial.
Enmascararse es un gesto profundamente ambivalente. Ocultamos nuestra identidad tras un alter ego ficticio y, al hacerlo, ponemos en cuesti¨®n esa frontera, la que separa lo real de lo imaginario. Con la cotidianidad del coronavirus, hemos podido comprobar el efecto que la ocultaci¨®n parcial del rostro tiene sobre nuestra percepci¨®n. Las mascarillas nos enfrentan con la terca fantas¨ªa de nuestra imaginaci¨®n. Rellenamos los huecos, sustituimos lo que no podemos ver por lo que desear¨ªamos ver. Realidad y ficci¨®n conviven en un instante de lucidez inventada.
De esto trata La m¨¢scara nunca miente, exposici¨®n actual del Centro de Cultura Contempor¨¢nea de Barcelona (CCCB), que usa la m¨¢scara para reflexionar sobre la identidad, la violencia y el arte, desde m¨¢scaras de gas y pr¨®tesis faciales hasta las capuchas blancas del Ku Klux Klan. Resulta especialmente sobrecogedora una de las piezas de la muestra: se trata de un fragmento de la pel¨ªcula La legi¨®n negra (1937), en el que un grupo de xen¨®fobos encapuchados lleva a cabo un rito de iniciaci¨®n. La crueldad, el odio y la perversi¨®n impregnan la escena de una forma asfixiante. Imposible no temer a estos seres casi fant¨¢sticos. S¨®lo al desenmascararse desvelan lo que son, un pu?ado de fan¨¢ticos. Peligrosos, impunes por el amparo del racismo estructural, pero humanos. El terror paranormal se esfuma. Sin embargo, queda una sombra de inquietud: la certeza de que, cuando se enmascaren de nuevo, ser¨¢n capaces de la peor de las atrocidades.
?Qui¨¦n hay detr¨¢s de la m¨¢scara? ?Qu¨¦ separa a ¨¦sta de su portador? Y, sobre todo, ?qu¨¦ identidad es la verdadera? Si nuestras acciones nos definen, ?acaso no somos lo que hacemos tambi¨¦n cuando la llevamos puesta? S¨ª, y no, y viceversa. La m¨¢scara pone en suspensi¨®n las normas y autoridades ante las que el sujeto debe responder. No dejamos de ser quienes somos, pero nos convertimos en otra cosa. Hacemos lo que, sin ella, no podr¨ªamos hacer. Ocurre lo mismo en los conflictos b¨¦licos, los rostros se difuminan. Lo vemos en la guerra en Ucrania: cuerpos reducidos a la brutalidad; el dolor replicado en infinitas fotograf¨ªas que, parad¨®jicamente, a la vez que denuncian la injusticia, anestesian su impacto y desdibujan a sus protagonistas; individuos despojados de su singularidad y encajonados en r¨ªgidas definiciones de ¡°v¨ªctima¡± o ¡°verdugo¡±, con patrones y requisitos estipulados para cada etiqueta. La guerra, como la m¨¢scara, excede la norma y la normalidad: altera los par¨¢metros de comportamiento y nos transforma.
Con las mascarillas muchos hemos descubierto, junto con el hast¨ªo de llevarlas, el extra?o poder que da ocultarnos tras una interfaz inanimada. En un sentido simb¨®lico, el rostro es el punto m¨¢s vulnerable de nuestro cuerpo. Ah¨ª nos sabemos expuestos a la mirada del otro, nuestras expresiones nos traicionan, nos desvelan. El rostro nos abre al encuentro con los dem¨¢s, y a sus imprevistas consecuencias. Sin embargo, cuando usamos las mascarillas, nuestro rostro queda reducido a nuestra mirada. Nos convertimos en seres observantes, no observados.
Podr¨ªamos pensar que evitar la vulnerabilidad nos hace m¨¢s fuertes, o m¨¢s libres en nuestras relaciones. Pero nada m¨¢s lejos. Este ocultamiento nos distancia a los unos de los otros, nos impide conectar con lo desconocido, nos blinda ante las impresiones y percepciones de los dem¨¢s, y, por tanto, nos hace emocionalmente m¨¢s pobres, menos capaces de asimilar y entender nuestros propios sentimientos. El rostro es un lugar de encuentro, pero no est¨¢ abierto s¨®lo al sufrimiento y a la violencia que el otro nos pueda infligir, sino tambi¨¦n al cari?o, al amparo, al entendimiento.
La mascarilla se ha convertido adem¨¢s en un s¨ªmbolo de desigualdad, una frontera que separa al consumidor del servicio, al cliente del empleado. Los trabajadores ocultan sus rostros, ofrecen una imagen que los clientes leen como menos completa. ?M¨¢s peligrosa? Lo inaceptable se vuelve aceptable para el monstruo, y la m¨¢scara es la fina gasa entre uno y otro. Deshumaniza, despoja al portador de su singularidad. Pero ninguna m¨¢scara es inmune eternamente. Todas, tarde o temprano, acaban por caer. Alg¨²n d¨ªa nos olvidaremos completamente de las mascarillas, de las crisis, puede que incluso de las guerras, pero ?cu¨¢nto de m¨¢scara habr¨¢ impregnado nuestro rostro?
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