El idioma de Fidel Castro y de Daniel Ortega
La tentaci¨®n de hacer a una lengua propiedad del pol¨ªtico del territorio que la gobierna persiste, porque la mala pol¨ªtica no ver¨¢ en la lengua otra cosa que la expresi¨®n del poder de quien la habla
Los grandes protagonistas de cualquier ¨¦xito profesional suelen serlo porque alg¨²n secundario, superior o inferior a ellos, se encarga de mantener el fondo sobre el que destacan ellos como figuras. El periodista Barry Sussman (1934-2022) fue uno de esos imprescindibles secundarios. La noticia de su fallecimiento hace unos d¨ªas ha recibido una discreta atenci¨®n en los medios. Se repet¨ªa a su muerte el papel que tuvo en su vida profesional; Sussman fue el necesario facilitador del entorno medi¨¢tico en que tuvo lugar una de las mayores demostraciones de la necesidad de un periodismo libre: el descubrimiento de la trama Watergate.
Quienes brillaron como protagonistas de la historia fueron Bob Woodward y Carl Bernstein, reporteros del peri¨®dico The Washington Post; la valiente intuici¨®n de quien era entonces su jefe, Sussman, editor de noticias locales, fue imprescindible para que se destapase una trama ilegal de escuchas alentada por el Gobierno estadounidense. El esc¨¢ndalo del Watergate le cost¨® el puesto al presidente Richard Nixon y llev¨® a Woodward, a Bernstein y a su peri¨®dico a ganar el Premio Pulitzer en 1973. El caso Watergate se sigue empleando hoy como ejemplo de la cota m¨¢xima de capacidad que puede tener el periodismo para controlar los desmanes y tentaciones que el poder puede construir sobre su suelo de aparente impunidad.
Para quienes no fuimos coet¨¢neos de ese esc¨¢ndalo, este episodio period¨ªstico excepcional y trepidante nos es conocido por las pel¨ªculas que se han basado en ¨¦l. Todos los hombres del presidente (1976), con Robert Redford y Dustin Hoffman haciendo de reporteros, es quiz¨¢ la m¨¢s conocida de ellas. Quiero recordar aqu¨ª una frase de esa pel¨ªcula, desfasada hoy en su sentido original, pero actual en lo que connota. Ocurre en el inicio de la historia, cuando los periodistas empiezan a sondear una lista de nombres de agentes protegidos gubernamentalmente al servicio del espionaje. Uno de los periodistas llama por tel¨¦fono a un posible implicado, se oye al otro lado una algarab¨ªa de cr¨ªos jugando y voces en espa?ol que evocan una casa cubana llena de gente y ruido. Desesperado por hacerse entender, el personaje que interpreta Robert Redford tapa el auricular y grita en la redacci¨®n una frase que fue doblada al espa?ol como: ¡°?Alguien habla el idioma de Fidel Castro?¡±. Ning¨²n compa?ero contesta; el periodista cuelga.
Es penoso, pero parece que era as¨ª. En los a?os setenta, con la crisis de los misiles a¨²n fresca y una migraci¨®n latina todav¨ªa menor en relaci¨®n con la de otras latitudes, el espa?ol era para un estadounidense medio el idioma de un dictador a quien desde el Capitolio se tem¨ªa tanto como se atacaba. La cuota de poder atribuida al espa?ol en Estados Unidos en esta pel¨ªcula era pasmosamente peque?a y se simbolizaba en una sola persona: Castro.
Hoy esta pregunta ya no tendr¨ªa sentido, y no solo por la muerte del dictador: el espa?ol es hablado en Estados Unidos por algo m¨¢s de 60 millones de personas como lengua materna. Y es previsible que la cifra siga aumentando. Quiz¨¢ algunos de los periodistas del Washington Post ya lo hablan, y en su redacci¨®n a buen seguro aterrizan los ejemplares de la prensa estadounidense escrita en espa?ol que circula por Estados Unidos (pienso por ejemplo en un delicioso peri¨®dico semanal que se distribuye en Nueva York con el fabuloso nombre de El Especialito).
Cierto es que los estereotipos son cambiantes y que seguramente hoy alguien podr¨ªa decir en Estados Unidos que el espa?ol es el idioma de los tenderos, los camareros o los obreros. Hay muchos retos sociales que lograr para que la lengua se prestigie y no se abandone en las pr¨®ximas generaciones. El reciente congreso que se ha celebrado en el Instituto Cervantes de Nueva York (con el tema Lengua e identidad), al que he tenido la oportunidad de asistir, ha puesto de manifiesto, en su repleto auditorio, el prometedor inter¨¦s que la comunidad hispanohablante estadounidense tiene ante el futuro de su lengua y su compromiso por mejorar su condici¨®n en la educaci¨®n y en la sociedad.
Con todo, la tentaci¨®n de hacer a una lengua propiedad del pol¨ªtico del territorio que la gobierna persiste. Y persiste porque la mala pol¨ªtica no ver¨¢ en la lengua otra cosa que la expresi¨®n personalizada del poder de quien la habla. Casi al mismo tiempo que mor¨ªa Sussman, el dictador americano Daniel Ortega atosiga y empuja al cierre a la Academia Nicarag¨¹ense de la Lengua, instituci¨®n que establec¨ªa nexos (qu¨¦ poco les gustan a las dictaduras los nexos y cu¨¢nto les gustan las cuerdas) con otros organismos culturales externos. Piensa Daniel Ortega que el espa?ol es el idioma de Daniel Ortega. Y no se da cuenta de que ¨¦l es, por esas tristes derivas hist¨®ricas, una figura represora absolutamente prescindible en la historia de Nicaragua. Y eso lo puedo escribir desde Espa?a gracias a que tenemos un periodismo libre y una democracia de fondo.
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