El lazo comunitario
Pintan bastos cuando se presenta el engrudo tribal como alternativa al aislamiento individualista. Existe una ligadura que nos ci?e a un proyecto m¨¢s elevado que el inter¨¦s propio
Reza el t¨®pico que los lazos comunitarios se han roto. Lo repiten quienes promueven el giro tribal y el repliegue identitario, so pretexto de alcanzar una sociedad m¨¢s cohesionada. Unos culpan al progresismo y otros, al neoliberalismo, proyectando en el fin de la comunidad sus obsesiones, como si de un test de Rorschach se tratase.
Aun aduciendo causas diferentes entre s¨ª ¡ªora la pujanza centr¨ªfuga de la globalizaci¨®n, ora el declive del patriotismo centr¨ªpeto¡ª, convienen en que una suerte de fase l¨ªquida diluye la comunidad. Asumen, en ocasiones, el mito nativista de la sociedad homog¨¦nea amenazada por el enemigo disolvente, y al hacerlo surten de munici¨®n a la agenda reaccionaria, que siempre parte de un malestar genuino.
La generaci¨®n posmilenial se ha criado a los pechos de una crisis perpetua. El pesimismo apuntalado por la Gran Recesi¨®n se ve hoy atizado por la p¨¦rdida de calidad de vida y el aumento de la desigualdad, la desconfianza hacia las ¨¦lites y el miedo al desclasamiento. La pandemia, vista en su conjunto, viene a ser el moj¨®n postrero de un camino jalonado de sinsabores.
Entretanto, la globalizaci¨®n parece descomponer las ciudades, abocando a sus habitantes al retraimiento. En la era de la hipercomunicaci¨®n, la urbe deja de ser un lugar de socializaci¨®n y se convierte en un cafarna¨²m de soledades. La comunidad, que tiene su ra¨ªz en lo com¨²n (communis), se vac¨ªa en un aluvi¨®n de aislamientos conectados.
Como el paseante baudelairiano, que deambula entre las turbas sin mezclarse con ellas, nos rodeamos de cientos de amigos virtuales pero seguimos solos. Lo que nos conecta nos a¨ªsla. Afirmaba el fil¨®sofo Santayana, movido por la experiencia del exilio, que el di¨¢logo no era sino una mara?a de equ¨ªvocos y confusiones. M¨¢s sensato que dialogar ser¨ªa, a su juicio, ¡°soliloquiar en armon¨ªa¡±. Hoy estamos sintonizados en tiempo real; soliloquiamos simult¨¢neamente, sin llegar a escucharnos.
Hace unos d¨ªas, el vicepresidente pol¨ªtico de Vox, Jorge Buxad¨¦, afirm¨® que ¡°existe una voluntad real en Bruselas de poner en marcha un reemplazo poblacional en Europa¡±. Enarbolaba la teor¨ªa racista del reemplazo, seg¨²n la cual la inmigraci¨®n es el caballo de Troya que emplean las ¨¦lites para acabar con la identidad nacional. El desarraigo, ya se sabe, es combustible para el reaccionario.
De este malestar saben algo quienes, de un tiempo a esta parte, blanden en nuestro pa¨ªs el fetiche comunitario. Como dice Ignacio Peyr¨®, el espa?ol se desarraiga muy mal. Asunto peligroso, pues, al carecer de mediaciones ante la cosm¨®polis, el ciudadano corre el riesgo de sucumbir a las promesas paratribales. Es tentador el abrigo de la madriguera cuando hace fr¨ªo a la intemperie.
Yerran quienes lo f¨ªan todo a la advocaci¨®n de la ciudad abierta. En tiempo de desarraigo, el liberal pincha en hueso cuando apela a las virtudes abstractas del cosmopolitismo. El lazo comunitario no es v¨ªnculo de sangre ni es cosmopolitismo vacuo: es una ligadura que nos ci?e a un proyecto m¨¢s elevado que el inter¨¦s propio, rescat¨¢ndolo de la anomia a la que, en ocasiones, aboca la democracia procedimental, sin por ello encadenarnos.
Si algo nos ha ense?ado la pandemia es que somos sujetos relacionales. La palabra comunidad deriva de munus, deuda: vivir en sociedad consiste en responder a un conjunto de obligaciones t¨¢citas. Immunitas, su ant¨®nimo, representaba en tiempos idos la negaci¨®n de esa deuda: volcarse en lo particular, como C¨¢ndido en su huerto. Hoy ya no son palabras opuestas. Como hemos aprendido, no hay inmunidad sin el concurso de la comunidad.
En el v¨ªdeo que anunciaba su candidatura a las presidenciales francesas, el ultraderechista ?ric Zemmour hablaba del pa¨ªs ¡°que tus hijos a?oran sin haberlo conocido¡±. La querencia nost¨¢lgica y el sentimiento de cueva sirven de pegamento cuando el bienestar periclita. Por eso no basta con fomentar espacios de encuentro para mantener con vida una comunidad. Lo que degrada los barrios no es el desarraigo, sino la falta de mantenimiento y el deterioro que ¨¦ste propicia. Tampoco se sale de la introspecci¨®n an¨®mica sin combatir el desempleo. Quien quiera impugnar lo simb¨®lico tambi¨¦n deber¨¢ atender a lo tangible.
Por supuesto, Francia no es Espa?a. Sosten¨ªa Marx en El dieciocho brumario que el pa¨ªs galo se asemejaba a un saco de patatas: las aldeas se apelotonaban hasta hacer departamentos, y luego estos formaban la argamasa de la naci¨®n. Nuestro pa¨ªs se asemeja, m¨¢s bien, a una malla de naranjas. La atomizaci¨®n solo se hace patente cuando alguno de sus componentes se escapa por los huecos de la redecilla. Y quienes piden volver a la comunidad de anta?o, pretextando el aislamiento de hoga?o, se limitan a cambiar la redecilla que nos aherroja.
Pintan bastos cuando la ¨²nica alternativa al aislamiento individualista es el engrudo tribal. Restituir los v¨ªnculos comunitarios no exige volver a la tribu. Pero el malestar de fondo no cesar¨¢ con buenas palabras. El desarraigo es una dolencia org¨¢nica: sus s¨ªntomas son morales pero sus causas, de ¨ªndole material, solo se alivian con hechos.
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