Salvar a los pol¨ªticos
Quienes se dedican a la pol¨ªtica no son todos iguales, porque tampoco los dem¨¢s somos todos iguales. ?O acaso queremos que nos juzguen a bulto?
La ¨²ltima condena a pol¨ªticos favorece a quienes expanden el desprestigio de la profesi¨®n. Hace poco, se le dio demasiada importancia a que alguien conocido afirmara en una entrevista que estaba hasta las narices de los pol¨ªticos. Deber¨ªa haberse tratado como una reacci¨®n natural, pero tan intrascendente como cuando alguien dice en pleno verano que est¨¢ harto del calor o a mitad de Liga que est¨¢ hastiado del f¨²tbol. Son alaridos de cansancio que, en el fondo, podr¨ªan resumirse con un estoy harto de m¨ª mismo. Entre otras cosas porque la pol¨ªtica no es una atm¨®sfera artificial, sino la condici¨®n en que nos movemos y respiramos en el ¨¢mbito colectivo. Si el oficio de pol¨ªtico se ha desprestigiado es por el poco empe?o ciudadano en reconocerlos cuando algo funciona bien, supera el abandono u oferta amparo social. La retah¨ªla de gestos banales para que los pol¨ªticos se bajen el sueldo o renuncien al aforamiento viene a completar un discurso algo facil¨®n que ha desembocado en que las mentes claras eludan esa dedicaci¨®n. Entre los planes personales, ahora mismo la pol¨ªtica ocupa un lugar poco destacado. Eso ha llenado el oficio de mucha mediocridad y, peor a¨²n, de personas que apenas cuentan con otro medio de ganarse la vida fuera de la representaci¨®n p¨²blica. En esto, como en casi todo, la culpa es de doble corriente: tan desmoralizador ha sido el descr¨¦dito que le otorgan los ciudadanos como algunas de sus maneras de comportarse. Sin salir de los ERE andaluces, poco se ha escuchado a los m¨¢s de 6.000 trabajadores que cobraron su prejubilaci¨®n gracias a ese plan de la Junta ahora sentenciado. Si fallaron los controles y la supervisi¨®n no fue por tanto un fallo del oficio pol¨ªtico, sino de las personas encargadas de la gesti¨®n.
El desprestigio de los pol¨ªticos nace en el propio trato que se dan entre ellos. Ojo a ese delirio falt¨®n en que han ca¨ªdo. Pero miremos a los jueces; ah¨ª se produce una autoprotecci¨®n corporativa excesiva, pues los ciudadanos perciben maniobras orquestadas con un tufo pol¨ªtico desmesurado que nadie denuncia desde dentro. Los ciudadanos han concluido que la justicia tambi¨¦n depende del cristal con que se instruye. Y la prensa, otro mecanismo de control pol¨ªtico, tampoco atraviesa su mejor momento, te?ida de los encuentros y desencuentros que inciden no ya sobre el trato de un suceso, sino sobre la fabricaci¨®n particular de una noticia falsa. En los tres casos, la honestidad personal es el pilar de contenci¨®n en un mundo de presiones, urgencias, manipulaciones y medidores subjetivos. Pero en la esfera p¨²blica no podr¨¢ jam¨¢s juzgarse con solidez la honestidad personal, pues hace referencia a la sinceridad ¨ªntima. Incluso ese concepto tan manido de la ejemplaridad necesita de un presumido y de un cr¨¦dulo para funcionar cosm¨¦ticamente.
Por lo tanto, ?d¨®nde narices estamos? La crisis de la democracia no conviene asociarla al interesado esc¨¢ndalo por la falta de pureza de sus protagonistas. Bien lo sabe el ciudadano que defrauda en su baja m¨¦dica, su declaraci¨®n de renta o su chanchullo sin factura y luego se hincha en soflamas cr¨ªticas. Solo quien entiende que de su conducta personal se deriva todo un domin¨® colectivo acierta en la actitud. Salvar a los pol¨ªticos consiste en distinguir entre ellos y sus acciones. No son todos iguales, porque tampoco nosotros somos todos iguales. ?O acaso queremos que nos juzguen a bulto?
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