Sobre la dificultad de pensar bien
Aunque estamos condenados a entender el mundo desde nuestras coordenadas vitales, no deber¨ªamos perder el talento para apropiarnos de la experiencia de los otros, incluyendo hacernos cargo del dolor ajeno
En su libro m¨¢s reciente, Madres, padres y dem¨¢s, Siri Hustvedt habla de sus a?os de juventud, cuando uno est¨¢ buscando dificultosamente su lugar en el mundo y echa mano de todas las ayudas que pueda para encontrarlo. Lo hace en un ensayo sobre los mentores, esas figuras cuya aprobaci¨®n necesita el joven para seguir avanzando y con las cuales suelen armarse relaciones complejas, llenas de tensiones y de malentendidos y de frustraciones. Todo el ensayo es bello y l¨²cido, pero hay una l¨ªnea simple que se ha quedado conmigo estas semanas. Habla Hustvedt de la ¨¦poca de su juventud en que necesitaba que alguien, una figura de autoridad, reconociera el valor de las decisiones que hab¨ªa tomado sobre su vida, y pens¨® que pod¨ªa, para conseguir ese reconocimiento, inscribirse en un programa de escritura y entregarse a la instrucci¨®n de sus mayores, poetas y novelistas. No lo hizo. Decidi¨®, en cambio, entrar a la carrera de Literatura. Lo que quer¨ªa, dice, es ¡°estudiar, leer mucho y aprender a pensar bien¡±.
Aprender a pensar bien. A veces se me ocurre que no hay nada m¨¢s dif¨ªcil en el mundo, y tambi¨¦n que buena parte de nuestros problemas y nuestros desacuerdos, los privados y secretos tanto como los sociales y pol¨ªticos, vienen de esa dificultad. Nuestro tiempo confundido ha reemplazado el pensamiento por las emociones, y, aunque no parezca haber en eso nada ins¨®lito, yo tengo la impresi¨®n de que las nuevas tecnolog¨ªas, o las formas en que ocurren las conversaciones en ellas, s¨ª han cambiado las reglas de juego: arrinconan a los reflexivos, premian a los biliosos y van ahogando cada vez m¨¢s las voces de quienes tratan de mirar el mundo con claridad. Al final, algunos est¨¢n optando por abandonar estos espacios que una vez, no hace mucho, eran la promesa de una verdadera discusi¨®n democr¨¢tica, pero hoy se han convertido en extra?os totalitarismos donde se premia el gregarismo y se castiga el disenso. Otros, como yo, decidieron desde el principio no ser nunca parte de ese mundo, y creen o creemos ¡ªacaso equivocadamente: est¨¢ por verse¡ª que no hemos tomado mejor decisi¨®n en nuestras vidas.
Claro: echar mano de las emociones para poner una opini¨®n en el mundo o proponer en nuestros foros una decisi¨®n pol¨ªtica cuesta menos esfuerzo y da r¨¦ditos m¨¢s inmediatos, y adem¨¢s ¡ªseamos sinceros¡ª a nadie le importa en realidad la justicia o la virtud de una opini¨®n, ni a qui¨¦n se le haga da?o ni a qui¨¦n se proteja con ella. Importa, en el nuevo narcisismo de nuestro mundo de redes, cu¨¢nta visibilidad se gane, cu¨¢nta aprobaci¨®n se consiga. Por otra parte, la idea misma de que haya formas de pensar en la realidad que sean mejores que otras irrita a muchos de los habitantes de nuestros populismos digitales, que ven en ella una manifestaci¨®n de arrogancia, de superioridad o de pedanter¨ªa. No: lo que yo sugiero es que pensar en nuestra realidad com¨²n ¡ªel intento por entenderla y emitir una opini¨®n justa sobre ella¡ª se beneficia del uso de ciertas herramientas, y hay quienes est¨¢n dispuestos a usar la caja y lo que la caja contiene, mientras otros van por la vida armando los muebles con la mano o con un solo martillo desgastado, y a veces sin siquiera mirar las instrucciones. Y as¨ª nos va.
La dificultad de pensar bien me ha preocupado recientemente a prop¨®sito de las conversaciones que nos agobian por estos d¨ªas. Hace tres semanas, al final de la columna que escribo para la edici¨®n colombiana de este diario, coment¨¦ unas declaraciones del presidente Iv¨¢n Duque sobre el derecho al aborto, que la ley colombiana consagra y el presidente desconoce cada vez que puede. ¡°No existe un derecho a arrebatarle la vida a un ser con expectativa de entrar a la sociedad¡±, hab¨ªa dicho el presidente en cierto encuentro, y yo coment¨¦ que ese ser en realidad no tiene expectativa de nada: s¨ª tiene expectativas la mujer, en cambio, y las ver¨¢ truncadas si la sociedad la obliga a tener un hijo que no quiere. Pero adem¨¢s, escrib¨ª, si el nonato tuviera expectativas, y sobre todo si fuera mujer, ¡°seguramente echar¨ªa un vistazo a esta sociedad que no la defiende convenientemente de las agresiones sexuales, que la culpa de ellas cuando le ocurren y no le cree cuando las denuncia¡±. Y se preguntar¨ªa si es preferible vivir en una sociedad como la que quiere el presidente o en una como la que permite la ley.
Mis lectores tendr¨¢n su opini¨®n sobre el derecho al aborto, algunas m¨¢s informadas que otras, algunas moldeadas en la religi¨®n y otras sin ella. M¨¢s all¨¢ de eso, lo que les ped¨ªa yo en esas l¨ªneas era un acto de imaginaci¨®n para pensar en este debate: imaginar que se va a nacer mujer y escoger qu¨¦ tipo de sociedad se prefiere. De manera indirecta o levemente distorsionada, estaba usando una de las herramientas m¨¢s ¨²tiles de esa caja de la que hablaba antes: es el ¡°velo de la ignorancia¡±, como la llam¨® el fil¨®sofo John Rawls (en Teor¨ªa de la justicia, un libro de 1971), y yo echo mano de ella con mucha frecuencia, pues siempre me ha dado buenos resultados. Se trata de imaginar que estamos escogiendo los principios que gobernar¨¢n nuestra sociedad, pero lo hacemos sin saber qu¨¦ lugar ocuparemos en ella: cu¨¢l ser¨¢ nuestra posici¨®n social, cu¨¢les nuestros recursos econ¨®micos. Lo mismo se aplica a la raza, al sexo, al lugar de nacimiento: no sabemos qu¨¦ nos tocar¨¢ en suerte, pero tenemos que escoger las reglas que ordenar¨¢n la vida de todos.
Parado detr¨¢s del velo de la ignorancia, el individuo racional escoger¨¢ una sociedad m¨¢s igualitaria, aunque tal vez tenga que pagar m¨¢s impuestos o sacrificar otros beneficios, pues estad¨ªsticamente existe una posibilidad mayor de que no le toque nacer entre los privilegiados; y el miedo a la pobreza nos llevar¨ªa a preferir reglas con las que estar¨ªamos m¨¢s protegidos, o gracias a las cuales sufrir¨ªamos menos. Si detr¨¢s del velo contemplamos la posibilidad de nacer dentro de una minor¨ªa ¡ªsexual, racial, religiosa¡ª, ?no nos interesar¨ªa proponer para la sociedad una serie de reglas que nos permitieran una vida digna, o que aseguraran una distribuci¨®n equitativa del poder y de las cargas, aunque s¨®lo fuera para protegernos a nosotros mismos? No se trata de altruismos, cosa en la cual, por lo que se ve, no estamos bien dotados; se trata de buscar la mejor vida posible sin hacer da?o a nadie, o de apostarle al beneficio propio al mismo tiempo que tratamos de reducir, en la medida de lo posible, el sufrimiento ajeno.
El problema, por supuesto, es que la utilizaci¨®n de esta herramienta exige ciertas capacidades que ¡ªcomo el altruismo¡ª parecen escasear en nuestros d¨ªas. La principal es la imaginaci¨®n, que nos ha permitido a lo largo de nuestra historia vivir vicariamente lo que en realidad no hemos vivido. Es dif¨ªcil, ya lo s¨¦: estamos fatalmente condenados a entender el mundo desde nuestras coordenadas vitales, que son como las orejeras que se ponen a los caballos para limitar su campo visual, y no s¨¦ por qu¨¦ me parece que hemos perdido el talento para apropiarnos de la experiencia de los otros, incluido el reto de hacernos cargo del dolor ajeno. Quiz¨¢s ¨¦sta ser¨ªa una buena vara para medir la sabidur¨ªa o la estupidez de nuestras opiniones diarias, y tambi¨¦n de nuestros actos. Aunque en nuestro mundo digital, me parece, las opiniones son actos. Y eso lo complicar¨ªa todo.
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