Salman Rushdie y nuestras libertades
Este es un mundo de censura rampante, que hemos llegado a aceptar o a la que nos hemos acomodado porque no hay m¨¢s remedio. Lo m¨¢s grave es que ya no la ejercen los poderes pol¨ªticos ni las autoridades religiosas, sino cada ciudadano
Tampoco esta vez han conseguido los fan¨¢ticos matar a Salman Rushdie. Lo primero que tiene que admirarnos es su resiliencia inveros¨ªmil: las consecuencias del atentado del 12 de agosto est¨¢n todav¨ªa por verse, y podemos estar seguros de que la vida de Rushdie quedar¨¢ trastornada para siempre, pero sobrevivir a 10 pu?aladas ¡ªen el cuello, en el h¨ªgado, en un ojo que posiblemente pierda¡ª no est¨¢ al alcance de cualquiera. Por supuesto que Rushdie, como sabe todo el mundo, ya hab¨ªa sobrevivido a una d¨¦cada de persecuci¨®n de un r¨¦gimen fundamentalista cuyos asesinos eran ubicuos; las condiciones en que vivi¨® durante esos a?os habr¨ªan destrozado a otro, y a m¨ª siempre me ha parecido milagroso que Rushdie no s¨®lo emergiera sano y salvo de la amenaza constante, sino que adem¨¢s fuera capaz de seguir viviendo con algo parecido a la normalidad. Y eso es lo que ha hecho: seguir escribiendo sus novelas y llevando su vida privada y adem¨¢s defendiendo en p¨²blico, con un valor que los dem¨¢s le agradecemos, las mismas libertades por las cuales fue condenado a muerte.
He escrito ¡°los dem¨¢s¡±, pero la verdad rigurosa es que no es as¨ª: no a todos les parece evidente que Rushdie merezca nuestro apoyo sin condiciones, y aun hay quien condona o justifica los ataques de que ha sido objeto durante treinta a?os. No me refiero a los fundamentalistas, como es evidente, ni a las sociedades que desde fuera parecen democracias pero cuya mentalidad es en la pr¨¢ctica la de un sistema totalitario, sino a las que Rushdie ha llamado ¡°las brigadas del pero¡±. S¨ª, dicen estos militantes, la libertad de expresi¨®n est¨¢ muy bien, pero no si dice lo que a m¨ª me ofende; s¨ª, yo defiendo la libertad de conciencia, pero hasta cierto punto. Esas voces han acompa?ado a Rushdie desde la fetua de 1989, y es aterrador leer Joseph Anton, el libro extraordinario en que Rushdie da cuenta de sus a?os m¨¢s dif¨ªciles, y recordar cu¨¢ntos escritores o periodistas ¡ªes decir, gente que vive de la libertad de expresi¨®n, o gracias a ella¡ª no consideraron inaceptable que una figura religiosa pidiera a sus fieles el asesinato de un novelista por el hecho de haber puesto en palabras un acto de imaginaci¨®n.
Hemos o¨ªdo estas voces por todas partes en los ¨²ltimos a?os, y no s¨®lo a ra¨ªz de los asesinatos de Charlie Hebdo. Y yo me he preguntado: ?estamos ante el mismo fen¨®meno de 1989? Es posible y preocupante leer el ataque a Rushdie como resultado natural de un nuevo proceso: la instalaci¨®n entre nosotros de una mentalidad intolerante e inquisidora que no responde a la fetua, sino que es muy de nuestro tiempo. Despu¨¦s de todo, el agresor de Rushdie naci¨® 10 a?os despu¨¦s de la publicaci¨®n de Los versos sat¨¢nicos, y muy lejos ¡ªno s¨®lo literalmente¡ª del mundo del ayatol¨¢ Jomeini: el suyo es el mundo del discurso de odio convertido en triste rutina, de la radicalizaci¨®n a trav¨¦s de las redes sociales, del debate libre sofocado por el miedo a la cancelaci¨®n y, sobre todo, de las amenazas de muerte que cualquiera le lanza a cualquiera con escandalosa impunidad, y que se materializan con m¨¢s frecuencia de lo que creemos. Las sufri¨® la semana pasada J. K. Rowling, sin ir m¨¢s lejos, por rechazar el ataque a Rushdie. ¡°No te preocupes, t¨² eres la siguiente¡±, le escribi¨® en Twitter un tal Meer Asif Aziz. Rowling pidi¨® apoyo a Twitter y recibi¨® esta respuesta: ¡°Despu¨¦s de revisar la informaci¨®n disponible, consideramos que no hay violaciones a las reglas de Twitter en el contenido que usted ha reportado¡±.
En nuestro mundo, el aire en que nos expresamos es cada vez m¨¢s t¨®xico. Es un mundo de censura rampante, una censura que hemos llegado a aceptar o a la cual nos hemos acomodado porque no hay m¨¢s remedio, y puede decirse que la libertad de expresi¨®n, o lo que design¨¢bamos con estas palabras, ha cambiado de contenido en nuestros d¨ªas: el debate sobre lo que puede pensarse y decirse ya no es el mismo, y no ser¨¦ el primero en sugerir, por ejemplo, que Los versos sat¨¢nicos probablemente no se publicar¨ªa hoy en d¨ªa, igual que no se publicar¨ªa (por razones muy distintas) una novela como Lolita. Lo m¨¢s grave es que esa censura ya no la ejercen los poderes pol¨ªticos ni las autoridades religiosas, sino cada uno de los ciudadanos, y tanto los ciudadanos como las corporaciones en que nos reunimos ¡ªpol¨ªticas, econ¨®micas, las que sea¡ª tomamos decisiones acerca de lo que decimos o callamos sobre la base de la posible controversia y lo que ella pueda causar: matoneo, acoso, cancelaci¨®n o violencia.
En Los testamentos traicionados, Milan Kundera (uno de los defensores m¨¢s elocuentes de Los versos sat¨¢nicos, dicho sea de paso) habla de la novela como el espacio privilegiado donde suspendemos el juicio moral. La moralidad de la novela, dice Kundera, se opone a la costumbre humana de juzgar a todo el mundo ¡°instant¨¢neamente, incesantemente¡± y hacerlo, sobre todo, ¡°antes de entender¡±. ¡°Desde el punto de vista de la sabidur¨ªa de la novela¡±, contin¨²a, ¡°esa ferviente disposici¨®n para juzgar es la estupidez m¨¢s detestable, el mal m¨¢s pernicioso¡±. Siempre he pensado que esas palabras, ¡°ferviente disposici¨®n para juzgar¡±, son lo m¨¢s cerca que ha estado de describir lo que ocurre en Twitter alguien que no estaba hablando de Twitter. ?sta es la atm¨®sfera en la que vivimos hoy, y no hay forma de saber a qu¨¦ deterioro de nuestras libertades nos llevar¨¢ semejante estado de las cosas.
En estos d¨ªas he recordado las palabras que Rushdie pronunci¨® hace unos a?os ante el PEN catal¨¢n: ¡°?Qui¨¦n tiene el poder de contar las historias de nuestras vidas y de determinar no s¨®lo qu¨¦ historias se pueden contar, sino tambi¨¦n de qu¨¦ forma se pueden contar, c¨®mo tienen que contarse? Evidentemente, hay historias en las que todos nosotros vivimos, la historia de la cultura y la lengua en las que vivimos, la Historia en la que vivimos y, de hecho, las estructuras ¨¦ticas en las que vivimos, de las cuales una es la religi¨®n. ?Qui¨¦n deber¨ªa tener poder sobre estas historias?¡± La libertad de contar nuestra historia seg¨²n la entendamos o imaginemos, y de hacerlo sin miedo a censuras ni ataques, es lo que est¨¢ en juego. Eso es lo que Rushdie ha defendido siempre, incluso cuando ya nadie se lo exig¨ªa, incluso cuando cualquiera hubiera entendido que guardara silencio sobre estos asuntos hasta el final de sus d¨ªas.
Y no: no lo ha hecho. Se ha sabido que el viernes pasado, antes de la agresi¨®n que casi lo mata, Rushdie se dispon¨ªa a defender en p¨²blico la necesidad de que Estados Unidos diera refugio a los escritores ucranianos, y record¨¦ casi sin querer que as¨ª fue como lo conoc¨ª: en una reuni¨®n del PEN, hablando de proteger a escritores y periodistas de la deriva autoritaria y censora del Gobierno chino. M¨¢s all¨¢ de sus ensayos y sus conferencias p¨²blicas, las im¨¢genes que tengo de Rushdie son inseparables de esa constancia con la cual se ha dedicado a defender las ideas en las cuales los dem¨¢s vivimos, sobre todo cuando eso puede ayudar a otros. Lo ha hecho mientras el mundo a su alrededor se ha transformado, pero justamente por eso el brutal atentado de que ha sido v¨ªctima deber¨ªa no s¨®lo merecer todo nuestro repudio, sino servirnos de memorando: los enemigos de las libertades cambian, pero no desaparecen.
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