Madrid y la ciudad vivible
Hay cambios que no escandalizan porque son lentos y progresivos, pero las privatizaciones y la desatenci¨®n a la sanidad y la educaci¨®n han hecho de la capital una urbe donde muchos viven peor
¡°A la sombra de una lenteja¡± o enclaustrados y horneados en habitaciones con aparato de aire acondicionado o ventilador, este verano muchos se han preguntado si su ciudad, pongamos Madrid, es una ciudad habitable, si las vidas que permite son m¨¢s o menos vivibles. Porque quisi¨¦ramos ciudades en las que poder habitar sin este esfuerzo de ahora. Y no se trata solo de lo que una ciudad hace para afrontar el pron¨®stico cient¨ªfico y su transformaci¨®n clim¨¢tica y material, sino de lo que lleva tiempo haciendo, de la estructura que ha ido asentando para responder a las inclemencias planetarias, coyunturales y sociales a trav¨¦s de sus sistemas p¨²blicos de atenci¨®n y cuidado de las personas, los que son capaces de acoger sin que el requisito sean los n¨²meros que definen tu cuenta bancaria para marcharte temporalmente a otro lugar m¨¢s fresco o pagar servicios privados cuando el fuego acecha.
No ser¨¦ aqu¨ª sospechosa de desafecto con Madrid. Quiero tanto a esta ciudad que incluso habitando en otras m¨¢s hermosas y tranquilas Madrid ha sido siempre ese ¡°all¨ª¡± al que deseaba volver, quedarme, habitar. So?aba con ella desde ni?a. Para muchos hijos de la educaci¨®n p¨²blica crecidos en pueblos, imaginarnos en Madrid era imaginarnos habiendo cumplido parte de una expectativa; que esa inversi¨®n en recursos p¨²blicos facilitara que el hijo del pobre no repitiera el destino de pobre, que la educaci¨®n abriera puertas y nos hiciera m¨¢s libres e iguales para trabajar y vivir aqu¨ª o all¨ª.
Porque en gran medida lo primero que una educaci¨®n p¨²blica te ense?a es que todo aquello que promueve una igualdad elevando y no achicando es positivo, que lo que acent¨²a la desigualdad es da?ino para quienes la sufren y para la sociedad. Pero la educaci¨®n p¨²blica tambi¨¦n permit¨ªa (o debiera) romper esos que Simone Weil llamaba ¡°compartimentos estancos¡±, en tanto condenas a resignarte al mismo estado y lugar. La educaci¨®n p¨²blica que yo conoc¨ª ten¨ªa la habilidad de abrirlos, como una gimnasia que te ayudaba a elevar la cabeza sin miedo y ante la que el sensor de presencia activaba la puerta. No iba sola, sino hilada a la sanidad p¨²blica. Como pareja tej¨ªan un suelo de garant¨ªas que te acompa?aba en el trance de salir de tu tribu y construirte con otros en el mundo.
Mis primeras visitas a Madrid de adolescente pusieron razones a lo que era un gusto m¨¢s intuitivo que racional. Madrid parec¨ªa ser de todos los que all¨ª llegaban. La diversidad que explotaba en sus calles contrastaba con la homogeneidad de esos otros lugares donde todos hac¨ªamos lo mismo y nos parec¨ªamos sospechosamente. Madrid me hac¨ªa sentir que el de fuera era de dentro, no hab¨ªa exclusi¨®n que dibujara una cultura o cuerpo superior, un haber nacido aqu¨ª o all¨¢, ser azul o llamarte Ahmed. Era f¨¢cil creer que su identidad era la mezcla de todas, la convivencia en una ciudad con conflictos pero con una brutal energ¨ªa hacia lo com¨²n y lo diverso de la que germinaban universidades, bibliotecas, escuelas y hospitales p¨²blicos que ayudaban a abrir compartimentos estancos.
Cuando conf¨ªas en que las personas trabajan no solo por el bien propio sino por el bien comunitario pasas por alto la reversibilidad de los logros. No imaginas que algo tan valioso puede ponerse en riesgo. Y no tengo claro en qu¨¦ momento Madrid comenz¨® a enfermarnos a muchos. Pero ahora que me dirijo a pedir cita en atenci¨®n primaria, las colas en su puerta me disuaden, los tel¨¦fonos me agotan. El camino se llena de humo, la contaminaci¨®n irrita, activa alergias, asfixia. El ruido y los coches crecen y reinan en Madrid. Alguien vio una bicicleta, concluy¨® que ser¨ªa un extraterrestre. El asfalto no olvida que ha emanado un calor inhumano como si un desierto escondido quisiera emerger y no pudi¨¦ramos protegernos entre ¨¢rboles, los parques estaban ¡°cerrados¡±. Intento mi cita, pero en dos a?os no he podido ver a mi doctora. Los servicios p¨²blicos se masifican ejerciendo tal presi¨®n que ya no generan rebeld¨ªa sino sumisi¨®n. Como si ese cambio que nos enferma gritara ¡°b¨²scate la vida¡±, ¡°s¨¢lvese el que pueda¡±, primando el individualismo y zancadilleando la uni¨®n solidaria y consensuada de lo diverso.
Hay cambios que no escandalizan porque son lentos y progresivos. La privatizaci¨®n que ha convertido Madrid en una ciudad menos vivible para muchos se ha ejercitado diaria y silenciosamente desde hace tiempo, convirti¨¦ndola en una ciudad-flama. Lo es cuando se da?a lo com¨²n normalizando que las personas deban ahorrar desde ni?os para poder pagar una sanidad, una educaci¨®n y una residencia de mayores ¡°privadas¡±, porque lo p¨²blico no garantizar¨¢ servicios ni plazas y el capital manda. Aunque dir¨ªa que el asunto m¨¢s revelador es c¨®mo se ha normalizado que por defecto la mayor¨ªa de los ciudadanos tengan ¡°seguros m¨¦dicos privados¡±. En el trance, primero se permite la saturaci¨®n y precariedad del sistema p¨²blico, se agota al personal y a los ciudadanos, se empuja a que complementen fuera algunos servicios y se reitera hasta considerarlo necesario. La deriva ha sido tan callada pero masiva que se naturaliza, pasando por alto el grave descarte que supone para quienes no pueden pagar esos servicios o para quienes (enfermos cr¨®nicos, ancianos, discapacitados¡) directamente son excluidos de las aseguradoras privadas por ser sujetos de riesgo. Cuando la tendencia se hace norma, esto que parece una opci¨®n se hace sentencia, clamorosa desigualdad para quienes tienen enfermedades graves o cuyos datos anticipan que enfermar¨¢n. Y no son pocos, los excluidos aumentan expuestos a m¨¢s ansiedad, contaminaci¨®n y nuevas enfermedades, y no extra?a que sean pronto la mayor¨ªa. Cuando esto suceda alguien se escandalizar¨¢ de haber pasado por alto el progresivo desmantelamiento de los servicios p¨²blicos en muchas ciudades-flama, su reducci¨®n a m¨ªnimos, la masificaci¨®n y listas de espera, los cierres de atenci¨®n primaria y la no renovaci¨®n de plantilla, sus sueldos bajos y la fuga de sus profesionales.
A m¨ª me gustar¨ªa que Madrid, a la que tanto quiero, se convirtiera en un lugar m¨¢s vivible, con una educaci¨®n y sanidad p¨²blicas bien tratadas, donde la diversidad de personas que caminan con piernas de andar por casa se antepusiera a la diversidad de humos y coches. Pero este verano la ciudad ha amenazado con explotar dejando a la intemperie un desierto pronosticado y adelantado. El calor mataba, las paredes quemaban, los parques se cerraban y en las pantallas los campos ard¨ªan. Sin embargo, entrenados en la prisa, es como si el fuego supiera que si resist¨ªa hasta septiembre ser¨ªa sustituido por la inflaci¨®n y otras guerras.
Pero hay algo peculiar en los incendios. Son de la estirpe que literaliza que la llama debe verse, que las personas deben recordar que las cosas que durante mucho tiempo se han cuidado y nos han cuidado: ese campo, ese bosque, esos servicios p¨²blicos, pueden perderse. Y nunca es proporcional la lentitud y amor que requiere lo que se construye colectivamente con el sigilo con que se expanden la destrucci¨®n y las llamas. Porque esos visibles incendios estivales van de la mano de otros m¨¢s desapercibidos, de la estirpe que calienta capital y enfr¨ªa humanos. Esos que sigilosamente hacen menos vivibles nuestras ciudades quemando y minando suelo com¨²n, quise decir servicios p¨²blicos, ese ox¨ªgeno, esa agua.
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