Javier Mar¨ªas
Fue un escritor de verdad, en las buenas y en las malas, al que hay que releer para entenderlo bien, y captar con sabidur¨ªa los oscuros mensajes que dej¨®, y que iban dirigidos sobre todo a los j¨®venes, a los continuadores de aquello que fue su vida

Javier Mar¨ªas era tan discreto que se las arregl¨® para morir en medio de la muerte real de la reina de Inglaterra, pensando tal vez que la noticia aparecer¨ªa desapercibida en medio de la trompeter¨ªa televisiva y period¨ªstica sobre la muerte de Isabel II. En esto se equivocaba, porque rara vez he visto yo tantos art¨ªculos sobre la muerte de una persona como sobre la suya en la prensa de Espa?a.
Era querido y admirado por doquier, y cuando ped¨ªa la palabra en la Academia Espa?ola ¡ªse sentaba en una esquina, que ahora quedar¨¢ vac¨ªa hasta que elijamos a quien lo suceder¨¢¡ª los acad¨¦micos sol¨ªan escucharlo en un silencio muy estricto. Hablaba con precisi¨®n y elegancia, a diferencia de las notas de actualidad que escrib¨ªa y en las que, a veces, por exageraci¨®n con alg¨²n asunto que lo tocaba de cerca, sol¨ªa propasarse.
Pero acaso ¨¦l estaba m¨¢s orgulloso que de las excelentes novelas que escrib¨ªa de Reino de Redonda, que hab¨ªa creado motu proprio y que me explic¨®, detalladamente, en un viaje que hicimos juntos a Santander, hace mil a?os. Todo lo hab¨ªa fabricado ¨¦l mismo: los cargos, las designaciones, los t¨ªtulos, en funci¨®n de los trabajos de cada cual. Reino de Redonda, era, por lo dem¨¢s, la editorial m¨¢s desguarnecida de Espa?a, porque solo dos personas, ¨¦l en Madrid y una ayudante en Barcelona, se ocupaban de ella. Y, sin embargo, el medio centenar de libros que public¨® en toda su existencia, son, todos ellos, de excelente calidad, y le¨ªdos, por una ¨¦lite de lectores.
Desde que le¨ª Coraz¨®n tan blanco, una de sus mejores novelas, pens¨¦ que sus largas frases, que fueron creciendo de novela en novela, hasta alcanzar, sin puntos aparte, m¨¢s de una p¨¢gina, ten¨ªan que ver algo con William Faulkner, sobre quien escribi¨® Javier Mar¨ªas un ensayo formidable. Hablaba ingl¨¦s como el espa?ol, por la movida juventud que hab¨ªa tenido, entre Estados Unidos y Espa?a ¡ªestuvo tambi¨¦n en Oxford¡ª, y public¨® en Reino de Redonda el libro sobre el viaje a Jap¨®n de Faulkner, en que este, un farolero, les hac¨ªa creer a los periodistas ingenuos que ¨¦l solo era ¡°un granjero¡±, amante de los caballos, que escrib¨ªa a vuela pluma, sin preocuparse para nada ¡°de la forma ni de la estructura¡± de sus libros, cuando a sus lectores esta endiablada forma hac¨ªa releerlo, a fin de entenderlo, por lo menos unas tres o cuatro veces en cada una de sus frases. Como detestaba a los periodistas, Faulkner les dec¨ªa cosas disparatadas sobre sus novelas y su manera de escribir, y lo extraordinario es que los japoneses le cre¨ªan. Pero Javier Mar¨ªas, no, y en ese ensayo admirable est¨¢ explicado por qu¨¦.
La prosa de William Faulkner es la que mejor aprovech¨® los inventos de James Joyce, sin perder su propia voz, y seguramente Javier Mar¨ªas es el m¨¢s aprovechado lector de William Faulkner en nuestra lengua, en esas largu¨ªsimas frases de las novelas que invent¨® y que se leen, de principio a fin, en un estado de regocijo en que los lectores no saben qu¨¦ los deleita m¨¢s, si los complejos argumentos de sus historias o las frases interminables que las relatan, siempre con gran precisi¨®n, en p¨¢rrafos que nunca se entreveran, gracias a la elegancia y la rigurosa discriminaci¨®n de las palabras de su autor. En aquel ensayo todo est¨¢ dicho y explicado.
Era el escritor espa?ol de su generaci¨®n que m¨¢s cerca estuvo del premio Nobel de Literatura y a su muerte muchos han deplorado que nunca se lo dieran. Estaba seguramente en alguna de las listas de candidatos que manejan los acad¨¦micos suecos esperando su turno ¡ªporque no hay duda de que se lo merec¨ªa¡ª, y ahora deber¨¢ ser juzgado, sin premios ni t¨ªtulos, por aquello que escribi¨®. Pasar¨¢ con m¨¦ritos la revisi¨®n, porque fue uno de los mejores escritores de nuestra lengua y tuvo el acierto de aprovechar, mejor que nadie, la lecci¨®n de Joyce y de Faulkner, tan le¨ªdos y tan defectuosamente traducidos por nuestros traductores. La prosa de Faulkner es muy enredada y hay que escarbarla con pertinacia si se quiere comprender todo lo que ella arroja: pensamientos, paisajes, regresos al pasado y saltos al futuro, entrevero de personajes que hablan o piensan a la vez, y de ese tumulto van perfil¨¢ndose las historias, siempre algo apocal¨ªpticas, que trazan una visi¨®n ed¨¦nica de las luchas y entripados entre blancos y negros en el condado de Yoknapatawpha, el peque?o territorio de sus cuentos y novelas. Javier Mar¨ªas se las arregl¨®, en cambio, para ser claro y directo en sus historias, sin que esas interminables frases que las compon¨ªan fueran un obst¨¢culo a sus lectores para seguirlas y comprenderlas. Ellas reun¨ªan el pasado con el presente, y distintas instancias del pasado, sin que la lectura fuera enga?osa ni dif¨ªcil. Porque la novela estaba muy bien trabajada y repensada muchas veces. Yo, que nunca lo escuch¨¦, pienso que deb¨ªa ser un magn¨ªfico profesor, que contagiaba a sus oyentes las riqu¨ªsimas ideas que ten¨ªa sobre la literatura, la que ¨¦l practicaba y la de sus autores favoritos, entre los que Joyce y Faulkner figuraban siempre en primer t¨¦rmino.
Pertenecer a una familia de escritores, como fue el caso de Javier Mar¨ªas, no es f¨¢cil. Sus discrepancias con su padre, el fil¨®sofo cat¨®lico ¡ªy, dicho sea de paso, un excelente escritor, pese a las cosas que defendiera¡ª nunca se manifestaron en los textos que escribi¨® sobre ¨¦l, y, sobre todo, a la hora de su muerte, en que lo recordaba siempre con un libro a la mano y con quien vivi¨® solo, en el centro de Madrid, en un caser¨®n lleno de estantes de libros, cuando el resto de la familia se fue muriendo o alejando. La muerte lo ha encontrado solo, aunque sus amigos sol¨ªan visitarlo y sacarlo a tomarse un caf¨¦ o una cerveza, en el coraz¨®n del Madrid en que viv¨ªa, rodeado de muchos lugares de encuentro. Era uno de los escritores que mejor conoc¨ªa Madrid y algunas de sus novelas dan cuenta de ello, con detalles prodigiosos de observaci¨®n. Pero sus historias se sobreponen a esa ciudad, y no abusan de ella, exagerando sus gracias y amenidades, ni criticando sus viejas costumbres, a las que sol¨ªa valorizar como uno de los encantos madrile?os, aunque no estuviera siempre de acuerdo con las procesiones, ni los toros, ni los desfiles, y menos todav¨ªa con las manifestaciones en el centro, en las que ve¨ªa una forma ¡ªo varias formas¡ª de barbarie.
Sus novelas tienen siempre una forma de destacar a algunos personajes, los gonfalonieros de la historia, entre los que suelen surgir amores que casi siempre terminan tr¨¢gicamente, como en su ¨²ltima novela. Setenta a?os es una buena hora de morir, sin hacer todav¨ªa el rid¨ªculo, ni haberlo hecho nunca, como fue el caso de Javier Mar¨ªas. Estuvo siempre en su sitio, el de las buenas maneras y el buen decir, aunque en sus notas de actualidad a veces se propasara, exacerbado por la turbaci¨®n que le provocaban hechos lamentables y criticables. Carec¨ªa de temores y hablaba siempre con claridad, aunque esta costumbre le ganara muchas cr¨ªticas y no pocos enemigos, de los que ¨¦l ni siquiera se daba cuenta. Fue un escritor de verdad, en las buenas y en las malas, al que hay que releer para entenderlo bien, y captar con sabidur¨ªa los oscuros mensajes que dej¨®, y que iban dirigidos sobre todo a los j¨®venes, a los continuadores de aquello que fue su vida, y que asumi¨® cabalmente, como debe hacerse. Fue uno de los m¨¢s cultos escritores de nuestras tierras y los mensajes que dej¨® est¨¢n como enterrados en esas frases en que solo ¨¦l de costumbre no se extraviaba, a diferencia de sus lectores, que deb¨ªan releerlo para no confundirse. Vale la pena hacerlo y, sobre todo, como a Faulkner, su maestro, leerlo meditando en todo lo que dec¨ªa.
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