40 de Gonz¨¢lez¡ y 25 de Aznar
Si el centroizquierda cre¨® el espacio moral donde a¨²n se mueve la sociedad espa?ola, en la historia de nuestra democracia tambi¨¦n ha de estar la r¨²brica del centroderecha, que no siempre lo ha puesto f¨¢cil
Hay quien peg¨® carteles de UCD, quien corri¨® delante de los grises, quien hubiera dado un brazo por hacerlo y quien lleg¨® a pasar por el Dem¨®stenes de su agrupaci¨®n provincial. Mirar al propio pasado pol¨ªtico devuelve a las esencias de tal modo que los mismos partidos no dudan, a la hora del fervor¨ªn, en invocar su verdad originaria, sean las plazas del 15-M en Podemos o la alquimia que, all¨¢ en el congreso de Sevilla, convirti¨® a la derecha de toda la vida en centroderecha moderno. Es cosa del tiempo que con los a?os no solo idealicemos lo que tuvo raz¨®n o ¨¦xito, sino que nos miremos con indulgencia en aquellas causas que terminar¨ªan por figurar como pecados de juventud. En el esquinazo entre los noventa y el a?o 2000, por ejemplo, antiguos militantes de Bandera Roja iban a servir como ministros de un PP previo al momento neocon. Hoy es f¨¢cil sentir algo de envidia hacia esos a?os: felices noventa en los que no hab¨ªa ni Putin ni Twitter. La d¨¦cada, en todo caso, fue propicia a la derecha, entre los diagn¨®sticos de Fukuyama ¡ªo lo que lleg¨® de o¨ªdas¡ª, la ca¨ªda del Muro y un descr¨¦dito del nacionalismo hijo tanto del espanto en los Balcanes como de las ventajas contantes y sonantes del proyecto europeo. En Espa?a el fen¨®meno coincidi¨® con la abrasi¨®n del felipismo, lo que a su vez facilit¨® numerosas conversiones. En fin, si un v¨¢stago de la aristocracia como Gil de Biedma pod¨ªa emocionarse en los homenajes a Pablo Iglesias ¡ª¡±te acuerdas, Mar¨ªa, cu¨¢ntas banderas¡±¡ª, un adolescente de la burgues¨ªa venida a m¨¢s con la Transici¨®n pod¨ªa aplaudir una opci¨®n liberal-conservadora. Solo en nuestros d¨ªas parece una opci¨®n punk.
Hacer hoy el elogio de Aznar ser¨ªa algo tan a contracorriente como repartir tabaco en las guarder¨ªas o abogar por la extinci¨®n de los delfines. Prueba de esa impopularidad ¡ªsi hiciera falta¡ª es el contraste entre la apoteosis de Felipe Gonz¨¢lez a los 40 a?os de ganar las elecciones y el silencio con que el a?o pasado se recibieron los 25 de la victoria del PP. Los efectos, claro, fueron distintos. La larga permanencia del felipismo convirti¨® a Espa?a en lo que a¨²n es: un pa¨ªs de centroizquierda, en el que ni siquiera cuajar¨ªa, tras 15 a?os, la propia palabra ¡°felipismo¡±. El arraigo fue tan hondo que, para gobernar la derecha, la izquierda tuvo que ganar por los pelos en el 93 y perder por los mismos pelos en el 96. El propio Aznar lo supo y tuvo una visi¨®n muy alta de lo que significaba su victoria: el triunfo del centroderecha cerraba, ahora s¨ª, el proceso de la Transici¨®n. Por eso no entr¨® en La Moncloa sin poner por delante a Aza?a o a Cernuda. Son cosas que hemos olvidado, quiz¨¢ tambi¨¦n su protagonista, quien, sin embargo, revel¨® entonces algo ya tan intransitado como es un sentido de la Historia. Y resulta llamativo que, pese a la mala prensa posterior de Aznar, su primera legislatura haya permanecido durante muchos a?os casi como mito de las posibilidades del 78. Espa?a iba bien. Quien quer¨ªa disimularse pod¨ªa hacerse ratista. El Majestic pareci¨® sellar la convicci¨®n de que Espa?a necesitaba de la comprensi¨®n de las ¨¦lites de Madrid y Barcelona. ETA mataba, y el coraje c¨ªvico de tantos cargos de PP y PSOE dio a la entonces ¡°joven democracia¡± madurez y hondura en la defensa de sus libertades.
No es solo cosa del tiempo que, quienes saludamos a Aznar como algo nuevo en el desgaste del felipismo, hayamos podido volver despu¨¦s al decenio largo de Gonz¨¢lez con una mirada m¨¢s halagadora. El AVE. Bidart. Aquella ilusi¨®n ¡ªdel 92 al 2000¡ª que nunca hemos vuelto a sentir, con el futuro como un lugar mejor. De la reconversi¨®n industrial al despliegue auton¨®mico, la inserci¨®n en Europa o la proyecci¨®n en el mundo, una labor de gobierno de tal volumen no pod¨ªa hacerse sin sentar poso de r¨¦gimen, nutrir una clase de poder y, si me apuran, una est¨¦tica. Gonz¨¢lez y su ¨¦poca se hac¨ªan ya dif¨ªciles de distinguir, como un personaje que se camufla con su fondo. Pero ¡ªlo importante¡ª, la distancia permit¨ªa leer la progresi¨®n Su¨¢rez-Gonz¨¢lez-Aznar como una continuidad.
Quiz¨¢ por el ¨®bolo que pagamos a la nostalgia, las encuestas siempre se?alan el aprecio de los espa?oles por la Transici¨®n. Con algunos de sus protagonistas desaparecidos o, simplemente, dif¨ªciles de reivindicar, no hay muchos perfiles que esculpir en nuestro monte Rushmore: motivo de m¨¢s para el santo subito de Gonz¨¢lez. Pero si el centroizquierda patrio cre¨® el espacio moral donde a¨²n se mueve nuestra sociedad, en la historia de nuestra democracia tambi¨¦n ha de estar la r¨²brica del centroderecha. No siempre este lo ha puesto f¨¢cil: a¨²n recordamos, a?os atr¨¢s, las peleas con Rivera para heredar el esp¨ªritu suarista. La ¡°mayor¨ªa natural¡± de la que habl¨® Fraga ¡ª?puede existir tal cosa en las sociedades liberales?¡ª nunca se articul¨® en torno a un centroderecha que ha triunfado cuando han perdido otros. Y despu¨¦s de 2004, un PP escaldado de dieta ideol¨®gica llegar¨ªa hasta a perder su fundaci¨®n de ideas, algo necesario en un mundo en que la derecha no eran Reagan y Thatcher sino Boris y Trump.
El caso de Gonz¨¢lez y Aznar ilustra el espacio ocupado por unos y el no defendido por otros, y la paulatina reducci¨®n del centroderecha a an¨¦cdota, cuando no a anomal¨ªa, en la visi¨®n de nuestra vivencia en democracia. Ser¨ªa una gran inocencia esperar que esto interpelase a lo que a¨²n llamamos los dos grandes partidos, pero es una inocencia a¨²n mayor pensar que de las facturas de la divisi¨®n se libra alguno.
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