El calendario roto, los abuelos fantasma
Cuando los recuerdos no aciertan a construir una verdad tan profunda como la muerte, entonces la ¨²nica certeza pasa a ser el espectro, que llama a la puerta mil veces, que inunda los espejos si intento reflejarme en ellos
Esta vez no habr¨¢ aviones. Ni pasaportes, ni colas kilom¨¦tricas para superar los controles de seguridad, ni una maleta enorme cuyas ruedas se trastabillan en cualquier resquicio con la que pelearme, si es que no se hab¨ªa perdido durante el trayecto. En la historia no contada de los que nos marchamos a buscarnos las casta?as a otro pa¨ªs, las Navidades siempre actuaron como un par¨¦ntesis de az¨²car familiar ¡ªa menudo algodonada, pues casi no cab¨ªan las disputas en nuestra condici¨®n de visitantes¡ª a partir del cual intentar en vano recuperar las ra¨ªces. Ahora, que he retornado por fin para quedarme, despu¨¦s de m¨¢s de una d¨¦cada en Estados Unidos, puedo afirmar con la cabeza alta que esa provisionalidad de la invitada se acab¨®, con su trasiego de burocracia y encabalgamiento de medios de transporte ¡ªtaxi, avi¨®n, autob¨²s¡¡ª, pero que, cuando una pensaba haberse desprendido de los par¨¦ntesis puntuales, se encuentra con un fen¨®meno m¨¢s desasosegante a¨²n, la elipsis que nace entre la fecha de la emigraci¨®n (2009 en mi caso) y la de llegada final, y aqu¨ª, en dicho suspiro de tiempo, es donde se juega la incapacidad de hilar la vida de antes y la vida de ahora, de aunar las dos como se cosen ambas orillas de una herida: imposible.
Paseo por el piso de mi madre y, a simple vista, pocas cosas han cambiado: los muebles son los mismos; los retratos de cuando mi hermana y yo ¨¦ramos peque?as siguen intactos; las paredes conservan ese gotel¨¦ que las torna eternas adolescentes de intratable acn¨¦ a pesar de las m¨²ltiples capas de pintura. Como me empe?o en hacer las paces con el pasado y, de alguna manera, recomenzar en el punto hist¨®rico que habit¨¢bamos cuando me fui, mam¨¢ es una joven de cuarenta y muchos a?os que podr¨ªa, si quisiera, re?irme por llegar a las tantas de juerga, y no la se?ora cercana a la jubilaci¨®n a la que le cuesta cargar las bolsas del supermercado. En la oficina de empleo no aceptaron mis t¨ªtulos universitarios obtenidos en el extranjero, as¨ª que cuento s¨®lo con las licenciaturas: con ese bagaje me inscrib¨ª en el paro y luego me di de alta como aut¨®noma. La mayor¨ªa de mis amigos no han tenido hijos y, al no haber podido sortear del todo las varias crisis, su cotidianeidad se parece excesivamente a la de anta?o: contenci¨®n en gastos. Hasta ah¨ª, es relativamente f¨¢cil untar con la argamasa de la imaginaci¨®n las dos hebras y figurarme que sigo en la Espa?a de antes, un pel¨ªn m¨¢s apagada en protestas, tal vez m¨¢s asediada por una ultraderecha que carec¨ªa de representaci¨®n parlamentaria al marchar, pero igual en su esencia. Hasta que me doy cuenta de un dato fundamental cuando, al precipitarse sobre m¨ª estos d¨ªas festivos, busco desesperada a mis abuelos, lanzo una mirada al tel¨¦fono, noto la intenci¨®n de marcar su n¨²mero ¡ªque no he olvidado, aunque ya no lo recoja ninguna gu¨ªa¡ª y, de repente, una losa me cae encima y ?boom!, est¨¢n inexplicablemente muertos, c¨®mo puede ser, si yo iba a retomar la l¨ªnea de mi biograf¨ªa justo ah¨ª, en sus hacendosas y arrugadas manos, por donde circulaba la sangre.
Luciana y Antonio fallecieron con casi cinco a?os de diferencia, pero en la misma mole de desarraigo que me impidi¨® acudir a sendos funerales. Pensar en ellos como esqueletos anclados al muro de un cementerio, osarios r¨ªgidos nunca vistos, es tan dif¨ªcil que, a veces, ni siquiera me provoca dolor, s¨®lo una incredulidad testaruda que es capaz de convertirse en reproche hacia quien me narra su deceso: por mentirosos los odio, no concibo la realidad de esa respiraci¨®n interrumpida de mis abuelos, y hasta quiero expulsar a patadas a la gente que ahora alquila su casa, por usurpadores de mi infancia y juventud. Es tal mi negaci¨®n que he so?ado con los dos desde el primer d¨ªa que puse un pie en esta tierra para no escaparme jam¨¢s y, en instantes se?alados, la veo a ella en la cocina limpiando pescado, o colocando los mantecados en la bandeja plateada de siempre, o revolviendo las fotos de cuando era mozuela, con las que oreaba una coqueter¨ªa discreta mientras se sonre¨ªa, orgullosa. De ¨¦l escucho su vozarr¨®n al saludar a los vecinos, lo contemplo recogiendo la mesa antes de que los dem¨¢s termin¨¢ramos de comer, o d¨¢ndome alg¨²n donativo en pesetas, pues su generosidad era inagotable. Ambos pululan ataviados con la ligereza de quien se sabe inmarcesible, como si encarnasen el esp¨ªritu de los dioses griegos, tan perennes precisamente porque sus rasgos eran m¨¢s humanos que divinos. Y me llevan de la mano, y a la herida que yo insist¨ªa ingenuamente en suturar se le van soltando los pespuntes conforme ellos se acomodan dentro, en ese lecho mullido que ya no es carne m¨ªa, sino la suya resucitada, aunque nunca pararon de existir, y me obligan a cerrar la boca y no contarle a nadie nuestro secreto, ya que cualquiera me tachar¨ªa de loca, incluida mi madre: ¡°?Ay¨²dame con la compra, que ya no tengo 40 a?os!¡±. Pero da lo mismo; sus padres han cruzado la laguna Estigia hacia atr¨¢s y me abrazan precisamente el hueco de la ausencia, donde necesito m¨¢s consuelo.
El duelo que no viv¨ª no pueden forzarme a creerlo, ?c¨®mo? Si, no importa lo que indague, la memoria exhibe su torpeza al indicarme que a esos dos seres los introdujeron en cajas de pino; si no les he puesto flores; si no guardo conciencia del color de la piel inerte; si la vigilia que, en teor¨ªa, se produjo en el tanatorio, ese lugar inh¨®spito al que fueron arribando primos, sobrinos, y los otros nietos, algunos con obsequios alimenticios para los hijos que ni un rato lograron sacar para cenar, debo invent¨¢rmela contra mi voluntad, al igual que los rezos que no quise aprender. Cuando los recuerdos no aciertan a construir una verdad tan profunda como la muerte, porque ¨¦sta ocurre s¨®lo en el censo y no en la urdimbre colectiva del ritual, entonces la ¨²nica certeza pasa a ser el fantasma, que llama a la puerta mil veces, que inunda los espejos si intento reflejarme en ellos.
Hay d¨ªas que me pregunto si mi experiencia comparte alg¨²n retazo melanc¨®lico con la de aquellas personas que tienen a familiares desaparecidos o sepultados en fosas comunes; otros, el desaliento de quienes perdieron a sus seres queridos a manos de la covid, arrebat¨¢ndoselos los servicios m¨¦dicos por miedo al contagio, me genera tambi¨¦n empat¨ªa, pues la liturgia del entierro se llev¨® a cabo sin permitir la imprescindible despedida en persona. A veces, siento que cada muerto es en s¨ª mismo una respiraci¨®n que palpita, levita por los pasillos y hace gala de su presencia en los momentos m¨¢s insospechados, como resultado de nuestra debilidad contempor¨¢nea para dotar de sentido a ese vac¨ªo. Sea como fuere, a mi mesa celebratoria de esta festividad, entre copas de champ¨¢n y viandas, se han sentado tanto Luciana como Antonio, bien acicalados para la ocasi¨®n, como ese calendario roto que yo me hab¨ªa empe?ado en reparar y ellos me regalan imperfectamente sincronizado, ajustado al cari?o que nos debemos.
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