El d¨ªa que decid¨ª no comprar nada
Ahora que se acerca la Navidad, vale la pena pensar qu¨¦ ha hecho el consumismo con nosotros, cu¨¢ndo nos transform¨® la posesi¨®n de la mercanc¨ªa en rehenes de sus encantos hasta reducir el raciocinio a mero impulso
Hace poco, en una de esas conversaciones de caf¨¦ y brasero, me enter¨¦ de que la primera vez que entr¨® una lavadora en mi familia mi abuelo tard¨® en instal¨¢rsela a mi abuela ¡ªy lo expreso as¨ª porque la m¨¢quina siempre apunt¨® a un due?o femenino¡ª dos semanas, sin importarle que ella tuviese entretanto que amasar la ropa con jab¨®n en la pila, en un cuartucho helado cubierto con un techo de uralita. Desde la perspectiva del hombre ¡ªquien, por otra parte, era una excelente persona¡ª, no corr¨ªa prisa aquella tarea; en la de la mujer joven con la casa a cuestas y un puesto de pescado que atender en el mercado de abastos que era mi abuela, aquel aparato significaba una mejora de su calidad de vida impostergable, como procedi¨® a quejarse a?os antes de que yo naciera. Y es que hay cosas que han llenado nuestras agotadas existencias de respiro, acotando el cansancio y don¨¢ndonos un tiempo precioso; otras han permitido preservar comida o medicamentos y evitar as¨ª un n¨²mero no despreciable de tragedias, como el frigor¨ªfico; sin embargo, en el capitalismo frenetizado y voraz actual, la mayor¨ªa de los objetos que compramos esconden una menguante funcionalidad y, cuando son realmente ¨²tiles, la obsolescencia programada los interrumpe, actualiza la carencia que primeramente gener¨® la adquisici¨®n y, como en un bucle infinito, los desecha a los pocos usos. Ahora que se acercan las fiestas navide?as, las ciudades proyectan la ostentaci¨®n de sus luces y se impone la obligaci¨®n de dar y recibir cosas absolutamente prescindibles, vale la pena pensar qu¨¦ ha hecho el consumismo con nosotros, en qu¨¦ momento nos transform¨® la posesi¨®n de la mercanc¨ªa en rehenes de sus encantos hasta el punto de reducir el raciocinio a mero impulso.
Cuenta la escritora Carmen Mart¨ªn Gaite en Usos amorosos de la postguerra espa?ola (1987) c¨®mo, en los a?os que siguieron a la contienda, las costumbres sexoafectivas de todos pero, especialmente, de las mujeres, transcurrieron paralelas a la evoluci¨®n econ¨®mica del r¨¦gimen: as¨ª, si en un primer momento la autarqu¨ªa signific¨® castidad y represi¨®n, conforme la sociedad de consumo fue penetrando el franquismo se relajaron tambi¨¦n los cuerpos oprimidos, m¨¢s libres para el goce. Con la llegada del turismo, los primeros coches, la televisi¨®n, la moralidad de la ¨¦poca pareci¨® estirarse como un chicle, permitiendo m¨¢s licencias l¨²bricas, como si el disfrute y el capitalismo cada vez m¨¢s devorador se amalgamasen en un solo concepto. Recientemente, el economista franc¨¦s Fr¨¦d¨¦ric Lordon quiso explicarlo desde el ecologismo, matizando que el error ¡°es haber tomado el deseo de mercanc¨ªas por deseo a secas¡± y haber cre¨ªdo que, sin dichas mercanc¨ªas, ¡°el deseo desertar¨ªa el mundo (y se llevar¨ªa consigo el color y la luz)¡± (El capitalismo o el planeta, 2022). Luz y color ¡ªsobre nuestras calles encendidas con electricidad car¨ªsima¡ª; anatom¨ªas que persiguen el deleite y, movidas por la inmediatez, acuden al deslizamiento de la tarjeta de cr¨¦dito tal como un chute que calma la adicci¨®n; confusi¨®n puls¨¢til destinada a nutrir el expolio de un planeta que se queda sin recursos naturales para tanto capricho. La otra cara de la moneda, por supuesto, es la insatisfacci¨®n perpetua que genera esa vida de usar y tirar, la apuesta falaz por la compra como casi ¨²nico camino hacia la felicidad nunca lograda, como se ha analizado desde la filosof¨ªa, la psicolog¨ªa y otras ciencias.
En el delirio contempor¨¢neo, advierten numerosos estudios, la acumulaci¨®n de frusler¨ªas que pronto se transformar¨¢n en basura obedece parcialmente a una profunda soledad y no alivia ese sentimiento de vac¨ªo; sabemos que los ricos, responsables en mayor medida de la gran debacle medioambiental, suelen ser bastante desgraciados a pesar de sus fortunas ¡ªo a causa de ellas¡ª; el feminismo ha denunciado en no pocas ocasiones una manipulaci¨®n comercial que estereotipa a las mujeres mientras las azuza hacia un ideal imposible concretizado en la moda, los cosm¨¦ticos, la fantas¨ªa de una perfecci¨®n que acaba degradando; los ni?os que crecen entre montones de juguetes desarrollan menos creatividad e inteligencia que aquellos que lo hacen con un n¨²mero m¨¢s moderado. Al margen de la emergencia clim¨¢tica, se puede esgrimir un sinf¨ªn de argumentos por los cuales dejar de comprar o, al menos, frenar el ritmo, aportar¨ªa un bienestar personal incuestionable no solo a los consumidores, sino a aquellas personas constantemente explotadas que, en pa¨ªses donde no abundan los derechos, fabrican nuestras bagatelas. Por el lado de la producci¨®n, se deber¨ªa exigir el fin de la caducidad temprana, del desperdicio y del dise?o ideado con la intenci¨®n expl¨ªcita de que el objeto no pueda reciclarse, pero lo que est¨¢ claro es que hay algo del acto de la adquisici¨®n en s¨ª, junto a la parafernalia que lo acompa?a ¡ªla atracci¨®n del marketing, los esl¨®ganes prometedores del para¨ªso, ir de tiendas como rutina¡ª, que se ha apoderado de nuestra capacidad de gozar m¨¢s all¨¢ de su marco, enjaul¨¢ndonos la imaginaci¨®n y provocando, como dir¨ªa Byung-Chul Han, la desaparici¨®n de los (antiguos) rituales. Si, seg¨²n el fil¨®sofo alem¨¢n, el porno ha sustituido al cortejo y el m¨®vil al rosario, la fiebre consumista ha venido pr¨¢cticamente a construirnos como ciudadan¨ªa, y a socializarnos en un ansia por lucir ¡ªmarcas, viajes¡ª que responde m¨¢s a intereses empresariales que a necesidades vitales, que volatiliza el regocijo creado al segundo de alcanzarlo.
Canalizar el deseo hacia otra parte me parece, por lo tanto, no solo perentorio en los m¨²ltiples frentes que tiene abiertos la pol¨ªtica institucional ¡ªtransici¨®n ecol¨®gica y energ¨¦tica, crisis de salud mental, reducci¨®n de la desigualdad¡ª, sino tambi¨¦n crucial como estrategia comunal de supervivencia, desde abajo, con quienes amamos y nos aman independientemente de los adornos y regalos vacuos. Por eso, en esas conversaciones de caf¨¦ y brasero, o de cerveza y tapa, me he dedicado, adem¨¢s de a bendecir la lavadora de mi abuela, a contar que no quiero obsequios in¨²tiles, que prefiero que nos celebremos de manera diferente ¡ªuna comida, la visita conjunta a una galer¨ªa de arte¡ª, que no pienso gastar dinero en demostrar afecto o, como m¨ªnimo, no en cosas materiales. Me he dedicado, asimismo, a explicar que desde el d¨ªa que decid¨ª no poseer m¨¢s que lo estrictamente necesario vivo un pel¨ªn m¨¢s libre, menos agobiada, sin molestia de ninguna privaci¨®n, aunque s¨ª consciente de que la mudanza de sentido com¨²n debe sobrepasar la frontera de mi propia voluntad. Me he dedicado, mucho, a escuchar el alegato contrario y entender la violencia simb¨®lica que se cierne contra quienes no pueden permitirse estar al d¨ªa con las demandas adquisitivas del turbocapitalismo y se sienten excluidos; a diferenciar entre el lugar donde la riqueza hace m¨¢s falta ¡ªsanidad, vivienda, transporte p¨²blico¡ª y donde tendr¨ªa que escasear ¡ªen para¨ªsos fiscales, los bolsillos de consejeros delegados, los beneficios obscenos de las grandes empresas¡ª.
Al final, hay toda una urdimbre de justicia social y fiscal que deber¨ªa acompa?ar este cambio de paradigma, pero hay tambi¨¦n algo latiendo adentro, una suerte de respeto o ¨¦tica natural, de relajaci¨®n de las ataduras forzadas que podr¨ªa tornarnos incre¨ªblemente felices si lo sabemos manejar y, m¨¢s que coartarlo, catapultar¨ªa el deseo hacia confines hoy insospechados.
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