Todo siempre en el aire
Hubo un tiempo en que la inseguridad constante, como el atraso, nos parec¨ªa una desgracia espa?ola, pero ahora el mundo en el que nuestros hijos empiezan a sustituirnos no ofrece lugares en los que refugiarse
Un libro es una partitura, y el lector es el int¨¦rprete que la toca con un grado variable de entrega y acierto, no el espectador pasivo que escucha en la butaca. La partitura de los mejores libros se mantiene inalterada, pero cada vez que el int¨¦prete lector vuelve a ella le a?ade nuevos matices, subraya ¨¦nfasis y descubre tesoros escondidos en los que ahora se fija porque ha ido madurando en su vida y en su virtuosismo de lector, y porque el libro que perdura es un espejo de los tiempos que cambian. Por eso hay libros, como hay m¨²sicas, que lo acompa?an a uno a lo largo de toda la vida, ofreci¨¦ndole la seguridad y el amparo de lo ya muy bien conocido, pero sobre todo la estimulaci¨®n de una sorpresa inagotable. Va a hacer veinte a?os, cuando llegaban a nosotros las im¨¢genes de los prisioneros iraqu¨ªes torturados por soldados americanos en la c¨¢rcel de Abu Ghraib, yo estaba leyendo Don Quijote de la Mancha, y en un pasaje ya le¨ªdo muchas veces, el de la desastrosa liberaci¨®n de los galeotes, encontr¨¦ una frase en la que hasta entonces no me hab¨ªa fijado: ¡°No es bien que los hombres honrados se hagan verdugos de los otros hombres, no y¨¦ndoles nada en ello¡±. Esas palabras escritas a principios del siglo XVII eran el mejor pie de foto para aquellas im¨¢genes de hombres desnudos, torturados, humillados, arrastrados como en tra¨ªllas de perros por militares tan ajenos a toda decencia humana que posaban felices mientras pisoteaban a sus v¨ªctimas.
Unas palabras de P¨¦rez Gald¨®s en Fortunata y Jacinta las llevo en mi memoria como una consigna: ¡°la inseguridad, ¨²nica cosa constante entre nosotros¡±. Pero me doy cuenta de que su sentido se ha modificado para m¨ª en los ¨²ltimos tiempos. Durante muchos a?os encontr¨¦ que reflejaban la vida p¨²blica espa?ola, casi tan desnortada y convulsa como en la ¨¦poca en que sucede la novela: el reinado del pobre Amadeo de Saboya, el disparate de la I Rep¨²blica, con su rosario de nobles idealistas ineptos ¡ªque al menos tuvieron el arrojo de abolir la esclavitud¡ª, el revival borb¨®nico y beato de la Restauraci¨®n. La inseguridad, un siglo m¨¢s tarde, segu¨ªa siendo ¡°la ¨²nica cosa constante entre nosotros¡±. Era una sucesi¨®n de noches de insomnio que a muchos de nosotros nos marcaron para siempre la conciencia civil: la noche de la agon¨ªa final y la muerte de Franco; la noche de la matanza de los abogados laboralistas en el despacho de la calle Atocha en enero de 1977; la noche en la que estuvieron secuestrados al mismo tiempo, por dos bandas criminales distintas, el presidente del Consejo de Estado, Antonio Mar¨ªa Oriol, y el del Consejo Supremo de Justicia Militar, teniente general Villaescusa; y la otra noche m¨¢s sombr¨ªa de todas, y tambi¨¦n m¨¢s grotesca, la del 23 de febrero de 1981.
El ¡°nosotros¡± de la frase de Gald¨®s nos alud¨ªa personalmente a cada uno; abarcaba la multitud tantas veces inerme de los dem¨®cratas, los conjurados contra la intolerancia y la violencia, contra el oscurantismo de las tradiciones espa?olas, los partidarios del progreso y la justicia social, del imperio de la ley, de la apertura al mundo, a la Europa de la que nos separaba un muro tan ¨¢spero cuando ¨¦ramos muy j¨®venes. La inseguridad constante, como el atraso, nos parec¨ªa una desgracia espa?ola, y aunque nos hab¨ªamos alejado de los esencialismos rancios de generaciones anteriores, ten¨ªamos muchas veces la sensaci¨®n de que pudiera tratarse de una desgracia incurable. Pasaban los a?os y la vida institucional se iba afianzando, gracias en gran parte a las valiosas certezas de nuestra pertenencia europea, pero hab¨ªa una inseguridad que segu¨ªa siendo constante entre nosotros, la de los patriotas del amonal, la pistola y la capucha, las capuchas de vergudos racialmente coronadas por boinas ancestrales. Las noches y d¨ªas angustiosos que terminaron con la infame ejecuci¨®n a sangre fr¨ªa de Miguel ?ngel Blanco nos dejaron, adem¨¢s del luto y la rabia, el abatimiento de lo que no parec¨ªa que tuviera remedio, nuestra inseguridad constante, el espejismo de una normalidad civilizada que era com¨²n en otros pa¨ªses y que a nosotros se nos vedaba.
Sal¨ªamos fuera y todo nos parec¨ªa mucho m¨¢s ordenado. Sal¨ªamos con nuestro apocamiento de personas poco viajadas, con un sordo complejo que nos hac¨ªa ver en otros pa¨ªses exactamente aquello que nos faltaba a nosotros, como Gald¨®s cuando se paseaba por Europa con Emilia Pardo Baz¨¢n disfrutando a conciencia y con envidia de la estabilidad parlamentaria y la puntualidad de los trenes, del confort de los hoteles modernos y la pasi¨®n er¨®tica a salvo de miradas censoras espa?olas. Europeos de nacimiento, oreados en las temporadas de Erasmus y en la facilidad de los vuelos baratos y la ausencia de fronteras, nuestros hijos no han heredado nuestro apocamiento, pero han conocido desde muy j¨®venes una forma de inseguridad m¨¢s constante y quiz¨¢s m¨¢s aguda que la nuestra, porque ahora se ha vuelto universal. En la adolescencia o al final de la infancia vivieron el impacto del atentado contra las Torres Gemelas, y despu¨¦s los a?os del terrorismo isl¨¢mico, y empezaron a llegar a la edad adulta con el derrumbe de 2008. La inseguridad ha sido la cosa m¨¢s constante en sus vidas. Nosotros al menos tuvimos algunos asideros, trabajos estables, viviendas propias que incluso con sueldos modestos pod¨ªamos pagar, entornos no continuamente agitados por el v¨¦rtigo del consumo y de la tecnolog¨ªa, perspectivas de porvenir no ensombrecidas por la amenaza cierta de los trastornos clim¨¢ticos.
Para nosotros el mundo ten¨ªa dimensiones m¨¢s abarcables. Nuestras calamidades suced¨ªan a una escala casera, y nuestra historia parec¨ªa mantenerse al margen de la historia universal. Hasta los peores asesinos pod¨ªan vivir en el mismo pueblo que sus v¨ªctimas, y haber ido de ni?os a las mismas escuelas. Ahora el mundo en el que nuestros hijos empiezan a sustituirnos no ofrece lugares en los que refugiarse, ni siquiera en los que proyectar esos planes de huida en los que a veces nos entreten¨ªamos nosotros. La instantaneidad sin fronteras de las comunicaciones es tambi¨¦n la de las cat¨¢strofes. La prodigiosa eficiencia de las innovaciones tecnol¨®gicas es inseparable de su fragilidad aterradora. Basta perder el m¨®vil para que la vida entera quede paralizada y en suspenso. Unos forajidos inform¨¢ticos que no se sabe desde d¨®nde act¨²an logran sabotear un gran hospital en Barcelona. Un virus empeiza a proliferar en un mercado de animales vivos (o en un laboratorio) en una ciudad china de diez millones de habitantes cuyo nombre no has o¨ªdo nunca y unas semanas m¨¢s tarde est¨¢s muri¨¦ndote sin ayuda de nadie en una habitaci¨®n sellada, en una residencia de ancianos de la periferia desoladora de Madrid. Un caza militar ruso derriba por azar con el ala un dron americano sobre el mar Negro y a continuaci¨®n se desata una escalada autom¨¢tica de alarmas que no se sabe hasta d¨®nde puede llegar. Unos ejecutivos codiciosos en un banco de segunda fila de California se enredan en sus operaciones financieras de tah¨²res y al d¨ªa siguiente se extiende por medio mundo el p¨¢nico y cualquier persona puede perder los ahorros de toda su vida, y todo el sistema econ¨®mico puede quedar trastornado de nuevo. Macizos monolitos de seguridad financiera como los bancos suizos, con sus c¨¢maras acorazadas subterr¨¢neas y sus cuentas numeradas para supermillonarios resulta que tambi¨¦n pueden disolverse ¡°en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada¡±. Ahora hasta el final memorable de ese poema de G¨®ngora se convierte en un aviso urgente sobre la inseguridad de los tiempos.
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