Hambre
La soledad cronificada es uno de los problemas sociales que m¨¢s urge resolver, uno de los m¨¢s ignorados y, al igual que la falta de alimento, significa un desplazamiento del eje de uno mismo
A la gente le resulta extra?o que cuando voy a un hotel haga la cama de mi habitaci¨®n, que limpie el ba?o, por qu¨¦ molestarme si para eso est¨¢n las camareras. No puedo decir que sea solidaridad, no es que quiera aliviarles el trabajo ¡ªtampoco es que no me alegre hacerlo¡ª, pero el verdadero motivo es que cuando entro en un lugar donde voy a dormir m¨¢s de una noche, necesito hacerlo m¨ªo, m¨ªo como si fuera mi casa, y esto me ocurre en la habitaci¨®n de un hotel, en mi oficina o en una tienda de campa?a.
Cuando abro la puerta de la habitaci¨®n de un hotel, se me agudiza el sentido del espacio, de las posibilidades del bienestar, de una arquitectura emocional. Veo plantas aunque sepa que no est¨¢n ah¨ª, florecidas junto a un gato que toma el sol en la ventana. Veo mi colcha preferida, y mi tetera de siempre sobre un escritorio con la foto de mi beb¨¦. No veo las maletas que he cargado durante horas de viaje y tengo que meter a rastras. Los armarios ya est¨¢n organizados. Antes de que me haya dado tiempo a abrir la puerta del ba?o, el cepillo de dientes, el desodorante y las compresas ya est¨¢n en su lugar. No veo una impersonal habitaci¨®n de hotel donde otra persona a quien no conozco se hospedar¨¢ cuando yo me vaya, veo un hogar para m¨ª, y para siempre.
Creo poder rastrear cu¨¢ndo empez¨® a gestarse en m¨ª ese af¨¢n por hacer m¨ªo cualquier lugar de tr¨¢nsito. Cuando a los 14 a?os supe que iba a quedarme sin casa, empec¨¦ a pasar muchas horas diarias escribiendo compulsivamente mi direcci¨®n completa en peque?os trozos de papel. Hab¨ªa decenas de esos papeles por todas partes, como si el acto de repetir mi direcci¨®n pudiera redimirme tal como me redim¨ªa en la escuela, mediante el castigo de escribir cien veces mi peque?o delito. Mi madre se hab¨ªa ido a cobijar bajo las alas de mis abuelos maternos, mi padre bajo las alas de mis abuelos paternos, ambos en diferentes ciudades y en nombre de la depresi¨®n. Volaron, sin embargo, con cierta alegr¨ªa. Aquel a?o entend¨ª que me hab¨ªa convertido en mi ¨²nica cuidadora, y l¨¦ase en las pocas palabras de esta frase las dificultades y la soledad que siguieron.
Yo no era hu¨¦rfana, era abandonada. ?Han visto alguna vez las im¨¢genes de un tibur¨®n arrojado vivo al mar despu¨¦s de haberle cortado las aletas? Es un buen s¨ªmbolo de soledad. Al entrar de nuevo en su h¨¢bitat, el animal intenta corregir su trayectoria de desplome hacia el fondo, pero no lo consigue, donde hasta hac¨ªa escasos segundos ten¨ªa unas aletas, ahora se ven unas ablaciones amoratadas, y sigue cayendo como un torpedo lento, hasta que golpea el suelo marino. Ah¨ª permanece, con los ojos m¨¢s abiertos y redondos, abre y cierra la boca mientras por sus hendiduras branquiales sale sangre como tinta diluida de manera intermitente, con alg¨²n mensaje que nadie responder¨¢. As¨ª estar¨¢ durante alg¨²n tiempo, entre la soledad y el hambre.
Soledad y hambre comparten una naturaleza similar: al igual que el hambre no es s¨®lo la ausencia de comida por un d¨ªa de ayuno, la soledad no es solo la ausencia espor¨¢dica de compa?¨ªa. Ambas significan un desequilibrio de qu¨ªmicos corporales, el desplazamiento del eje de uno mismo y para siempre, de modo que cuando por fin la comida entra en nuestro est¨®mago o un abrazo estrecha nuestro cuerpo, ya tenemos dentro el virus de la ausencia. Es como el virus del herpes z¨®ster, que no muere, solo duerme, y un d¨ªa, cuando sentimos que hemos comido bien y con los amigos de siempre, nos sale una ampolla diminuta en el costado, que se extiende como una culebrilla con muchas ampollas m¨¢s, y bajamos la cabeza, y si fu¨¦ramos sinceros cuando nos preguntan el motivo de nuestra tristeza repentina en una cena tan c¨¢lida, tendr¨ªamos que decir: estoy solo. Pocos entender¨ªan que la soledad nos entr¨® tiempo atr¨¢s y no existen antivirales capaces de curarnos para siempre. El herpes se despierta con el sol, el astro sin¨®nimo de la energ¨ªa y la vida. La soledad puede despertarse en las mismas condiciones, cuando mejor estamos, por eso no depende de que en ese momento estemos solos o no, sino de cu¨¢l fue nuestro nivel de raquitismo afectivo en un pasado.
Por un tiempo viv¨ª en una casa donde la puerta de entrada no se abr¨ªa o se cerraba. Para entrar era suficiente levantarla un poco y apartarla. No todo era desafortunado: mientras mis abuelos empollaban a sus pollos adultos, mis amigos me permitieron seguir creciendo bajo la calidez de sus plumas adolescentes. A veces dorm¨ªamos hasta cuatro en mi peque?a cama. Pero al final del d¨ªa, en las fiestas, los cumplea?os, o simplemente en la rutina de una cena tras otra, estaba sola. Si una noche no llegaba a casa, nadie me buscar¨ªa hasta que pasaran unos d¨ªas, y en cualquier caso el primero en hacerlo no ser¨ªa nadie de mi sangre.
Las cosas mejoraron en muchos sentidos, pero pasa que, de tanto sentir la soledad, acaba por cronificarse, ocupa todo el espacio, el que vemos fuera y el que llevamos dentro, nos excluye en la esquina de un caj¨®n de la ¨²ltima habitaci¨®n de nuestro propio cuerpo. A veces pienso que gest¨¦ a mi ni?a con los mismos planos con los que se construye una habitaci¨®n habitada, los mismos materiales, saliva y barro, como los vencejos construyen sus nidos. Tal vez para m¨ª ser madre era la ¨²nica manera de tener una casa de la que nadie podr¨¢ desahuciarme.
Creo que la soledad cronificada es uno de los problemas sociales que m¨¢s urge resolver, y uno de los m¨¢s ignorados. Recuerdo un d¨ªa en que, sin saber c¨®mo lidiar con las ausencias, sal¨ª a la calle y me sent¨¦ en el primer escal¨®n que vi. Me puse a llorar sin contenci¨®n, como si nadie pudiera verme (?acaso alguien me ve¨ªa?). Una se?ora que pasaba por la calle se par¨® junto a m¨ª, me cogi¨® las manos, me levant¨®, me abraz¨® con mucha fuerza, mi pecho bien apretado contra el suyo, y se march¨®. No dijo una palabra, pero la sintaxis fue completa e inolvidable hasta el d¨ªa de hoy. Nadie como aquella desconocida me hab¨ªa ofrecido un consuelo tan real y directo.
Ayer uno de mis estudiantes me cont¨® una an¨¦cdota: la semana anterior hab¨ªa vertido por el lavabo el agua de remojar las lentejas, y a los pocos d¨ªas vio que por los agujeritos del sumidero asomaba un brote verde. Una lenteja arrojada por descuido hab¨ªa echado ra¨ªces en las sombr¨ªas tuber¨ªas de un lavabo. Me lo cont¨® en mi nueva oficina, esa oficina temporal como una habitaci¨®n de hotel en la que voy a vivir como para siempre. Por eso atravieso en metro media ciudad con el carrito de mi hija cargado de plantas. Las llevo a mi oficina de tr¨¢nsito. Tiene tres grandes ventanas y mucha luz. Ah¨ª florecer¨¢n. Pero si miro por la ventana y me fijo bien, ah¨ª est¨¢n: tantos enfermos de soledad que logran seguir caminando, como si nada, porque as¨ª somos los humanos, tenemos el superpoder de un antih¨¦roe: resistir sin ning¨²n tipo de amor, como abandonados en el suelo del oc¨¦ano. Pero no deber¨ªamos tener que hacerlo. Rescatando el sentir de Bertolt Brecht: Nadie tendr¨ªa que llevar, como yo llevo mis plantas, un ladrillo consigo para mostrar al mundo c¨®mo es su casa.
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