C¨®mo muere Espa?a
La mayor¨ªa de los dirigentes pol¨ªticos del pa¨ªs consideran que los del bando contrario no son adversarios, sino enemigos de la naci¨®n (o de la nacionalidad). Y que casi toda acci¨®n est¨¢ justificada para negarles el acceso al poder
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Desde los tiempos b¨ªblicos sabemos que la ley se escribe en piedra, pero la legitimidad en las venas de la ciudadan¨ªa. Y ese es el problema actual de nuestro pa¨ªs: la poblaci¨®n est¨¢ dejando de sentir adhesi¨®n hacia sus instituciones p¨²blicas. M¨¢s all¨¢ de los anecd¨®ticos juramentos de algunas se?or¨ªas al tomar posesi¨®n de su cargo, como el ¡°hasta la consecuci¨®n de la rep¨²blica catalana¡± o ¡°por la lucha antifranquista¡±, al Estado espa?ol (a su legislativo, ejecutivo o judicial; pero tambi¨¦n a su polic¨ªa, agencia tributaria o cualquier cuerpo funcionarial) se le obedece crecientemente por ¡°imperativo legal¡±, no por convicci¨®n en su legitimidad. Algo de Espa?a se nos muere y la culpa es de todos y todas.
Citamos a menudo el ensayo Como Mueren las democracias de los polit¨®logos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, como recientemente hizo el presidente interino del Tribunal Supremo, Francisco Mar¨ªn, en su discurso de apertura del a?o judicial. Pero nos quedamos con el resumen medi¨¢tico del libro: que, en nuestros d¨ªas, las democracias no suelen morir por una repentina revuelta militar o popular, sino por la lenta erosi¨®n de las instituciones. Hoy escasean los golpes de Estado y abundan los autogolpes, por los que los presidentes van, poco a poco, acumulando poder y minando los contrapesos. Ahora tenemos pocos Pinochet, de cuyo asalto a la Palacio de la Moneda se cumplen 50 a?os y el eco de su recuerdo suena lejano, y muchos Putin, cuya represi¨®n inspira a cualquier aprendiz de tirano en el planeta.
Es una tesis emp¨ªricamente correcta, pero tambi¨¦n un argumento ¨¦ticamente inapropiado para atacar al rival pol¨ªtico. Y es lo que o¨ªmos continuamente, tanto desde las filas de la derecha como de la izquierda: mire, es que estos (S¨¢nchez pactando con los independentistas; o el PP bloqueando el CGPJ y haciendo lo que los anglosajones llaman lawfare) est¨¢n acabando con la democracia. Esta instrumentalizaci¨®n partidista est¨¢ en las ant¨ªpodas el mensaje de fondo de Levitsky y Ziblatt, que apela a la responsabilidad compartida.
Los autores de este bestseller pol¨ªtico nos conminan a todos (no s¨®lo a los de la acera pol¨ªtica opuesta) a hacer algo inc¨®modo para nuestros egos, en defensa de la democracia. Reclaman, primero, un ejercicio activo de tolerancia mutua, de respetar el derecho del rival a competir y gobernar. Pero, en la Espa?a de hoy, la mayor¨ªa de dirigentes pol¨ªticos consideran que los del bando contrario no son adversarios, sino enemigos de la naci¨®n (o nacionalidad). Y que, por ende, casi toda acci¨®n est¨¢ justificada para negarles el acceso al poder. Ha sido el mantra de parte de la derecha durante el gobierno de S¨¢nchez, al que ha intentado deslegitimar por tierra, mar y aire. Y ahora lo es de muchos en la izquierda, que nos repiten que hay que hacer ¡°todo aquello que pueda permitir¡± un gobierno progresista y ¡°cualquier cosa es preferible al fascismo¡±.
M¨¢s importante todav¨ªa es la segunda recomendaci¨®n de Levitsky y Ziblatt: el ¡°autocontrol paciente¡±, el abstenerse de llevar a cabo acciones que, aunque encajen con la letra de las leyes, violen su esp¨ªritu. Actos que pueden ser perfectamente legales, pero que ser¨¢n percibidos como ileg¨ªtimos por un sector importante de la poblaci¨®n. Al leer estos pasajes del libro es imposible no visualizar las im¨¢genes del refer¨¦ndum ilegal del 1 de Octubre de 2017 que dieron la vuelta al mundo: las porras contra los manifestantes. Porque eso es lo que qued¨® en la retina de millones de personas de todo el orbe, independientemente del ¡°adoctrinamiento¡± de los servicios de propaganda del separatismo. Y en millones de catalanes fue m¨¢s all¨¢ de la retina, col¨¢ndose en los intersticios del coraz¨®n, el h¨ªgado y las entra?as, independientemente de sus preferencias soberanistas. La polic¨ªa posiblemente cumpli¨® la ley al pie de la letra, pero los responsables pol¨ªticos que ordenaron las actuaciones podr¨ªan haberse atenido al principio de autocontrol paciente. No era dif¨ªcil anticipar que, en cientos de intervenciones policiales (por impecablemente legales que fueran) contra miles de personas, habr¨ªa disturbios. Y que eso generar¨ªa un malestar que ir¨ªa m¨¢s all¨¢ del movimiento independentista, calando en segmentos diversos de la Espa?a perif¨¦rica, pero tambi¨¦n central.
Hagamos un peque?o ejercicio de fantas¨ªa. ?Qu¨¦ hubiera pasado si el Estado hubiera aplicado el autocontrol paciente el 1-O, trat¨¢ndolo como un refer¨¦ndum de cart¨®n-piedra, una botifarrada popular, y mantenido id¨¦nticas el resto de actuaciones frente al desaf¨ªo separatista? Es decir, aplicando el 155 si hubiera sido necesario, as¨ª como persiguiendo las responsabilidades civiles y penales correspondientes para preservar el orden constitucional.
Yo lo tengo claro. La aplicaci¨®n ciega de la legalidad, a caballo del ¡°?A por ellos, o¨¦!¡± (que es la definici¨®n m¨¢s clara de descontrol impaciente), min¨® la legitimidad del Estado espa?ol, tanto en diversos lugares del territorio nacional como en el extranjero. Muchos expatriados nos quisimos meter debajo de las piedras esos d¨ªas, avergonzados por la acci¨®n de unas fuerzas de seguridad a las que tantas veces alabamos por su eficacia y profesionalidad, y no pod¨ªamos dejar de concurrir con lo que cualquier observador medio internacional ve¨ªa: esta represi¨®n, innecesaria para su objetivo, no tiene cabida en un estado democr¨¢tico.
Si hubi¨¦ramos visto a los carabinieri haciendo el mismo uso de la fuerza activa contra miles de ciudadanos lombardos participando en una consulta ilegal e intrascendente, Espa?a entera lo habr¨ªa criticado, sin que eso supusiera que exoner¨¢ramos a los responsables de organizar ese refer¨¦ndum. Seguir¨ªamos pensando que quienes hubieran desviado dinero p¨²blico o aprobado leyes de desconexi¨®n de la constituci¨®n italiana deber¨ªan afrontar consecuencias judiciales. Sin embargo, esa sencilla combinaci¨®n ¡ªaceptaci¨®n del Estado de derecho y, al tiempo, reprobaci¨®n del exceso de celo¡ª no la podemos aplicar a nuestro polarizado pa¨ªs. Ni al proc¨¦s ni a la gesti¨®n posterior, de los indultos a hoy.
La falta de tolerancia mutua y de autocontrol paciente por parte de los principales actores pol¨ªticos est¨¢n detr¨¢s del problema estructural de confianza que, seg¨²n los datos, sufre Espa?a. Todos los pa¨ªses atraviesan momentos de desconfianza hacia el sistema. En tiempos de crisis econ¨®micas o esc¨¢ndalos de corrupci¨®n, es incluso sano que las personas se vuelvan coyunturalmente esc¨¦pticas pero, tras los a?os de vacas flacas, deber¨ªan volver a conectarse mentalmente con la res publica de su pa¨ªs. Y en un trabajo de reciente publicaci¨®n, los expertos Tom van der Meer y Patrick van Erkel se?alan que, despu¨¦s de la Gran Recesi¨®n, las ciudadan¨ªas de Europa occidental recuperaron la confianza en sus sistemas pol¨ªticos, pero hay dos n¨ªtidas excepciones: Francia, una sociedad notoriamente fracturada, y Espa?a.
Hay una lesi¨®n en el alma pol¨ªtica de nuestro pa¨ªs. La ra¨ªz del problema no es, como predican muchos altavoces en la derecha, ¡°un boquete irreparable en el Estado de Derecho¡±. Ninguna actuaci¨®n, ni del gobierno ni de la oposici¨®n, ha roto la Constituci¨®n. Y, si alguna lo rompe, ser¨¢ cercenada por el Tribunal Constitucional. El boquete no est¨¢ en la ley, sino en la legitimidad. No hay tribunal (terrenal al menos) que lo pueda remediar. Y es un agujero negro que no deja de crecer, alimentado por declaraciones pol¨ªticas de una creciente iniquidad hacia el contrario. Por favor, quieran un poco m¨¢s a los dem¨¢s y, sobre todo, repriman sus impulsos mucho m¨¢s.
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